“Slowhand, temperatura al corazón de un chef” escrito por Mar Barba y editado por Els Vents del Mediterrani, es una suerte de biografía que narra en primera persona la vida gastronómica de Kristian Lutaud (Lyon, 1961), cocinero francés que aterrizó en El Bulli en 1982 y que desde hace décadas está afincado en La Marina Alta alicantina.
“Kristian tenía y tiene una sensibilidad especial para la cocina, un talento sensoperceptivo mayúsculo. Él fue la persona en quien me apoyé y siempre le estaré agradecido. El Kristian posbulli es un cocinero que busca su placer y el del comensal aplicando todo su talento en una carrera que decidió buscando su felicidad. Pero si hay algo que puede definir a Kristian es su calidad humana; es muy buena persona, honesto, leal y muy amigo de sus amigos”. -- Ferrán Adrià
“Veinticinco años de charlas dan para varios libros”. Ese cuarto de siglo al que alude Mar Barba es el que llevan compartiendo sus vidas Kristian Lutaud y ella. Se conocieron poco después de 1994, año en el que el cocinero francés inauguró el restaurante Oligarum en Xàbia, pero fue en 2001 cuando se reencontraron en El Ángel Azul de Bernd Knöller y, desde entonces, son inseparables.
“Slowhand, temperatura al corazón de un chef” es su tercer libro, y en él nos adentramos para deleitarnos con las peripecias y vivencias del cocinero francés a lo largo de su trayectoria… hasta el día de hoy, porque aún queda historia por escribir. “Los dos aterrizamos en la Comunidad Valenciana en la misma época, para iniciar junto a Bernd Knöller y Tito Albacar, según los expertos, una pequeña revolución, cada uno con su propio bagaje pero con experiencias y paisajes similares que terminaron por unirnos: gastronomía, música, cine, libros, trabajo y amigos”, explica Mar Barba a Guía Hedonista.
¿Cómo se fraguó “Slowhand”? “Durante la pandemia nos dedicamos a recopilar información, animados por amigos comunes, rebuscando entre los miles de papeles que Kristian guardaba de todos esos años y añadiendo las anécdotas que él siempre contaba. Fueron un par de años intensos”, nos cuentan.
El resultado es este libro de memorias apasionante y apasionado, que a una le deja con ganas de más y que pide una segunda lectura, quizá más pausada y no tan eufórica como la primera, marcada por ese ansia de querer saberlo todo. Sus 263 páginas dan para mucho, aunque se leen en dos tardes frente al mar. La narración, ágil y adictiva, se entrelaza con divertidas anécdotas, que satisfacen los cinco sabores básicos… y alguno más. También sorprende la ingente cantidad de nombres que aparecen en el transcurso de los acontecimientos que narran. Tanto, que es necesario leerlo con una libreta al lado, para ir apuntando cada referencia… y poder tirar del hilo. Algunos de ellos son auténticos emblemas, como Pepa Romans, la creadora, propietaria y cocinera de Casa Pepa, en Ondara, a la que Kristian recuerda con una inmensa admiración, cariño y respeto. O Ramiro Buj, pastelero de Gandía. También Toni Gerez, Fermí Puig, Xavi Sagristá o Artur Sagués forman parte inevitable y necesaria del relato.
Actualmente, y a nivel mediático, El Bulli se conoce estrechamente vinculado a Adrià, como si ambos fueran uno, pero también hubo un Bulli antes de Ferrán, el que Kristian Lutaud vivió los primeros años, desde su llegada en 1982, y que nos descubre a lo largo del libro.
"Todo en la vida tiene un comienzo, un argumento y un objetivo: nadie se puede imaginar, en principio porque es imposible, que nada más abrir un restaurante obtendrá tres estrellas Michelin y conseguirá durante cinco años ser el mejor restaurante del mundo. Hay que recorrer un largo camino, primero para saber si has elegido la profesión a la que quieres dedicarte, con todos los sacrificios que conlleva, y a partir de ahí empezar tu aprendizaje que durará unos cuantos años hasta que consigas tener un bagaje lo suficientemente amplio como para poder formarte una identidad, tanto personal como profesional. Después de todo esto, puedes decidir si abres tu propio negocio o si trabajas para otros. Y a partir de ahí el compromiso y la responsabilidad que has asumido deberían ser tus mayores aspiraciones, así como conseguir una clientela suficiente que te permita sobrevivir. Esto es lo que sucedió en El Bulli en mi época: aportábamos conocimientos, los compartíamos y seguíamos formándonos. Después cada cual tomó su camino, éramos muy jóvenes y aún quedaba mucho por experimentar. Fue una época brillante, conseguimos dos estrellas, y además pasamos a ser, ya por entonces, un referente en la gastronomía del país”. Kristian Lutaud forma parte de esa historia gastronómica, de esos años que marcaron un antes y un después. “En El Bulli, después de la reforma de la cocina, ampliación de la plantilla y el Taller en Barcelona durante el invierno, donde estudiar técnicas y productos, darles una vuelta, aplicar a su cocina y proponer en el menú que ofrecían cada temporada, Ferrán y su equipo creativo consiguieron nuevos conceptos hasta entonces desconocidos que cambiaron las reglas de la alta cocina y de restaurantes en todo el mundo. Algo increíble que nunca hubiéramos podido imaginar cuarenta años atrás”. El recuerdo, el orgullo de pertenencia y el convencimiento de haber hecho historia están muy presentes a lo largo del libro, pero con una sencillez, naturalidad y humildad que desarman al lector.
