Lo que a unos les hace irse del pueblo, a otros les atrae. Los negocios relacionados con la gastronomía están detrás de historias de personas que optan por una vida más tranquila.
Nacho, Manuel y Luis nacieron, se criaron, estudiaron y comenzaron sus carreras en València. El campo, para ellos, se limitaba a las vacaciones y a algún fin de semana que pasaban en la finca rural que su padre compró con la idea de retirarse allí para iniciar una nueva vida. No había orígenes familiares que les llamasen. Simplemente vieron que aquella zona de la que la gente se marchaba, a ellos les gustaba. Se vivía bien. Y decidieron quedarse y poner en marcha su empresa en Los Pedrones, una aldea a 21 kilómetros de Requena, donde, en 2015, había censadas 170 personas. Eso fue hace más de veinte años y aquella empresa es hoy una de las queserías más destacadas de la Comunitat Valenciana. Cualquier amante del queso sabe de qué hablamos: Hoya de la Iglesia.
Unas cuantas cabras de la raza murciano-granadina, que criaban para vender la leche, fue el origen de la quesería. Nacho se fue al norte a aprender a elaborar quesos y, desde entonces, los quesos de Hoya de la Iglesia no han dejado de cosechar premios y elogios. Pero aquel amor por el queso había que hacerlo extensible. Tenía que llegar más lejos. Y hace dos años, después de una inversión importante y unas obras costosas en el subsuelo de la quesería, abrieron una cueva de maduración con el objetivo de, además de curar quesos, abrirla a las visitas. «Abrimos la cueva en julio de 2020 para madurar nuestros propios quesos, pero teníamos demasiado espacio, así que acabamos comprando quesos de otras queserías de España para afinarlos nosotros. También queríamos darle sentido al espacio abriendo las puertas al turismo», afirma Nacho, el pequeño de los tres hermanos.
Mientras desciendes hacia la cueva, la temperatura baja automáticamente varios grados. Los ojos se acostumbran pronto a la diferencia de luz. En una gran mesa alta en forma de U, nos acomodamos frente a los utensilios necesarios para elaborar un pequeño queso fresco que cada uno prepara y que terminará en el medio de la tabla junto a otras ocho porciones que degustaremos. En la cata, algunos de sus quesos más icónicos, como el 4 picos, el Rogío o el Pedrón, además de varios de los que maduran, como el Amanecer o el Cristal. El vino acompaña en todo momento. Nos acercamos a la zona donde el queso se termina de afinar. Sobre grandes estanterías de madera descansan varios ejemplares de tamaños y formas distintas. Por la tonalidad de la corteza, puedes intuir el tiempo que llevan en esta cámara en la que acabarán de adoptar su personalidad.
«Lo que tengo clarísimo es que el mundo rural tiene que utilizar las redes sociales para promocionarse»
En sábados y domingos se realizan dos visitas al día, una a las 10:30 y otra a las 12:30. Entre semana, una a las doce. Siempre las llenan. «Los fines de semana suelen venir más valencianos o gente que sigue las redes de la empresa. Muchos vienen de Alicante, Madrid o Cataluña. Entre semana son casi todo extranjeros», apunta Nacho. No han hecho más promoción que el boca a boca. También ayudó una visita que hizo a la cueva una influencer que subió un vídeo, sin que ellos se percatasen. Aquel vídeo cosechó un millón y medio de visitas. «Lo que tengo clarísimo es que el mundo rural tiene que utilizar las redes sociales para promocionarse», afirma.
Desde que abrieron la cueva al público, calculan que han pasado por allí unas doce mil personas. Una gran cantidad de personas que llegan a esa pedanía, en la que viven poco más de cien personas, y almuerzan en el bar o entran a comprar en la panadería o visitan la bodega Dussart, que también atrae a los foráneos. «Está mal que lo diga, pero si por aquí hubiese algo de restauración, daría un juego impresionante, podríamos dinamizar mucho más la zona. Aquí hay una oportunidad muy grande, hay muchas rutas senderistas, caballos, quads… se pueden hacer muchas cosas», añade Nacho. Ante la pregunta de si volvería a València, la respuesta es rotunda: «No. Volvería a hacer lo mismo, pero sabiendo lo que ahora sé. Una quesería más pequeña y algo más grande enfocado al turismo. Yo aquí soy feliz, me siento muy de aquí», concluye.
Tormos es un municipio de Alicante que pertenece a la Marina Alta. Allí, según el Instituto Nacional de Estadística, estaban censadas 339 personas en 2023. De ellas, casi el 40% son de nacionalidad extranjera. En este pueblo se establecieron hace tres años Cristina Rubio y Giorgio Bollini, junto a sus hijos. Cristina es ingeniera de Telecomunicaciones, nacida en Lérida; Giorgio, italiano, trabaja como informático desde casa tres días a la semana. La familia ha vivido en Barcelona, Milán y Suiza hasta que, en 2021, se instalaron en esta pequeña población donde viven en conexión con la tierra y el entorno. Cristina asegura que fue la intuición la que los trajo hasta allí. «Marqué un punto en el mapa y enseguida sentí que era aquí. No soy la única, muchas otras personas que están aquí asentadas, sobre todo mujeres, han sentido lo mismo», subraya. Tanto es así que afirma que «este es un punto regenerativo; estamos en una zona por la que pasa el meridiano cero. Viene gente de Francia, de Italia, de Alemania… buscando una regeneración personal».
