Hubo un punto en el progreso socioeconómico de la Comunitat que provocó que los valencianos se apoltronaran en la mesa (afirmación con cero rigor científico. Como dice el neurocientífico Javier DeFelipe “Todo lo que tenemos es un invento nuestro, pero eso no hace nuestro cerebro mejor que el de un gato o un perro”. He inferido el dato, mi mente no es mejor que la de un hurón). Nosaltres, els valencians, no practicamos el nomadismo de ir de un local a otro bebiendo y comiendo en pequeñas dosis. Mantel y sobremesa. Botellas completas. Aperitivo, entrante, primero, segundo, postre, chupito, café y purito. Si todo es cultura, aquí la de la tapa aquí ha quedado engullida por comidas que son una letanía de platos.
Ir de rondillas, salir de vinos, de pintxos y otros rituales de lo efímero en los que la liturgia indica que un bar = un pintxo. Si eso dos. A más establecimientos, más posibilidades de conocer distintas cocinas, mayor rotación (con lo que los restaurantes no se convierten en una ballena blanca, el Dorsia de Patrick Bateman en American Psycho, la cola de los pollos a l’ast de Rausell o la lista de espera de los nuevos Michelin) y todos contentos.
“«On n’écrit pas les livres qu’on veut». Si més no, a mi em passa una mica això: no escric els llibres que voldria escriure, i n’he escrit algun —més d’un— sense gens deganes ni massa convicció”, dice Joan Fuster (aprovechando que es el año Fuster, que es un dato que sí que controlo). Preferiría no escribir este artículo porque, como conocedora de las abacerías de Sevilla, la calle Laurel de Logroño, el casco viejo de Iruña o Euskadi en general, no tengo muy claro que se pueda lanzar un mensaje luminoso sobre las rutas de tapeo en la ciudad. (Insertar aquí referencia a la ruta destroy).
Apunta Juan Eslava Galán en Una historia de toma pan y moja que a mediados de los años cincuenta, cuando la economía dio señales de recuperación y esta se manifestó en la calidad y variedad de la dieta “el espectro del hambre se fue alejando de los menesterosos y las clases medias se fueron soltando el cinturón. (...) En los bares del norte comenzaron a aparecer los pinchos acompañando la bebida, al principio simples encurtidos pinchados en un palillo, un taco de atún con pimiento o el Gilda (en homenaje a Rita Hayworth), una combinación de guindilla verde, anchoa y aceituna. Después surgieron preparaciones más complicadas, incluso de alta cocina, y hoy el pincho va camino de convertirse en la versión hispánica del fast food americano, la cocina en miniatura, la tapita, la cazuelita”.