RESTORÁN DE LA SEMANA

La Càbila

¿Cómo hemos llegado a que la apuesta por las recetas clásicas sean el auténtico riesgo en esta València gastronómica?

| 17/07/2020 | 4 min, 54 seg

VALÈNCIA. La Càbila es una tradición de la zona de l'Albufera, nacida para compensar a los cazadores de los vedats, que durante la temporada oficial de tiro se quedaban sin puesto por la limitación de la práctica. A cambio, se les concedían cinco días más para disparar sin horario. La costumbre ha pervivido hasta el día de hoy, cuando su auténtica razón de ser es la reunión con la colla d'amics, por la mañana en el marjal, pero sobre todo a la hora de comer y de cenar en las casetas. Allí se cocina, no solo el pato que ha caído del cielo, sino todo tipo de guisos tradicionales, que bien pueden ser un all i pebre, o de repente un arròs amb fesols y naps. Hay juegos de cartas, paisaje de barcas y gastronomía autóctona.

La bandada de pájaros revolotea en la mascarilla, la chaquetilla y la puerta del restaurante de Fernando Ferrero, quien ha elegido este nombre para su primer proyecto en solitario. La Càbila, lo valenciano, lo de toda la vida. Se ubica en las tripas del barrio de El Mercat, en la Plaça del Forn de Sant Nicolau (nº8), donde está la panadería más antigua de la ciudad. El local estuvo ocupado por otra casa de comidas, San Nicolás, cuyo famoso papillote seguirá estando en la carta. El joven cocinero, de 35 años, decidió quedarse con el traspaso durante la época del confinamiento y, nada más vislumbrar la libertad, lo ha puesto a rodar. "Había llegado el momento de montar algo por mi cuenta", afirma con convencimiento.

Ferrero viene del Grupo La Sucursal, y eso se nota. Nacido en Elche y criado en Alzira, lleva 5 años trabajando en València y se conoce bien la escena gastronómica. Ha pasado por las cocinas de Susi Díaz y de Vicente Patiño, además de haber comandado La Marítima, pero si bien allí practicaba una cocina mediterránea con aires contemporáneos, aquí se entrega sin dobleces al recetario tradicional. Saca el guiso valenciano y lo pone sobre la mesa. Solo se permite alguna licencia en los entrantes, entre los que hay morro de mar de morena frita o berenjena picante rellena de steak tartar. Sin embargo, los principales son puristas a más no poder: arroz con costra, gazpachos marineros y lentejas con bogavante, también en verano. Vinos d'açí (valencianos) y de allá (del resto de España), coca de sagí y a correr.

En La Càbila están deseando que llegue el otoño, y por tanto el frío, para poner en práctica todo el repertorio. Será entonces cuando incorpore las albóndigas de liebre, el estofado de jabalí o el pato a la sal. "Habrá un plato de cuchara cada día con el que ir saciando el recuerdo de antaño", promete el chef. Mientras, un poquito de atún de almadraba, y otro poquito de tonyina de sorra, además del producto de Lonja con el que se vaya tropezando.


En la València de hoy en día, la apuesta por la gastronomía clásica es el verdadero riesgo, y tal vez deberíamos preguntarnos cómo hemos llegado a ello. ¿Por qué se atreve Fernando? "Primero, porque me gusta; segundo, porque creo que no debemos perder el Norte ni el cariño por nuestro recetario; y por último, porque me lo pide el sitio", responde. Se refiere al barrio, a ese casco viejo donde resulta demasiado difícil dar con una buena cuchara. "Si tuviera una barra en la calle Caballeros, pues a lo mejor haría molletes o tacos. Pero aquí veo una casa de comidas tradicional, genuina, donde hacemos las cosas como siempre se han hecho", asegura. Lo tiene claro, vaya. Echa de menos la València de Can-Bermell, la de los cocineros pura raza, y está dispuesto a recuperar el all i pebre para el centro histórico.

Guisa al día, casi al momento, conforme le llega la comanda. Y lo hace en solitario, a veces con una persona de apoyo. "Como tampoco utilizo técnicas raras ni nouvelle cuisine, no necesito mucho", bromea. Cariño en la sala y nada de turnos para el comensal, "esto es slow food". Es decir, uno llega, se sienta a comer y hace la sobremesa todo lo larga que quiera, porque el restaurante es un lugar para disfrutar y se merece recuperar su esencia. "Me gusta que el cliente se deje llevar, siempre bajo una pequeña consulta del hambre que tiene. Le preguntamos por sus gustos, si está de reposo o de trabajo, y si es la primera vez que nos visita o ya ha estado antes", explica. Tres menús (25, 25 y 55 euros) y ocho mesas; fin.

Está trabajando mucho, abriendo todos los días de la semana, mediodía y noche, "pero es lo que toca cuando empiezas algo tuyo". "El verano nos sirve para ir arrancando y comprobar cómo funciona, aunque ahora la situación sea singular", admite. Valor, juventud y carácter frente a las dificultades de la pandemia. Antes de salir por la puerta, me muestra la salmorra casera que tiene fermentando en una vasija, y en la que ha sustituido ciertos ingredientes. Por ejemplo, la hoja de caña por citronela, la de garrofer por jengibre y la de limonero por lima. Hasta aquí la creatividad: el resto es ejecución precisa y buena mano.

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