San Valentín de Terni fue un obispo romano al que, fiel creyente en el amor (y el cepillo, seguro) le dio por casar en secreto a jóvenes reclutas allá por el Siglo II, cosa que estaba terminantemente prohibida por obra y gracia de Claudius Aurelius Marcus Gothicus; menuda pieza sería Claudio. Total, que ajusticiaron al obispo romanticón y su cráneo se conserva dentro de una urna de cristal (a la vista de los fieles) en la Basílica de Santa Maria en Roma; como el cipote de Rasputín. La mitología pagana dice que nanai, que lo cosa no va de sotanas sino de los ritmos de la naturaleza y el emparejamiento de los pájaros. Yo qué sé.
La cuestión es que somos hijos de nuestro tiempo (¡el momentum!) y nuestro Zeitgeist emocional dice que toca celebrar el amor, echar a patadas a Sofía Suescun en Gran Hermano DUO y ponerse guapos el día catorce de febrero; enchufar los churumbeles a la yaya de turno y empotrar a la parienta, al pariente o a quien se ponga chulo, pero empotrar. Rellenar el pavo; buscar a Nemo; Waka Waka, tú eres el imán y yo soy el metal; suave, suavesito. Joder, ya me entienden. Y comprar regalos cursis (no me quiero imaginar las colas en Tous, amigos), decirnos cosas bonitas y pasar por la caja de algún restaurante cuqui en el Cap i casal. Y ahí es donde entra vuestro hedonista de cabecera, tortolitos. Exactamente ahí.