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el callejero

Juan, el hombre de hierro

Foto: EDUARDO MANZANA
6/02/2022 - 

VALÈNCIA. Al principio de la calle Bany dels Pavesos, en el casco histórico, hay un portal que desentona. Allí dentro, en una de esas calles con curva del casco histórico, uno pasea bajo la luz mortecina de la farolas y es fácil acabar fantaseando con estar en tiempos pasados. Sobre el portal hay un cartel de esos que te encuentras en los pueblos antiguos: Cerrajería, pone en letras metálicas. Y tras la puerta de cristal, después de salvar un escalón de piedra desgastada, entras a un taller que casi parece una cueva por esas paredes de piedra impregnadas de hollín y de historia. Desde fuera se escucha mucho bullicio. Golpes de martillo, el graznido molesto de una radial y hasta el chisporroteo que produce un soldador. 

Dentro trabajan tres hombres. Luego llega Juan Andrés, el dueño, con su nieto, que entra corriendo porque se hace caca. El abuelo, que tiene cara de hombre paciente, ya ha cumplido 62 años y está a punto de jubilarse. Dice que, después de cuarenta años trabajando con el hierro, ya tiene ganas. Ha llegado el turno de David, su hijo, que está por ahí saltando chispas. Aunque no quiere irse de golpe sino poco a poco. Él es la tercera generación; su hijo, la cuarta. Y quién sabe si el niño, que ha desaparecido, será la quinta. 

Faustino Andrés fundó la herrería a principios de la Guerra Civil, allá por el 36 o el 37, y la mantuvo hasta que la cedió a sus dos hijos. Uno de ellos, otro Faustino, era el padre de Juan Andrés, que aún conserva, como si fuera un incunable, la cédula de apertura. "La soplas y se rompe, de lo vieja que es. Ya casi tiene noventa años, pero me gusta conservarla. Mi abuelo tenía mucha faena porque entonces se pedían muchos trabajos artesanales. Entre mi abuelo y tres o cuatro cerrajeros de València hicieron las rejas que están alrededor del Mercado Central, las que dan al aparcamiento, para poder llegar a tiempo a la inauguración", destaca. 

Durante nueve décadas, la familia ha hecho de todo. Desde las letras de muchas rotondas de pueblos como Náquera a cruces artesanales. Una vez, hace mucho tiempo, les encargaron de Chicago unas farolas. Antes de enviarlas allá, aprovecharon y las colgaron para adornar la falla de la calle Corregeria, y gustaron tanto que acabaron llevándose el premio a la mejor iluminación. Juan intenta acordarse de otros encargos llamativos, pero le cuesta, así que su hijo, que parecía que no seguía la conversación, le apunta por detrás: "¡Y las rejas para la casa de la hija de Juan Roig!". 

El abuelo de Juan, Andrés, que no Roig, abrió la herrería cuando el barrio estaba atiborrado de oficios artesanales. Allí, en Bany dels Pavesos y los alrededores, había un platero, otro que hacía cucharas, un platanero, uno que arreglaba paraguas... "Eso ya no existe. También había muchas casas de maletas por estar al lado de la calle Corregeria. Pero en esta calle ya no hay nada. Queda una chica que hace marcos. Y bares. Cada vez que alguien cierra, abre un bar. Da pena, la verdad".

El abuelo y la cara negra

Le pregunto si él es herrero. Se queda unos segundos pensativo y después contesta que él es 'manyà', en valencià, pero que sí, que se puede decir que es herrero. Llama la atención que aún sobrevivan en el barrio a martillazo limpio en la era de los ZAS y los impacientes. Dentro aún resiste un yunque amarrado a un viejo tronco. Aún lo usan para dar martillazos sobre hierros incandescentes. Ya hace veinte años que abandonaron la fragua. En la otra punta, al fondo, aún se ve la huella del agujero donde desembocaba la escalera de caracol por la que subían a casa. Cada día bajaban y subían esos quince escalones, que no se le ha olvidado a Juan. 

Ya hace tiempo que dejaron la fragua. Y más aún los años que el abuelo regresaba a casa con la cara negra y se echaba un buen rato expulsando polvo por la nariz. Eran los tiempos en los que se alimentaba el fuego con carbón y se avivaba con un fuelle. 

Junto a un pilar, sentada, canturrea María José, su esposa, que escucha la entrevista en silencio mientras se balancea en una mecedora diminuta. La mujer cuenta que llevan casados 42 años y que ella pintaba. Antes de sentarse ha estado diciéndole a Juanjo, un joven que ha ido allí a pintar una puerta, que aquello estaba mal rematado, que tenía que acabarlo mejor. 

La luz azul del soplete se proyecta sobre las paredes de ladrillo visto. Es imposible saber de qué color fue en su día. Saltan también chispas amarillas y naranjas. Aquello parece la cordà de Paterna. De repente, una chispa cruza el taller y rebota sobre la espalda de Juan, que ni se inmuta. "Yo ya estoy acostumbrado. Quemazos he tenido muchos, pero nunca para dejar de trabajar. Mi único accidente grave fue una vez que estaba agujerando el techo y me caí de la escalera. Ese día me rompí el radio y estuve seis meses sin poder trabajar". 

