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¡NO ES EL MOMENTO! / OPINIÓN

Guerras justas, guerras injustas y guerras rusas

Foto: DIEGO HERRERA/EP
6/03/2022 - 

A la guerra se va normalmente por interés, pero siempre viene bien tener una narrativa justificativa que permita explicar a la población que todos los sacrificios que normalmente les va a conllevar no sólo valen la pena sino que sirven a intereses superiores incuestionables que todos podemos compartir y de los que enorgullecernos. Por mucho que las más de las veces la construcción de esa narrativa tenga no poco de hipocresía, también presenta alguna ventaja: tener que justificar que el empleo de medios militares responde a imperativos éticos tiende a reducir, al menos en parte, la tentación de resolver todo a cañonazos más o menos consustancial a tener más bombas que el vecino. Algo es algo. 

Con todo, y aunque no conviene alegrarse demasiado pronto ni perder de vista que, casi siempre, estos supuestamente elevados principios morales, en este dominio, tienden a ceder con facilidad frente a consideraciones de puro interés cuando la cosa de verdad se pone interesante, es necesario analizar cuándo entendemos indudablemente justas las guerras.

Así, suele pensarse, al menos en ciertos casos, que es no sólo justo, sino una necesidad moralmente imperiosa, acudir a la guerra en ayuda de quien es injustamente agredido sin que haya provocación previa que lo justifique. Sería el caso, según la narrativa imperante, de lo ocurrido entre Rusia y Ucrania en este inicio de 2022. 

Haciendo borrón y cuenta nueva respecto de lo que pueda haber ocurrido o no en los años previos o de otras consideraciones, este relato nos pinta un cuadro que tiene la ventaja de ser sencillo y fácil de entender: la injustificable agresión de un país con una fuerza militar más poderosa a un vecino mucho más débil, como la que estamos viendo, es un ejemplo de libro de lo que no queremos que pase y luchar contra ello sería un supuesto paradigmático de guerra justa. El corolario inevitable, eso sí, sería que, en este caso, nuestra obligación es no sólo criticar al agresor sino ayudar a Ucrania, por lo que, además, cualquier acción contra Rusia estaría justificada y constituiría una obligación del resto de países europeos, al menos, dentro de sus posibilidades y capacidades. Lo que incluye desde enviar armas a Ucrania a cualquier tipo de sanción contra Rusia, incluyendo, llegado el caso, el envío de tropas y la participación directa en la guerra contra el invasor.

Un soldado del ejército ucraniano comprueba la documentación de un civil que huye de Irpin. Foto: DIEGO HERRERA/EP

Hasta aquí, todo resulta sencillo de entender y sería poco o nada cuestionable. El problema es que en el plano de la justicia del esfuerzo y el compromiso bélico, nuestra narrativa no es tan impecable sino que, al revés, presenta no pocas inconsistencias en cuanto a su coherencia ética interna y estructural. 

En primer lugar, claro, si nos ponemos a analizar y comparar raseros. Son muchas las agresiones de países a vecinos menos poderosos que han pasado sin pena ni gloria condenatoria ante nuestros ojos, e incluso que se están produciendo en estos momentos en el mundo, respecto de las que no defendemos que se haya de generar ninguna reacción punitiva por nuestra parte. Las más de las veces, de hecho, ni siquiera mueven a una condenita verbal de nada. Y eso por no hablar de los casos, no marginales, en que lejos de aplicar sanciones a los países agresores seguimos manteniendo fluidas y prioritarias relaciones comerciales y de todo tipo con estas naciones. 

En estos mismos momentos, por ejemplo, Arabia Saudí y países como los Emiratos Árabes están dedicados a bombardear Yemen y a su población civil sin que nadie por aquí haya enarcado una ceja. Porque nuestros amigos en ese conflicto son los que son. Y eso por no mencionar los casos en los que directamente hemos sido nosotros los que hemos colaborado activamente en guerras de agresión contra otros países (España no hace mucho participó de una alianza militar con la intención explícita de derrocar al régimen libio, al igual que Rusia pretende un cambio de régimen en Ucrania, por mencionar sólo el último ejemplo), que más allá de sus habitualmente desastrosas consecuencias cuadrarían bastante mal con la narrativa de justificación anterior. 

Porque la justicia y las obligaciones morales derivadas de tener que ayudar a los países agredidos por sus vecinos para derrocar gobiernos, al parecer, tienen sus límites discursivos pero, sobre todo, prácticos. El más evidente de los cuales es que no es lo mismo que seamos nosotros, nuestros socios o nuestros rivales geopolíticos quienes hayan empezado a disparar misiles.

El pueblo yemení inspecciona los escombros de una prisión después de ser destruida. Foto: HANI AL-ANSI / DPA

Obviamente, las situaciones en Yemen, Libia y Ucrania son muy distintas. O las de Siria, Irak o Kosovo, todas ellas también de no hace tantos años. Así que a efectos de la justificación de la guerra para cada uno de esos casos se pueden siempre añadir matices y capas de complejidad. La mayor parte de los cuales seguro que tienen todo el sentido. Porque la realidad es compleja y poliédrica y admite pocas simplificaciones groseras en términos de justicia o moralidad de las guerras. 