Al poco de mudarse, decidieron comprar varias hectáreas de tierra donde crecían mandarinos y dedicarse a regenerar la tierra. Así nació SOS, Salva un mandarino, una iniciativa de la que ya habló Marina Vega en la que proponen que se adopte un árbol durante un año para ser protagonista del cambio hacia un mundo mejor, según sus propias palabras. Su objetivo es limpiar la tierra de los fertilizantes y herbicidas tóxicos con los que se ha tratado en las últimas décadas. Para ello, ofrecen varias opciones que van desde los veinticinco a los novecientos euros y que dan derecho a diferentes opciones, entre ellas recibir en casa las mandarinas del árbol adoptado en los meses de diciembre y enero o ir a recogerlas directamente a Tormos. El mecenas, el 'padrino' más comprometido a nivel económico, tiene derecho además a utilizar el campo de mandarinos un día al año para organizar cualquier tipo de actividad en grupo. «El apoyo no es solo económico, sino sobre todo, de intenciones», explica Cristina.
«Nace del deseo y la necesidad de regenerar la tierra en primera persona, no solo de dejarla a las instituciones o a las ONG. Decidimos que queríamos ayudar al agricultor. Y decidimos crear un modelo sencillo, que se pueda visitar y que tenga en cuenta la salud de los alimentos, la cultura de la tierra, la relación entre las personas. Producimos frutas de cercanía que no pasan por cámaras, con un sabor que ya no recordabas, y que, por ejemplo, un restaurante puede utilizar para elaborar recetas de autor hechas con producto de agricultura regenerativa», expone. Al preguntarle por las ventajas e inconvenientes de vivir en un pueblo pequeño, Cristina no duda al asegurar que todo son ventajas: «Sales de casa, vas al bar del pueblo, hablas con la gente, hay clases gratuitas de yoga y si no hay recursos para hacer algo, entre todos se puede crear... Los chicos tienen un sistema alternativo de educación que les permite tener tiempo libre para desarrollar otras actividades creativas como la música o la pintura. No hay delincuencia, no hay tráfico... Se vive en la naturaleza, en conexión con tu salud y con tu ser». Y, como Nacho Roldán, ella es categórica: «No volveríamos a la ciudad».
Virginia Espinosa y su marido, Toni, también decidieron dar un volantazo a su vida y empezar de cero en Aras de los Olmos, un pueblo con el que no mantenían ninguna relación más allá de conocer y visitar la población de Titaguas durante los fines de semana. Virginia trabajaba en un laboratorio de truficultura y su marido, en un centro de experimentación agrícola en València. Les salió la oportunidad de llevar una explotación de trufas en Alpuente y, después de un tiempo, en 2016, decidieron instalarse en Aras de los Olmos, un pueblo de interior en el que viven alrededor de trescientos habitantes. Así nació Javalturia, la empresa desde la que se dedican a cultivar y vender trufa, además de azafrán, «un cultivo que se daba mucho en la zona y se había ido perdiendo. Vimos que podía tener potencialidad y viabilidad económica y nos lanzamos», explica sobre aquella decisión.
La pareja ya cultivaba trufa, pero vendían su producto a intermediarios que compraban al por mayor para, a su vez, venderlo. «Tenías que estar negociando todo el rato y, una vez, en una de esas conversaciones, una persona me dijo “pero no te acostumbres a estos precios”, y aquello me sentó muy mal. Yo estoy produciendo, trabajando, sacando adelante la trufa y tú eres el que ganas dinero… Pensé ¿por qué no lo hacemos nosotros? Es más trabajo y más sacrificio, pero así nosotros vendemos sin que otras personas se lucren con nuestro trabajo», añade Virginia. Venden directamente al cliente y hacen envíos a toda España. «Fuimos valientes. Tienes claro que te gustaría hacer ese cambio de vida, pero es duro dar el paso. En casa, la familia nos decía si nos habíamos vuelto locos», asegura Virginia. ¿Alguna vez han pensado en volver?, pregunto. Y, como el resto de protagonistas del reportaje, la respuesta es clara: «Nunca nos hemos arrepentido».
Virginia y Toni también organizan visitas para asociaciones micológicas. «Visitan la explotación, sacamos a los perros y vamos con ellos a buscar trufas. Luego nos vamos a un restaurante y allí hacemos un menú trufado y les explicamos cómo se trabaja y se cocina la trufa», señala. Una forma de dinamizar la zona y ayudar a que la gente conozca y visite estos pueblos que, poco a poco, van envejeciendo y quedándose sin servicios y sin población. Y quién sabe, quizás alguno de esos visitantes se enamore del pueblo y quiera seguir los pasos de estas familias que decidieron alejarse de la ciudad para vivir en el pueblo.
Artículo publicado en la revista Plaza del mes de julio