Gracias al curso de la actualidad, la vida universitaria ha dejado de ser exclusivamente noticia por su insostenibilidad histórica definida por la infrafinanciación, el exceso de burocracia y la endogamia, unos ejes sobre los que tanta literatura científica y mediática abunda y redunda. Estas semanas hemos asistido a un problema igual de insostenible como de solución improbable, el de la libertad de expresión del profesorado fuera de los muros universitarios, que inquieta bastante menos salvo cuando viene aparejada de consecuencias curriculares como las destituciones académicas, a veces sazonadas con política universitaria.
Estos son los casos de Amparo Mañés y Ferran Suay, que han sido relevados de sus respectivos cargos en la Universitat de València (al frente de la Unitat d’Igualtat y del Servei de Llengües i Política Lingüística, respectivamente) coincidiendo con el hecho de haber expresado su parecer en las redes sociales y foros públicos, como lo hacen millones de personas con y sin título universitario, sobre la arena de la igualdad pero con distintos enfoques: la primera se pronuncia contra el borrado de las mujeres a cuenta de la Ley Trans, y el segundo se muestra crítico con el lenguaje inclusivo y con el tratamiento de la violencia machista.
Las protestas contra las destituciones asumen que la controversia corresponde a la libertad de expresión del personal universitario, poniéndola al mismo nivel que la libertad académica, de modo que ven en ambos casos a víctimas de un sistema universitario público que no acaba de garantizar la diversidad de pensamiento. Por esa diversidad, la ciencia y el conocimiento, no lo olvidemos, suelen molestar fuera de los límites académicos. Y para garantizar esa diversidad nació la libertad académica, uno de los pocos derechos humanos restringidos a un ámbito específico, la educación superior.
La cuestión es si ese paraguas está obligado a cubrir a los académicos que deciden mojarse fuera del ámbito universitario, vertiendo contenidos falsos o de dudoso gusto, de su disciplina o de otras, muchas veces producto de pensamientos pasajeros que se vuelven permanentes y clicables en las redes sociales, las cuales ofrecen una relevancia inaudita a las declaraciones de los profesores, descontextualizando los mensajes. En paralelo, los grupos de interés y los medios de comunicación ven un caladero rentable donde avivar la indignación popular sustrayendo cualquier declaración polémica de la cuenta de un profesor universitario. Y esto genera, ciertamente, muchos desafíos.
Desde la empresa privada a menudo se han abordado este tipo de controversias por la vía rápida, cortando de raíz con el protagonista de la polémica. En el caso universitario, es deseable que los centros educativos, y en especial los públicos, escalen todas las posibilidades de la tolerancia con los profesores que defienden ideas controvertidas, aunque el ejercicio sea complicado. Los perjuicios para el conjunto de las instituciones a veces son reales, financiera y/o políticamente. Las islas académicas, reconozcámoslo, no están tan aisladas.
Defender el derecho de los miembros de la facultad a expresarse libremente en público tiene solera. En su Declaración de Principios sobre Libertad Académica y Tenencia Académica de 1915, la Asociación Americana de Profesores Universitarios (AAUP) definió la libertad académica con tres elementos: libertad de investigación, libertad de enseñanza y libertad de expresión y acción extramuros (esta tercera es la más amenazada desde sus inicios), instando al profesorado a ejercer la moderación correspondiente a su papel académico -en la línea de lo que ahora pide el nuevo director de The New York Times a sus redactores en cuanto al uso de Twitter-, aunque estuvieran fuera del ámbito universitario. Los profesores, como el resto de los mortales, a veces fallan, y les aburre ejercer la moderación adecuada cuando participan en el debate público, tendente a la negatividad y el individualismo.
La libertad académica consiste en la libertad de ejercer la profesión académica de acuerdo con los estándares de la profesión, lo que no impide que los profesores dispongan de mayor libertad para opinar, fuera de la universidad, en temas sobre los que saben poco. Y esto es así porque en esos contextos su figura de autoridad se aplana a la posición del resto de los ciudadanos como participantes en una sociedad democrática. Los ejemplos los puede encontrar entre un amplio grupo de influencers. Esta paradoja la ilustra muy bien Keith E. Whittington, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Princeton: un profesor de ingeniería que en su tiempo libre niega el Holocausto quedaría protegido de las repercusiones laborales, pero un historiador de la Europa del siglo XX que haga lo mismo debería esperar consecuencias adversas para su posición académica.
