En este caso no es tanto la muerte como el asesinato: el asesinato nos fascina porque es una intervención humana absoluta que pone al descubierto la nada que llevamos dentro. La muerte es incomprensible, pero el asesinato -o más tímido, el homicidio- es un acto elemental que más que preguntar explica, revela. Desde un vulgar garrotazo hasta el más sofisticado canapé letal, pasando por todo el repertorio de Krahe -el qué se yo de la hoguera, la guillotina con su chic de lo francés, el empalamiento, lapidamiento, inyección, crucifixión, desuello, descuartizamiento- o por las delicatessen anheladas por de Quincy en Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes, el acto de asesinar nos acompaña a cada momento porque nos resulta cálido y familiar. Tanto es así que gran parte de los contenidos que consumimos en nuestro tiempo de ocio incluyen el asesinato de un modo u otro, bien como eje esencial del argumento, bien como anécdota, y casi nunca como algo demasiado dramático: hemos banalizado tanto el asesinato que incluso hemos hecho de él algo tronchante, matar enemigos o contrincantes es la base de un porcentaje altísimo de juegos y eso no tiene nada de malo, ni mucho menos, o al menos nada peor que casi toda la parrilla televisiva, la mayoría de estanterías de bestsellers, las más exitosas producciones de las plataformas VOD, el fenómeno de la novela negra escandinava, la emergente novela negra mongola de Ian Manook, los telediarios o la múltiples versiones geográficas de CSI.
Decía el otro día la escritora María Bastarós a propósito de los últimos nuevos productos culturales basados en Charles Manson que bien podrían ser el feminismo y el true crime signos de nuestros tiempos, y no le falta razón, porque de hecho lo uno y lo otro se encuentran unidos por un funesto cordón umbilical en el plano de las causas esenciales. Ahora que decíamos de los telediarios: feminismo y crímenes reales con tratamiento informativo espectacularizado comparten espacio en los informativos de la mañana, del mediodía y de la noche, programas periódicos que sirven de termómetro del interés general -aunque los motivos de este interés sean a veces más que discutibles-. Que el seguimiento de los asesinatos en televisión es un negocio muy lucrativo para las cadenas es un hecho: entre conexión en directo y conexión en directo se venden audiencias cuanto más amplias mejor a anunciantes, dinero que mantiene en buena forma a las cadenas para seguir trabajando en la trinchera de la crueldad humana. Nada de lo dicho hasta ahora pretende otra cosa que señalar que efectivamente vivimos a base de sangre real o de ficción como vampiros endurecidos y familiarizados con la parca: puede que nuestro interés por el asesinato, su compañía constante, comparta función con el humor, es decir, exorcizar nuestros peores miedos convirtiéndolos en algo cotidiano y por qué no, disfrutable. Se puede ser un disfrutón de las historias truculentas, y desde luego lo somos. Los complejos al respecto quedaron rodando en una cuneta bastantes kilómetros atrás, por eso el true crime nos mantiene en vilo durante fugaces temporadas sobre asesinos en serie o a través de horas de lectura entusiasta de un libro tan jugoso como Un plan sangriento. El caso Roderick Macrae, del escocés Graeme Macrae, que traduce Alicia Frieyro y publica Impedimenta, novela finalista del Booker Prize que hasta la fecha ha alcanzado un notable y merecido éxito.
Bajo la apariencia de un supuesto trabajo de investigación sobre unos crímenes atroces cometidos en las Highlands escocesas en mil ochocientos sesenta y nueve, el autor desarrolla una profunda exploración sobre la psique humana al mismo tiempo que nos ofrece un paisaje costumbrista de la Escocia más septentrional, cuya forma de vivir es ya una rareza salvaje y bárbara para los tiempos que corren en la mayor parte de la isla, una Escocia antigua y profundamente tradicional en la que los conflictos se resuelven obedeciendo a normas que no se encuentran escritas en ninguna parte. El juego consiste en aceptar que el asesino en cuestión fue un antepasado del propio autor del libro, y que el libro no es otra cosa que la recopilación de los testimonios hallados sobre esos sucesos que perturbaron a una comunidad aislada de aparceros sometidos a la voluntad del laird. Un mecanismo sencillo pero efectivo que maneja a la perfección los códigos del true crime sin ser true ni falta que le hace: la atmósfera llega a ser irrespirable a medida que recorremos arriba y abajo un pueblo pequeño, que como se suele decir, es un infierno grande. Las paredes de las casas son tan impenetrables como un sarcófago de plomo: lo que pasa dentro, se queda dentro, al menos, la mayor parte del tiempo. Luego comprobaremos que la mezquindad se filtra por las grietas del secreto convirtiendo cualquier sociedad hermética en un peligroso tremedal a punto de tragarse a cualquiera, siempre a punto de engullir a ingenuos, despistados o culpables en sus tierras hambrientas.
¿Estaba loco Roderick Macrae? ¿Hace falta estar loco para actuar así? ¿Podemos fiarnos de nuestros juicios? ¿Hasta qué punto somos fáciles de manipular? Sometido a la suficiente presión, ¿puede cualquiera liberar un yo furioso y arrebatado de violencia criminal? ¿Qué perfiles de asesino no hemos descubierto todavía, qué congéneres capaces de deshacernos con sus propias manos llegado el caso y que no encajan en las definiciones de los manuales de la mente humana caminan a nuestro lado? Lo mejor y lo más interesante de Un plan sangriento es la incertidumbre y la frialdad como de navaja que destilan sus páginas: las familias luchan a diario y perecen, las personas se rompen, y con los años solo prevalecen las historias distorsionadas, el recuerdo del dolor y la gran verdad del libro en boca de su personaje más devastado, ese que asegura que podemos asomarnos a la mente del vecino tanto como al interior de una piedra.