Los sonidos de la fiesta han comenzado a sentirse en esta semana previa a la Magdalena y las Fallas. Castelló es un hervidero de preparativos, las carpas de dos entidades potentes y festivas rodean mi casa, el cercano y tradicional comercio de petardos está hiperactivo, las calles lindantes son, desde el pasado sábado, un estallido de pólvora permanente. Pancho ya ha decidido residir bajo la cama. Sólo asoma para comprobar si regresa el silencio. Mi perro odia las fiestas y sufre hasta el infinito con cada disparo de carcasas, masclets y tro de bac.
Ya estamos instalados en la carrera festera de 2023. En Castelló, la ciudad mira el cielo, deseando que esta Magdalena sea la mejor, tras la pandemia y las pésimas condiciones climatológicas del pasado año. No dejó de llover ni un día, suspendiéndose la mayoría de los actos más emblemáticos de la semana grande castellonense.
Mi querida vecina abandona la ciudad el próximo jueves. Ella no puede convivir con estas fiestas invasoras en nuestro barrio, incompatibles con su andador. Lo lleva fatal. Se traslada a Cuenca, a la casa de una prima suya. Igual no regresa hasta que pase la Semana Santa que allí es tremendamente espectacular y emotiva. Me cuenta, y me hace salivar, que su prima elabora el mejor ajoarriero de Cuenca, el mejor morteruelo, los mejores zarajos y las mejores gachas. Me dice que lo heredó de una abuela cocinera que regentaba una Posada de peones camineros en un pueblo de la Serranía conquense.
Le digo que se lleve a Pancho, me dice que se lo pensará. Ojalá. Ayer nos despedimos por un tiempo. Mientras escribía este artículo ya sabía qué íbamos a comer en su casa. Un potaje de garbanzos, espinacas, bacalao y huevo duro. No era viernes de cuaresma, pero los olores de su cocina que me llegan por uno de los patios interiores no dejaban lugar a ninguna duda. El segundo plato fue una fuente de pescadillas que se muerden la cola, rebozadas y fritas, con pimiento verde. Yo puse el postre, un enorme recipiente de torrijas madrileñas, adelantándonos a esa semana de pasión, muerte y resurrección.
En la mesa camilla fuimos cubriendo las piernas cuando el sol abandona en su giro diario. Habitamos casas antiguas y húmedas, mientras corra el aire caliente los espacios son amables, pero sin sol no hay bienestar. Hemos degustado el potaje y la pescadilla que se muerde la cola, hemos brindado con un vino valenciano que yo guardaba en la despensa y que resultó espléndido. Con las torrijas nos emocionamos. Forman parte de muchas geografías anímicas, la canela ha ido componiendo el relato de mi vida. Mi vecina anda cabreada con la actualidad. Ella maneja el mando de la televisión a golpe de dirección, igual se detiene en TVE que en Àpunt, en TeleCastelló, en la “tele del toro”, que en la sexta o la cinco… Le gusta ese dominio teledirigido de llegar a un canal y, si no le gusta, rechazarlo. Y me pregunta mil cosas.
Ella ha sido muchos años votante de la derecha castellonense, pero desde el pasado 2015 apoya a la alcaldesa Amparo Marco. Me explica que ha sido un proceso largo, porque el PP presionó en exceso a su difunto marido, un exceso de confianza que no nos gustó nada. Desde que es viuda ha descubierto diferentes realidades, diferentes formas de relacionarse con la ciudad. Y, además, lo más importante, siente que se ha reconciliado y recuperado gran parte de la memoria de su familia republicana, una familia que guardó silencio durante décadas, nunca pudieron desprenderse del miedo.
El caldo del potaje de garbanzos es meloso y estimulante, es la clave de una buena olla que cuece lentamente. Explico a mi vecina que la pescadilla que se muerde la cola era un clásico, un día a la semana, en las cenas de mi infancia. El nombre era tremendamente atractivo para mis hermanos y para mí, que se muerde la cola era el punto de partida de las aventuras que imaginaba con el protagonismo de una pescadilla que se perdía en las profundidades marinas. Pero, al final, es un ciclo cerrado, de autodestrucción, porque ya no puedes nadar libremente.
Si alguien se muerde la cola, está infringiendo todos los códigos de la dignidad política y personal. Es el círculo cerrado de las malas personas, aunque la pescadilla que se muerde la cola sea un plato exquisito.
Mi estimada vecina insiste en la suciedad de esta campaña electoral por parte del PP. Recuerda e insiste en que “en Castelló nos conocemos todos” y “todos sabemos el pasado de todos, las intenciones y las mentiras de todos”. Antes de viajar a Cuenca quiere que conozca las miserias políticas y personales de gente que se está dedicando a destruir a personas familiares y ajenas a la carrera política.
Tras las torrijas, regresamos al dedal de la absenta de Julián Segarra, de Xert. Un placer indescriptible. Me chiflan esas copas diminutas, talladas delicadamente, que conserva de la cristalería del ajuar de boda.
Seguimos analizando, criticando con vehemencia, desfogando nuestras frustraciones. Los casi noventa años de mi vecina son solemnes, decisivos, cuando explica que una empresa como Ferrovial no puede abandonar el país, que todo es una estrategia política.
Ella tiene una teoría y explicación frente a todo. Para mi vecina, la huída de esta empresa, las acusaciones y caza de brujas del PP y su ultraderecha, el acoso a las personas… es el resultado de algo muy simple, intuyen que no pueden ganar en las urnas.
Y, acaba diciéndome, que es muy grave, que la democracia no merece la suciedad de semejantes personajes, tampoco en Castelló, ni en València. Y, como otro domingo, nos despedimos con un fuerte abrazo y, con ese deseo que tanto repite: Cuídate mucho.