Cuenta eso y entonces gira las manos y nos las muestra por dentro para explicar que una vez se hizo un corte y no pudieron coserle la herida porque tiene la piel muy curtida después de tantos años como herrero. "No te enfades nunca conmigo", tercia Juanjo, el chaval que está pintando, para hacer una broma. 

En la puerta hay un cartel que pone "No fumar y llevar mascarilla gracias y ponerse gel" garabateado con la letra de un niño. Juan Andrés también iba por allí de chico. Y durante unos años vivían en el piso de arriba. Entraban y salían por una escalera de caracol. Y Juan, que nació en la plaza del Negrito antes de mudarse allí, no ha olvidado que su despertador, cada mañana, eran los martillazos del abuelo. Entonces se vestía y bajaba los quince escalones que le separaban del taller. El abuelo empezaba a las seis y acababa a las diez de la noche. "Eran otros tiempos", apunta Juan para dar a entender que él no ha sido tan esclavo.

Un timbre con alarma

En los tiempos del abuelo abundaba la faena. Todo era artesanal y a un herrero no le faltaba trabajo. Con el hijo todo empezó a cambiar y por eso trató de disuadir a Juan. Pero el nieto del fundador se fue a hacer la mili a Manises, a la Aviación, y al acabar se metió en la herrería. Primero lo tenían de aprendiz. Que si barre el suelo, que si vete a hacer un recado, que si lija la puerta... "Pero me fui metiendo y aprendí. Lo más importante en este oficio es ser paciente, no tener prisa. Porque antes se gastaba mucho la lima y te tirabas diez horas pasando la lima". 

Y para demostrarlo coge de la vieja mesa de madera una pieza de metal, parecida a una gárgola, del tamaño de un dedo. Es una virguería. No le falta detalle. Juan dice que debe tener 80 años y que la guarda de recuerdo porque la hizo su abuelo. Después saca una curiosa cerradura que cuando gira la llave suena un timbre. Una alarma de la posguerra. "De estas ya no se ven", advierte.

Hay poca luz y de vez en cuando sorprende una ráfaga procedente de la mesa de trabajo sobre la que David y Fernando, el otro trabajador, están haciendo sus cosas. El techo está hecho de bóvedas y vigas de maderas, como tantas y tantas casas antiguas de València. Da sensación de angosto y cuesta imaginarse que hace años, antes de la reforma que hicieron, el suelo estaba veinte centímetros más alto. 

"Yo tocaba el techo con la mano. Esto es muy antiguo y, si te fijas en aquella pared -dice mientras señala hacia el fondo-, ves que hay un pequeño arco que debió ser de una muralla o algo ", informa Juan. Ahora, en invierno, hace frío allí dentro, pero la piedra les aísla del calor en verano. "Mi padre tenía un botijo ahí colgado y el agua siempre estaba congelada".  

Su hijo empezó igual que él. De 'pringao'. Tenía trece años, y por las mañanas iba al instituto y por las tardes acudía allí a echar una mano. Lleva más colgantes de oro que un cantaor. De una cadena pende el escudo del Valencia CF. Los dos, padre e hijo, son aficionados. "Yo sigo las noticias en Plaza Deportiva", suelta para agasajarnos. Ya lleva 26 años y piensa igual que su padre, que lo bonito de su oficio es que cada día hacen una cosa diferente.

De ahí no se mueve. Como su padre, su abuelo y su bisabuelo. Casi noventa años y nadie ha podido con ellos. Conocen bien el oficio y tienen un nombre. Muchos anticuarios acuden a ellos para que les hagan una llave para una cerradura antigua. Ellos han hecho las copias de las llaves de la Catedral y de todas las iglesia de por allí. 

David vuelve a intervenir para recordar que una vez les dijeron que en toda España solo quedan ellos y otros de Galicia que siguen haciendo llaves antiguas. "Nadie más", corrobora Juan, quien añade que eso sí se pule con lima. Conocer el oficio también es saber cómo no hacerse daño. Que no puedes mirar la soldadura más de diez segundos. "Un amigo se puso a mirar una vez, no me acordé de decírselo, y al día siguiente se tuvo que ir a urgencias porque no veía bien. Se te queda como arenilla en los ojos". 

Foto: EDUARDO MANZANA

Estos herreros del siglo XXI no solo se encargan de llaves antiguas y objetos de virtuoso. También van a lo pequeño y una mujer ha acudido esta tarde a que le arreglen el carro de la compra. Entra cojo y sale rodado. "A ver quién te hace eso en València", aclara Juan, que no se ha quitado la gorra, sin darse tampoco demasiada importancia. Como si ser uno de los últimos herreros no tuviera más mérito que dedicarse a un viejo oficio.

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