“El día que leí que el alcohol era malo para la salud, dejé de leer”. Eso dijo Jim Morrison poco antes de ingresar en ese selecto club de los 27. Boutades aparte, resulta innegable que literatura y alcohol están íntimamente relacionados.
No solo porque en cualquier reunión alrededor de una mesa, es el alcohol el que pone la literatura a la velada, porque el vino, que Dumas definió como la parte espiritual del alimento, desenreda lenguas y enlaza palabras, construye nuestros relatos. También porque de alguna manera, escribir es destilar el lenguaje hasta obtener un licor lo suficientemente fuerte como para que embriague, es decir, para que despierte la conciencia o la adormezca, a gusto del consumidor. Pero sobre todo porque son muchos los escritores que han mantenido una intensa relación con el alcohol.
Claro que se puede ser abstemio y ser un genio, se puede beber con moderación y ser un genio, se puede beber hasta reventar y ser un genio. Y todo lo contrario también. Si la inteligencia consiste en saber relacionar las cosas a nuestro alrededor, hay una inteligencia superior que consiste en abstenerse de relacionarlas cuando no tienen relación. Pero aún sin caer en las garras del malditismo, no podemos negar que han sido muchos los literatos aficionados a la bebida, ya fuera al whisky barato o al cóctel con glamour.
Algunos como Bukowski hicieron ostentación de su dipsomanía de principio a fin. Él mismo desentrañaba el problema básico con la bebida: “si ocurre algo malo, bebes para olvidarlo, si ocurre algo bueno, bebes para celebrarlo, si no ocurre nada, bebes para que pase algo”. “Creo que necesito un trago” -decía-. “Casi todos lo necesitan, solo que no lo saben”-añadía. Bebió sin descanso, de forma compulsiva, con especial predilección por los chupitos de whisky acompañados de cerveza.Otros, como Mark Twain, se excusaban con ingenio: el alcohol es malo pero el agua es mucho peor: ¡te mata si no la bebes!
Charles Baudelaire, pionero en experimentar con sustancias para esto de la creación, mucho antes de que los hippies descubrieran el LSD, se declaró fan total de la absenta, ese licor que “permite satisfacer las ansias de infinitud”.
La bebida preferida del William Faulkner, que sostenía que la civilización comienza con la destilación, fue el mintjulep, un cóctel originario de su tierra, Mississipi, que se prepara con whisky, una cucharadita de azúcar, hielo y menta machacada, servido en un vaso de metal. Refrescante y poderoso como su prosa.
La ginebra -no creas que es una moda reciente- ya era sinónimo de glamour en los felices años 20, aunque no llegaba al delirio de crear microclimas con flora autóctona dentro del gin tonic. El gran Scott Fitzgerald, que se presentaba a sí mismo como ese renombrado alcohólico, fue un gran aficionado a ella. El autor de El gran Gatsby definía así el proceso de beber: "Primero tomas un trago, luego el trago toma otro trago, y finalmente el trago te toma a ti". Su trago preferido fue el gin rickey. Ginebra, zumo de lima y soda en un vaso highball con hielo picado y decorado con una rodaja de lima. Como decía a través de uno de sus personajes, "se bebe por el deseo de mantener la vieja ilusión de que la verdad y la belleza están de alguna manera unidas".
También las escritoras bebieron lo suyo. Marguerite Durasse quejaba de que una mujer alcohólica fuera un escándalo en la época. “Cuando una mujer bebe, es como si un animal o un niño estuviera bebiendo, resulta escandaloso. Como si fuera un insulto a lo divino de nuestra naturaleza”. Su cóctel preferido: el Negroni, a base de Campari, ginebra, vermut y mucho hielo, todo bien agitado y adornado con una cáscara de limón.
El cóctel preferido de Dorothy Parker fue el Whisky Sour, con bourbon, zumo de limón, azúcar y clara de huevo. Agitado y servido con hielo y una rodaja de naranja. Dorothy decía: “Me gustaría saber beber como una dama. Puedo tomar una o dos copas a lo sumo, con tres ya me tienes debajo de la mesa y, con cuatro debajo del anfitrión”. Solía llevar con ella a su perro Robinson de borrachera. El animal aguantaba, fiel, las largas noches en los bares de Nueva York, y cuando volvían a su apartamento, Dorothy compartía un somnífero con él y dormían hasta más allá del mediodía.
John Cheeverpor su parte confesaba sentir predilección por el cóctel Manhattan por motivos sentimentales, su madre se tomó dos de esos la noche en que lo concibieron. Según Cheever, si no llega a ser por esos dos cócteles, él no habría nacido nunca ya que el deseo entre sus padres hacía mucho que estaba muerto.
A Dostoievski le gustaba el vodka para desayunar, el llamado vodka de pan, hecho a base de levadura de trigo. Lo acompañaba con pan negro, convencido de que esa era la forma más sana de tomar vodka.
Gabriel García Márquez tenía un combinado cuya receta se empeñó en mantener en secreto. Sólo se sabe que incluía ron y que le gustaba porque le recordaba al olor de la guayaba podrida.
Sorprendentemente, la bebida preferida del gran poeta Jaime Gil de Biedma era el sol y sombra, esa mezcla de brandy y anís, tan común entre esa especie autóctona que es el macho de bar español.
Algunos reventaron por el hígado, como Hemingway, otros lograron salir del infierno de la bebida, como Carver para morir poco después, otros cogieron la directa como Dylan Tomas, muerto tras ingerir 18 whiskies seguidos. Bukowski,contra todo pronóstico, murió de leucemia a los 74 años.
No les vamos a recomendar que beban con moderación si lo que pretenden es arder rápido en el infierno en lugar de apagarse lentamente, sólo que al menos lo hagan con estilo. Que elijan su bebida, que la saboreen, que construyan su propio relato. Que como le pedía Borges al vino, les enseñe el arte de ver su propia historia, como si fuera ya ceniza en la memoria.