Comer en el salón privado de ciertos restaurantes era, hasta hace unos años, símbolo de poder. Hoy, ese aura de exclusividad ha sido derribada, y cualquiera puede acceder a aquellos espacios que, en su día, fueron coto de políticos y empresarios
Son estancias que suelen pasar desapercibidas. Puertas discretas que dan acceso a una mesa donde poder disfrutar de esa lubina salvaje a salvo de las miradas y, sobre todo, de los oídos de los demás. Salas que esconden más secretos que los archivos del CNI. Paredes que amortiguan el tono de voz, cuando las dos botellas de Petrus han hecho efecto. En otro tiempo, fueron feudo de las altas esferas de la política y de las cúpulas empresariales. Hoy, ya no hace falta pertenecer a un consejo de administración para comer en ellos. Los reservados se han democratizado, aunque muchos siguen albergando a personas que buscan una privacidad que no encuentran en la sala. En València, muchos restaurantes ofrecen este servicio. Otros ya no existen; y solo algún que otro hostelero, que vale más por lo que calla que por lo que dice, sabe qué pasaba entre sus cuatro paredes.
Probablemente, algunas de las confidencias más jugosas que han tenido lugar en esta ciudad fueron hechas en alguno de los reservados de El Canyar, el mítico restaurante que fue emblema de una época. Por allí pasaron todas las celebridades que pisaban València, desde Jacques Cousteau al astronauta Neil Armstrong, Julio Iglesias —era asiduo—, Jeremy Irons, Octavio Paz, el director de cine Elia Kazan, Daniel Craig, Ursula Andress, Catherine Deneuve o los Monty Python. También dio de comer a muchos, muchísimos políticos. Fue uno de los restaurantes que más frecuentó la alcaldesa Rita Barberá, acompañada muchas veces por la antigua cúpula del Partido Popular. Su merluza fresca y sus gambas rojas de Dénia eran su principal reclamo. La discreción y profesionalidad de los hermanos Seguí, propietarios del negocio, otras de las razones por las que la cúspide de la política, el artisteo y los peces gordos lo hicieron su catedral.
Allí había dos reservados, uno pequeño, para unas cuatro personas, que contaba con un sofá, y otro mayor que podía acoger a seis o siete comensales. «Eran reservados que se pedían cuando se daban las circunstancias. Sobre todo si los clientes eran políticos o artistas, que a veces preferían aislarse y comer allí. Nuestros reservados nunca fueron escondite para asuntos de infidelidad», aclara Miguel Seguí. Como ocurre en Las Vegas, lo que pasaba allí, allí se quedaba, pero Seguí no recuerda ningún comportamiento impropio propiciado por la privacidad del lugar. «Lo que sí que solía pasar es que las comidas se alargaban. Había copas y sobremesas largas», señala. Entre los insignes clientes que comieron o cenaron en sus reservados, «Miguel Bosé o Yoko Ono, que a pesar de venir sola prefirió estar en el reservado. Algún presidente del Gobierno, como Leopoldo Calvo Sotelo o Felipe González. Muchos de ellos no nos lo pedían directamente, pero nosotros pensábamos que estarían más a gusto en una sala aparte», recuerda. Otro de los presidentes del Gobierno que pasaron por allí, en las tres décadas de vida del restaurante, fue José María Aznar que, sin embargo, al llegar pidió estar fuera, en el comedor, junto al resto de clientes. ¿Por qué aquellos reservados eran de lo más demandado de la ciudad? Miguel lo tiene claro: «Nosotros nunca hemos dicho a nadie quién estaba ni hemos hablado de quién pasaba por allí. Eso lo hemos cumplido a rajatabla», concluye.
Otro de los restaurantes históricos, que sigue en funcionamiento y por cuyos reservados han pasado infinidad de VIP y no tan VIP, es Casa Montaña. La antigua bodega cuenta con dos espacios privados. Uno en la parte de arriba con aforo para hasta seis personas, que es reciente —«lo habilitamos para darle una sorpresa a mi padre cuando se fue, como él dice, de Erasmus, a aprender inglés hace siete u ocho años», cuenta Alejandro García—. El otro era un almacén, que se convirtió en sala de catas antes de transformarse en reservado con espacio para entre catorce y dieciséis personas. De eso hace veinticinco años. «De hecho, la mesa que había al principio era blanca, para poder apreciar los colores del vino, y tenía también una lámpara gigante, que cuando la encendíamos aquello parecía un quirófano», relata Alejandro. Ese reservado ha acogido infinidad de charlas, tertulias, mesas redondas, eventos o presentaciones… muchos de ellos con vocación social o cultural. Todavía hoy se siguen celebrando allí las tertulias bimensuales que Casa Montaña organiza desde hace trece años.