No obstante, por ciertos que puedan ser muchos de esos matices, es dudoso que permitan borrar y obviar las hipocresías más flagrantes. Ni todas las capas y matices que busquemos nos pueden amparar a efectos de defender la justicia de una intervención aquí y ahora cuando en otras muchas situaciones donde se daba la premisa en que se basa nuestra visión de la justicia de toda intervención en defensa del débil agredido militarmente no se ha actuado igual.

En ocasiones estas razones adicionales que cambiarían la respuesta y nos harían estar más obligados éticamente a actuar sí se mencionan y aparecen, aunque menos resaltadas, en los discursos sobre cuál haya de ser nuestra respuesta. Por ejemplo, se dice que no siempre es obligado actuar en defensa de otros pueblos, pero sí cuando una agresión concreta, como la de Rusia a Ucrania, conlleva además una amenaza indirecta también para nosotros, ya sea por cercanía geográfica, por establecer incentivos peligrosos si triunfa, por consideraciones estratégicas o porque en este caso el país atacado sea un socio en distintos planos. 

Todas estas razones pueden, sin duda, ayudar a justificar una intervención o la ayuda a un país (Ucrania, en este caso) cuando en otros muchos no lo hemos hecho (o no sólo es que no hayamos movido un dedo, sino que hemos colaborado incluso en algunos de ellos con el agresor). Pero comparten un elemento que en el fondo nos empieza a alejar de la estricta evaluación de una guerra o una intervención como justa en un plano que aspire a la objetivación moral: ya no se basan exclusivamente en consideraciones estrictamente éticas sino que introducen un elemento de interés propio que, siendo importante e inevitable que sea atendido, reconozcámoslo, nos fastidia un poco la narrativa esa que pretendería que sólo actuamos por altos principios desinteresados. 

Varias personas esperan en un andén de Ucrania, a 4 de marzo. Foto: ALEJANDRO MARTÍNEZ VÉLEZ/EP

Ya no estaríamos yendo a la guerra, con el grado de implicación que se quiera, por razones morales sino porque, de una manera u otra, también tenemos intereses directos propios implicados. Lo cual es bastante razonable, pero tiende a ser poco resaltado y oscurecido convenientemente por quienes no tratan de explicar la realidad de las cosas a la población sino vender propaganda bastante cutre acompañada de mercancía ideológica altamente averiada. 

Por esta razón el análisis en este plano está ausente de la mayor parte de las discusiones que estamos teniendo estos días en España, donde medios de comunicación y opinión publicada suelen estar más al servicio de convencer a la ciudadanía de la bondad de las políticas de estado que a explicarlas y discutirlas con un mínimo de respeto hacia los receptores de los mensajes.

Adicionalmente, decidido que una guerra, una intervención, o la adopción de medidas de apoyo en favor de un contendiente, además de justas, son suficientemente importantes porque van en nuestro interés, se ha de tener claro qué es lo que es factible aspirar a hacer y lo que, en cambio, está fuera de nuestro alcance. Fuera de nuestro alcance porque no disponemos de los medios (económicos, militares, diplomáticos…) para intervenir de forma efectiva en esa dirección o con pretensión de lograr tal o cual fin… o fuera de nuestro alcance efectivo porque, aun disponiendo de lo requerido o de parte de esos medios tampoco es que estemos dispuestos a emplearlos en su totalidad o a arriesgarnos a meternos en un lío mayor mientras, más allá de la justicia o injusticia de la situación, el riesgo para nosotros de no intervenir o de intervenir sólo un poquito sea inferior al que podría derivarse de una mayor implicación. 

Mucho de esto estamos viendo en relación con la guerra entre Rusia y Ucrania: a pesar del firme y decidido apoyo a un bando, que se explica en términos morales de justicia y con la consecuencia de derivar de ello un indubitado imperativo ético en el respaldo al país agredido, ese juicio moral se enfrenta a consideraciones de conveniencia y oportunidad cuando se trata de traducir tan entusiasta apoyo retórico en términos de efectiva ayuda militar. Porque una posible escalada bélica que pueda salpicarnos, al parecer, atenúa ese severo juicio de condena de la agresión rusa respecto del que aparentemente estábamos todos tan de acuerdo. Cosas que pasan con la ética y los principios. 

Personas a su llegada de Ucrania en la estación de tren de Przemysl. Foto: ALEJANDRO MARTÍNEZ VÉLEZ/EP

Y es que, de nuevo, la pretendida valoración desde un plano moral que se nos vende con trazo grueso, a poco que uno la analice mínimamente, hace aguas por los cuatro costados en cuanto nos ponemos a mirar las actuaciones concretas que se debieran derivar de ella a juicio de quienes más sonoramente la proclaman.

