No quiero envases ni platos recalentados porque esto nunca fue (solo) de alimentarse: iba de ser feliz
Imposible no ser absolutamente consciente del terrible escenario que vivimos con mi hermana en primera fila de la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) del Hospital General; a ver si un día la llevo a comer al Restaurante Milán, por cierto. Lo digo para que me perdonen el titular, tengan ustedes (queridos hosteleros) paciencia con este reo que ha apoyado, insistido y dado la brasa con el delivery desde antes de la pandemia: qué rabia la puntería de aquel artículo, un par de semanas antes de que sonaran las trompetas del Apocalipsis.
Qué felices vivíamos entonces, bien pegaditos a una barra, y quién nos iba a decir entonces que tan solo unos meses más tarde viviríamos entre el confinamiento, los cierres perimetrales y el miedo a un bicho sin cara, pendientes de una pandemia mundial que (además de lo obvio) está arrasando al sector hostelería; València no está sufriendo el desgaste de Madrid y Barcelona (donde ya han bajado la persiana varios grandes) pero el panorama no es lo que se dice alentador.
Desde esta sillita al sol que es la Guía Hedonista tuvimos claro desde el minuto cero que, en medio de esta tormenta, quienes formamos parte de esta casa dejaríamos la gorra de periodistas para ponernos el traje de compañeros —porque no es momento de juzgar a nadie: es momento de estar al lado de vosotros, que tanto nos habéis dado. Es lo que hemos hecho durante (¡ya!) cinco años, relatar bonito la religión del vivir bien, pese a quien y ya caigan chuzos de punta, y si toca apoyar el reparto de domicilio y los platos para llevar pues se hace. Punto pelota.
Por eso construimos el TOP Delivery y por eso somos clientes recalcitrantes de todas y cada una de las propuestas que olisqueamos: yo estos días ando loco con la Lasaña Mundial (un kilo de felicidad) de Begoña Rodrigo en Anarkia, los tacos de Quique Dacosta en QDelivery (dos cajas a la semana, mínimo), el bao de Valen en Kato o el pollo karaage de Edu Espejo en Honoõ. Y seguiremos contando cada paso que deis, pero una cosa no quita a la otra: y la verdad es que estoy hasta las narices de los tápers de cartón y las pegatinas, yo lo que quiero es ir a vuestros restaurantes, llenar la mesa de copas, un abrazo sincero sin mascarilla, olvidarnos de los putos QRs, tocar vuestras cartas, vivir la vida de antes.
No quiero envases ni platos recalentados porque esto nunca fue (solo) de alimentarse: iba de ser feliz. De conectar con el otro, de vivir una experiencia, de sentirte cuidado —el restaurante como parroquia de la única religión que muchos procesamos: el placer.
Volverá la gastronomía de siempre, y yo estaré allí.