No debe ser casualidad que Vicente Patiño decidiera ponerle a la gran aventura de su vida el nombre de un origen, el suyo: Saiti, la primera nomenclatura de Xàtiva en época íbera.
La vocación por arraigar. Desde 2014 cuántas veces se habrá oído aquello de «en otra ciudad Saiti siempre estaría lleno». Es un pensamiento estéril que denota cierta excepcionalidad autodestructiva. Ver el enemigo en el entorno es una arrogancia demasiado acomodaticia.
La casa de Patiño es más bien la muestra de cuánta valentía se esconde detrás de un proyecto, ahora sí y por fin, tan de autor. En su caso pueden verse algunas de las mejores indicaciones frente a las dinámicas urbanas de aluvión. La importancia de buscar un arraigo perdurable en el tiempo, en lugar de pasar de puntillas. Al punto de que la estrategia de los platos acaba siendo la misma que la de su negocio. Una simbiosis honrada. Es la profundidad que combate a las decenas de propuestas superficiales sin mayor propósito que ensanchar márgenes.
En confianza: En su camino hacia la excelencia, la cocina se le ha hecho cristalina. Los procesos de Patiño reflejan la ambición de quien no sermonea ni disimula sus intenciones. Cómo se agradece un cocinero que pone el listón alto y proclama su exigencia propia en abierto. Tan poco dado a impostar, que su perfil muestra al prototipo de cocinero en crudo, con sus cargas, sus lamentos, su brillo y sus recompensas.
En esa travesía hacia el reconocimiento, lo más probable es que el mayor triunfo provenga justo del intento, un mientras tanto donde el planteamiento ha ido redondeándose con platos altos que convierten esta sala pequeña en una de las cocinas más serias de la ciudad. Alcanzar la simplicidad como un buen lector de Josep Pla, con el propósito elevado de testimoniar el contexto y condensar al máximo su pureza. Patiño suele explicarse recurriendo a la influencia de Miquel Ruiz: lo complicado es hacer un plato solo con un tomate; y si no hay tomate, no hay plato con tomate. En eso anda Saiti, en lo complicado.