Asumida pues la triste realidad de que la Unión Europea o la OTAN no son muy distintas en esto de Rusia o cualquier otro país, en la medida en que a la postre las cuestiones morales ceden sin problemas ante las de oportunidad y conveniencia cuando de trata de esto de ir a la guerra, ya sea invadiendo países, ya apoyando a quienes lo hacen, ya defendiendo aliados o ya sancionando severamente a quienes atacan o ponen en riesgo nuestra seguridad, quizás sería más productivo comenzar a plantearnos en estos términos el actual conflicto y, muy especialmente, nuestra relación con el mismo. 

En concreto, y visto que lo de ayudar al agredido verbalmente y en redes sociales sirve de poco o nada, es importante que nos planteemos cuáles son los objetivos que la Unión Europea en su conjunto, o España en particular, debería perseguir en última instancia. ¿Cómo querríamos idealmente que acabara el conflicto? ¿Qué aspiramos de verdad a conseguir y creemos que está en nuestra mano ayudar a lograr? Porque, obviamente, no es lo mismo querer defender la seguridad de la Unión Europea o de los países de la OTAN frente a supuestas posibles agresiones militares futuras, y estar dispuesto a luchar por ella, que querer establecer un marco de seguridad global para el resto de Europa (¿o del mundo?) en que nadie agreda militarmente a otros países y combatir decididamente cualquier actuación de esa índole, como parece ser el discurso dominante (en cuyo caso deberíamos estar ya enviando tropas a Ucrania y no se entiende a qué estamos esperando), sorprendentemente capaz de amalgamar ese maximalismo en el plano moral con una total inacción práctica a la hora de defender principios proclamados con tanta vehemencia como esenciales. 

Foto: NATO / dpa

Y tampoco es lo mismo que lo que nos interese estratégicamente y definamos como objetivo real de la política europea sea la pacificación de la frontera este de la UE que ampliarla, o que nos importe más la estabilidad geopolítica y la ausencia de conflictos armados antes que la democracia y el respeto a la voluntad popular. 

Aparecen también muchas más diferencias dependiendo de si tenemos una estrategia global que busque a la postre debilitar a Rusia militarmente, cercarla en lo posible y empantanarla en guerras duraderas, especialmente si son luchadas por otros pueblos (a los que enviaremos muchos memes de ánimo en redes sociales e incluso armamento caducado, eso sí, mientras ellos ponen los muertos) o si, por el contrario, la aspiración es lograr una cierta coexistencia y buena vecindad con Rusia que tenga en cuenta también sus necesidades y tranquilidad.

Todas estas finalidades alternativas son perfectamente posibles, uno diría que incluso legítimas, pero sobre todo son absolutamente habituales en el mundo en que vivimos. Forman parte de la normalidad de las relaciones entre países, pueblos, sociedades y sus intereses que, llevadas a sus extremos más horribles, pueden acabar tanto en la guerra como, a la postre, en su justificación práctica real (eso sí, muchas veces muy adornadita de consideraciones morales). 

Y, en el fondo, de eso estamos hablando cuando discutimos sobre la necesidad y conveniencia de una respuesta frente a la agresión rusa a Ucrania. Sin embargo, están llamativamente ausentes del debate público que tenemos, dominado por unas directrices impuestas por el establishment europeo que, con la única bandera de la justicia de la defensa de Ucrania frente a una agresión claramente contraria a toda lógica y respeto a los derechos de los pueblos, aúna beligerancia retórica con una muy incoherente, por pacata, traslación práctica. Quizás porque se trata de propaganda cortoplacista para marear la perdiz y evitar un debate serio y de fondo que debería empezar por definir con claridad cuáles son nuestros objetivos. La cuestión es si ello se produce porque esos objetivos directamente no existen, y así van las cosas, o porque son tan poco edificantes si vistos a la luz que no se pueden declarar en público con un mínimo de sinceridad. 

Refugiados ucranianos en Polonia EUROPA PRESS/ KAY NIETFELD (DPA)

Ambas alternativas resultan inquietantes y hablan bastante mal de nosotros como sociedad. Por mucho que se nos presenten envueltas de banderas que nos hagan vernos a nosotros mismos como campeones de la moralidad y aunque seamos los indudables campeones del mundo en posicionarnos por tierra, mar y meme a favor siempre del bien e indubitadamente contra el mal. Especialmente, claro, si es un mal ruso.

A la postre, justas o injustas, rusas o ucranianas, las guerras y las agresiones requieren tarde o temprano de que nos reconozcamos a nosotros mismos cuáles son nuestros objetivos, dónde están nuestros verdaderos intereses, pero también cuáles son las pautas morales que consideramos en todo caso indisponibles… y actuar por una vez de forma coherente con ellos. De momento, esta reflexión brilla por su ausencia tanto en España como en la Unión Europea. 

Y si bien durante semanas y con el atronador apoyo de toda la artillería, mediática en nuestro caso, quizás se pueda seguir con el discurso vacío que hasta ahora estamos teniendo, tarde o temprano esta narrativa se vendrá abajo si de verdad acabamos implicando a la artillería de verdad. Porque con las cosas de comer no se juega, y con las de la guerra menos, ni se puede aspirar a que nadie cuestione que se nos meta en líos con costes para todos sin una explicación y debate mínimamente sinceros y razonables.

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