Por supuesto, en el libro Kristian también tiene palabras para Juli Soler: “Era un tipo muy especial, todo un personaje. El hombre bala, por su fluidez de pensamiento y por su rapidez de reacción. El hombre orquesta, porque era capaz de organizar e involucrar con sus ideas a todo aquel que lo siguiera: a los clientes, al personal, a los periodistas. Sabía cómo hacer que todo el mundo se sintiera bien”.
Mar Barba, a través de los recuerdos de Kristian, también narra entre sus páginas curiosidades como la llegada de Albert Adrià a El Bulli, allá por 1985: “En marzo llegó Alberto, el hermano pequeño de Fernando. Tenía dieciséis años, había dejado Barcelona y estaba un poco perdido, algo normal a esa edad. Todavía no tenía claro si le gustaba la cocina y además sufría de varias intolerancias alimentarias. Lo pusimos en la pastelería con Uwe y me hice cargo de su aprendizaje”.
Y, desde esa visión tan nutrida por décadas de experiencia en restaurantes, propios y ajenos, la que narra en “Slowhand”, ¿cómo ve Kristian Lutaud la gastronomía de La Marina Alta, con ojos de foráneo pero con el corazón arraigado a este privilegiado rincón de la geografía mediterránea? “El movimiento que se creó en distintos puntos del país, a raíz del impulso de El Bulli y de la mano de todos sus discípulos, continuó expandiéndose por todas las comunidades. El intercambio era continuo, de norte a sur, del este al oeste. La mirada se había volcado hacia el territorio, hacia la cocina tradicional, y se comenzaron a utilizar los productos de la zona, gracias a las cocineras autóctonas, a periodistas, a escritores y a las escuelas de cocina se rescataron las recetas para poder actualizarlas y llevarlas al menú de un restaurante. En este movimiento imparable crecieron increíbles chefs de la talla de Quique Dacosta y Miquel Ruiz en La Marina o Ricard Camarena en La Safor. Evarist Miralles desde Pego y Julio Vargas en Sagra o de otras comunidades como Alberto Ferruz, hoy en Xàbia, y muchos otros. La rueda del tiempo sigue girando y las nuevas generaciones de cocineros toman el relevo, la corriente es poderosa. La Comunidad Valenciana y La Marina Alta en especial, porque la conozco mejor, es una tierra fértil y generosa, igual que sus habitantes. Tiene un producto inmejorable, ya sea de la tierra o del mar, que facilita el trabajo a cualquier chef: con ese producto entre las manos es imposible fallar”.
La autora del libro es zamorana pero ha pasado media vida yendo de acá para allá… y la otra media en Valencia, alternando con temporadas en las que se escapa a La Marina Alta. “No he tenido tiempo de echar raíces en un lugar concreto. Pertenezco a cada lugar donde he vivido”.
Era una niña cuando sus padres decidieron marcharse desde Zamora a París, donde nacieron sus dos hermanas, y después regresaron, no a su ciudad natal sino a Barcelona, donde vivieron unos diez años. Desde ahí se fue a Lyon y después a Italia con su pareja de entonces. “En Pescara, en 1981, trabajé en Mario, il mago del pesce, lo cual cuento en mi primer libro, En Tránsito, y me familiaricé con los pescados del Mediterráneo, que Mario, mi jefe, traía cada tarde de la subasta: San Pedro, dentón, salmonetes, pargos…”. En 1984 se trasladó a la Suiza del lago Lemán y trabajaba tanto en sala como en cocina en buenos restaurantes de la época. A finales de los 80 vino a Valencia para visitar a una amiga que vivía en Ruzafa y decidió quedarse. En 1993 abrió el restaurante Alghero, en la calle Burriana, donde elaboraban una cocina mediterránea muy personal. “Utilizábamos los pescados de la subasta, fileteados y desespinados, cuando por entonces la tendencia en Valencia era la nueva cocina vasca, que resistía en los restaurantes desde el triunfo de Ma Cuina: la clientela estaba acostumbrada al cogote de merluza, al bacalao y al rodaballo. Tuvimos que convencer a los clientes de que probaran pescados que ni conocían y ellos insistían en que tenían muchas espinas. Afortunadamente contábamos con clientes expertos pescaderos y pudimos prosperar. Uno de nuestros platos eran los spaghettini con bottarga, hueva de atún en salazón, rallada por encima o con tellinas, sin su concha, ajo, guindilla y piel de limón o los Ravioli de galeras”.
En 1994 Kristian inauguró Oligarum y poco después se conocieron, ya que ambos eran clientes habituales de sus respectivos restaurantes. “Siempre coincidíamos con los colegas en un buen restaurante que abriera los domingos. Kristian en Oligarum desplegó toda su creatividad y la acompañaba de una técnica tan precisa en cada plato y en cada postre que, por entonces, ninguno de nosotros podía alcanzar. Nos alucinaban sus menús, era una cocina muy divertida y arriesgada, donde se la jugaba cada día por el mero gusto de complacer a sus clientes y a sus amigos. Volvimos a coincidir en El Ángel Azul de Bernd Knöller en 2001 y desde entonces somos inseparables, como el yin y el yang, dos fuerzas interconectadas, opuestas y complementarias”.
Después de cerrar su restaurante, durante unos años continuó vinculada con la restauración: asesorando, elaborando cartas y organizando catas de gin-tonics o cócteles. Escribía desde jovencita, pero lo tuvo que aparcar para dedicarse a tiempo completo a la hostelería. Afortunadamente, un día volvió a picarle el gusanillo y comenzó a escribir relatos inspirados en su trayectoria profesional y personal. “Slowhand” es su tercera publicación.
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