En este horizonte, el fuero interno de las universidades del siglo XXI se debate entre dos grandes corrientes. Una de ellas ve más probable que la libertad académica prospere si los profesores no tienen que preocuparse de las consecuencias de un comentario imprudente, es decir, hay cultivar un profesorado dispuesto a decir lo que piensa sobre cualquier tema y en cualquier foro como condición para el progreso intelectual. Otra tendencia observa que ofenderse es una experiencia común y que cada vez un número considerable de profesorado y estudiantado está a favor de restringir la libertad de expresión en los campus, como recoge este interesante estudio de 2020, cuyos resultados encontraron evidencia de las diferencias de posicionamiento sobre la base de la ideología política: Los estudiantes de izquierda son menos propensos a tolerar puntos de vista controvertidos y los estudiantes de derecha son más propensos a autocensurarse en temas políticamente sensibles como el género, la inmigración o las minorías sexuales y étnicas.
Si la polémica universitaria le escandaliza, no olvide que las controversias a cuenta de salirse del tiesto, tanto de personal propio fuera y dentro de la esfera académica como de conferenciantes visitantes, ocurren en las mejores familias: Princeton, Warwick, Cambridge, Berkeley… solo por anotar algunas y sobre temas tan diversos como el antisemitismo, los derechos raciales y sexuales, el esclavismo, el debate sobre el velo islámico o acusar de racista a Kant, cuando el pobre ya no se puede defender. Lo fácil es ponerse a criticar las soluciones (con o sin destitución o despido). Otra cosa, siempre más cara, es la creatividad para encontrar nuevas fórmulas.
Mientras aquí a algunos pocos les preocupa por qué el personal técnico de apoyo, gestión y administración no se contempla en la nueva Ley de la Ciencia, hace un año en Reino Unido se debatía el Proyecto de Ley de Educación Superior (Libertad de Expresión), y que este lunes vuelve por tercera vez al Parlamento, por el que las universidades deberían someterse al deber de garantizar la libertad de expresión para los miembros del personal, los estudiantes y los oradores visitantes. Esta propuesta, que busca garantizar, aparentemente, que las universidades no cancelen opiniones impopulares, empodera a un grupo tan amplio que el proyecto de ley es casi único en la legislación británica por su alcance: cualquier persona, sin requisito de legitimación, podría iniciar procedimientos civiles cuando crea que una universidad o asociación de estudiantes no ha protegido la libertad de expresión.
La política conservadora británica, que va a poner de moda entre las misiones académicas la de velar por el bienestar de las almas ofendiditas, brindaría así más burocracia y más gestión para buscar una nómina de buenos patrocinios para los saraos académicos. Un funcionario, con el cargo de ‘director para la libertad de expresión y la libertad académica’, decidiría si los cursos, las charlas y las políticas universitarias garantizan la libertad académica; y los programadores de eventos tendrán que recurrir a patrocinadores ricos que sufraguen las cuentas si pierden, ya que cada conferencia, cada seminario y cada discurso de invitados podría terminar en una acción judicial.
Por ahondar en la línea sajona, otro ejemplo de cómo las redes sociales desafían la nunca bien comprendida libertad de expresión académica está en la Universidad de Hamburgo, una de las primeras en adoptar el Código de Libertad Académica, que asume la protección de la libertad científica en su declaración de misión, haciendo un guiño a la libertad de expresión. “La diferencia hoy es que en las redes sociales no siempre se pueden encontrar del lado de la iluminación. La sensibilización sin contexto se está haciendo visible actualmente, en la que se enfatizan fuertemente ciertas identidades grupales. Aquí, la dimensión social a menudo se confunde con la dimensión fáctica, y esto conduce a conflictos más fuertes con la ciencia”, sostiene acertadamente el rector Dieter Lenzen, a un mes de jubilarse.
Mantener una comunidad universitaria en la que tantas personas como sea posible puedan expresarse libremente sobre lo que sea como quieran requiere, además de análisis avanzado y paciencia infinita, tacto, sofisticación política y capacidad de revisar los términos de cada acto individual y a las personas que protestan. Queda claro que la polémica trasciende la discusión sobre si la vida y la obra de las personas van juntas o separadas. Los mensajes de los académicos controvertidos fuera de la universidad pueden no contribuir tanto al progreso, contrariamente a lo que muchos de ellos abanderan, pero no proteger dichos discursos podría poner barreras irreversibles a los avances en el conocimiento humano, por lo que no todos los conflictos deben considerarse una amenaza para la libertad académica. La ciencia y el conocimiento interfieren en la sociedad democrática y debe soportar la crítica. Y la sociedad debe soportar a la ciencia y al conocimiento.