Todavía hoy se siguen celebrando allí las tertulias bimensuales que Casa Montaña organiza desde hace trece años
Alejandro comenta que no hay un tipo de cliente que lo frecuente, pues lo piden muchas familias, pero también empresas que hacen comidas de carácter corporativo. Por comer allí no se cobra ningún extra. «Yo celebré allí el cumpleaños de mi hija cuando cumplió un año. La mesa redonda que tiene es perfecta para estar un grupo de personas», cuenta. El reservado es muy demandado, sobre todo por el público local. «El cliente extranjero nunca lo quiere, prefiere el bullicio de fuera, mientras que el español lo pide mucho», afirma. Alejandro admite que los reservados han vivido un crecimiento importante. La pandemia tuvo algo que ver, «ayudó a darles valor», opina. También cree que el cliente actual lo pide más por la tranquilidad que por esconderse o por esa sensación de exclusividad que se les atribuía hace unos años. Sin embargo, si lo que se busca es esa privacidad, Montaña la propicia. Para ello, han instalado unos llamadores que el cliente pulsa cuando necesita algo del camarero, que recibe la petición en su reloj. Anécdotas hay miles. La segunda generación al frente de la actual Casa Montaña recuerda cuando Alberto de Mónaco comió allí, y Alejandro, al ir a saludarlo, apagó sin querer las luces del reservado, unos segundos tensos que no hicieron mucha gracia a la seguridad del actual rey de Mónaco.
El Grupo Gastroadictos cuenta en la actualidad con cuatro bares y un restaurante de corte más gastronómico, aunque pronto crecerá la familia. En tres de ellos tienen reservados. «Cuando en Bar Mistela abrimos el reservado era un espacio poco habitual para un bar, porque era típico de restaurantes. Ahora ya no es tan extraño y nos permite tener un público variado. Entre semana, hay más reuniones de empresa y los ‘findes’ vienen amigos y familias a celebrar buenos momentos en un entorno íntimo», explica Néstor Vaccaro, director de operaciones del grupo hostelero. La demanda de estas salas en Mistela, Cassalla y La Sastrería es alta durante todo el año, aunque admite que, en Navidad y especialmente en las fechas clave, las peticiones se disparan. Respecto a la evolución del reservado, Vaccaro tiene claro que ya no es un espacio vetado al cliente medio: «Se ha democratizado. Nosotros nos enorgullecemos de que cualquier cliente que lo desee pueda disfrutar del espacio, siempre que haya disponibilidad. No están solo al alcance de una clientela selecta», apunta.
No cree que el cliente que pide un reservado sea diferente del que va a la sala. ¿Gasta más? ¿Bebe más? ¿Es más exigente? «Hay clientela muy dispar: jóvenes que disfrutan con amigos; clientes que prefieren un espacio, como el nombre indica, reservado; empresarios que necesitan tener una zona íntima donde conversar… El consumo depende del nivel de celebración: siempre hay quien se anima a pedir una buena botella para brindar», añade. Entre las últimas celebridades que han pasado por alguno de sus reservados está el cantante Sebastián Yatra, que comió en el del bar Mistela, «pero hemos dado de comer a deportistas olímpicos, cantantes, gente de la televisión… Creo que nos eligen porque nuestros privados tienen esa mezcla de comida tradicional, ambiente relajado y un equipo que trata a todos los clientes con cercanía», subraya.
El reservado de El Bressol puede que sea, hoy en día, uno de los que pasan más desapercibidos y, por eso mismo, uno de los más deseados. El hostelero, y alma del restaurante, José Vicente Pérez tiene cientos de historias, anécdotas que se llevará a la tumba, porque sabe que esa es precisamente una de las cualidades que más valora su clientela. «Son clientes que piden el reservado porque lo que van a hablar es delicado, también para que no los vean en compañía de otra persona, normalmente por negocios», aunque admite que por allí también han pasado parejas de supuestamente amigos que eran algo más que eso. «Es importante saber leer al cliente que pide el reservado. Son personas que quieren vivir la experiencia, pero de otra manera. Hay que tener psicología y saber lo que quieren», afirma. Una máxima que él aplica en este tipo de mesas: «Que siempre estés y nunca se te vea».
En su caso, la mayoría de los clientes que piden el reservado son del ámbito político. Precisamente, una de las historias que puede contar la protagonizó un político que, ante la presencia de la prensa en la puerta del restaurante, tuvo que quedarse allí hasta altísimas horas de la madrugada, para no ser captado por las cámaras. «Despuntaba el sol cuando pudo salir, después de que yo me hubiese marchado y hubiese echado la persiana del restaurante para despistar», recuerda. ¿Alguna vez ha tenido que llamar la atención a la mesa del reservado por alguna conducta impropia? «Cuando las burbujas llegan a un nivel, el cliente se desinhibe, y me toca decirles, ‘‘señores, que no se les ve, pero se les oye’’. De la exaltación de la amistad al Asturias patria querida hay una línea muy fina», bromea.
Artículo publicado en la revista Plaza de diciembre