toxicómanos de valència pasan el confinamiento en un centro al que no llegan las drogas

Un oasis en el infierno de la droga

30/04/2020 - 

VALÈNCIA. Unos enormes ojos verdes se llenan de lágrimas mientras se escucha una frase: "Preferí la droga a mi hija". Su nombre es Mia, mide 1,60, tiene el pelo corto y viste una sudadera gris y unos vaqueros. Es guapa, muy guapa, de apariencia frágil. Su historia no tiene un final escrito, pero como el de muchos toxicómanos no tiene demasiadas posibilidades de escribirse en letras doradas.

Sin embargo, la pandemia que mantiene la economía paralizada y a los españoles confinados, sí puede ser un punto de inflexión en la vida de Mia y sus compañeros. Son toxicómanos en activo, y muchas de sus historias podrían ser las de cualquier español medio porque ninguno nació drogándose.

Ella, junto a otras 14 personas sin hogar y adictas están pasando el confinamiento en el Centro de Internamiento de Baja Exigencia (CIBE) de València, dependiente de la Conselleria de Sanidad, que ahora abre 24 horas al día para que se puedan confinar dentro, sin pisar la calle, sin drogarse.

Tienen días buenos y días malos, pero llevan casi un mes limpios gracias a los trabajadores, los médicos y el apoyo sicológico. Empiezan a ser conscientes de su realidad diaria, tan conscientes como se puede ser cuando las drogas y el alcohol no te inhiben de la realidad. Tras hablar con ellos, todos quieren salir de ese mundo que les ha abocado a vivir en la calle, perder sus relaciones familiares, contraer enfermedades y, en algún caso, pasar por prisión. El coronavirus ha abierto una pequeña ventana a la esperanza de estas personas.

A las más de tres semanas limpios que llevan ahora, habrá que sumar el tiempo que todavía quede de confinamiento. Así, cuando la pandemia termine, todos con los que hemos hablado quieren virar el rumbo de sus vidas. El problema es que acceder a proyectos de desintoxicación es complicado. La lista de espera supera los cuatro meses como explican en Proyecto Hombre. Si la administración responde habrá esperanza, si no lo hace, las vidas de Mia y sus compañeros podrían volver a la senda de la autodestrucción. Habrá que esperar para saber el final de sus historias.

Mia

Mia tiene 31 años y una hija de nueve, Sara, con la que no vive desde hace tres años cuando la Generalitat le retiró la custodia. La pequeña ahora vive con una familia de acogida. Mia la puede ver una vez al mes en un entorno controlado y hablar con ella por teléfono de vez en cuando. No es la primera vez que le retiran a la niña.

Sara nació sietemesina, "pesaba un kilo novecientos, cabía en una mano. Tras el parto me sometí a una desintoxicación y me la devolvieron. Pero cuando tenía seis años recaí. He llegado a dejar a mi hija sola sentada en la calle para aparcar coches y sacar dinero para las drogas", nos cuenta con la voz cortada y lágrimas pidiendo salir a gritos de sus ojos. "He dejado de ir a ver a mi hija por las drogas. Preferí la droga a mi hija. Pero quiero salir de esto y volver con Sara", nos asegura mientras apura nerviosa un cigarrillo.

Todo está tasado y controlado en la relación que mantiene con su hija. Habitualmente, Mia vive en la calle o en alguna casa okupa. Trabaja de ‘machaca’, es decir, haciendo trabajos nada legales para los narcos que, a cambio de su colaboración, le dan la cocaína que se fuma. También aparca coches para sacarse unas perras. Su vida, hasta ahora, giraba en torno a la próxima dosis.

Pero su vida no siempre fue así. Vivía en Italia con su madre y su hermano. Un hermano que ahora espera en Soto Del Real una condena por homicidio y narcotráfico de 14 años. Él fue quien le dio su primera raya de coca. "Mi hermano no creía que me fuera a enganchar", dice. Cuando su padre falleció, Mia vino a España con su familia que abrió una pizzería. Durante un tiempo todo fue bien. Pero llegó el día que la policía detuvo a su hermano y todo se fue al garete. Ahí supo que su hermano utilizaba el negocio para blanquear el dinero de la droga.

Su madre traspasó la pizzería y volvió a Italia. Ella, sola, sin dinero y con una hija se volvió a enganchar. Le preguntamos por qué no se vuelve con su madre. La contestación parte el alma: "Nunca ha querido saber nada de mi hija".

De hecho, Mía no supo que estaba embarazada hasta que estaba de cinco meses. Las drogas le impedían cuidar hasta de sí misma. Su madre, le siempre le ha echado en cara que sí sabía lo del embarazo pero no quería abortar. "Eso no es verdad. Yo no lo sabía", asegura la joven. Cuando le devolvieron a Sara, su madre nunca ejerció como abuela.

Mia tiene falta de autoestima y es totalmente vulnerable, pero ahora tiene claras dos cosas. La primera, que quiere salir del pozo. La segunda, que sin ayuda profesional no lo va a poder conseguir. Por eso, mientras habla con nosotros encadena un cigarro detrás de otro. La ansiedad tiene nombre y se llama Mia. "Necesito entrar en un programa de desintoxicación o no conseguiré dejar nunca la droga", afirma entre calada y calada.

Mª Inmaculada

Junto a Mia se encuentra Mª Inmaculada. Esta mujer es el claro ejemplo de que todo el mundo puede acabar cayendo en el infierno de las drogas. Hija de un policía, ella no tuvo una infancia difícil, de hecho se sacó la carrera de piano, aprobó unas oposiciones para dar clase en el conservatorio, se casó y tuvo dos hijos. Hace cinco años se separó de su marido y comenzó con ansiedad. Tras varias pruebas le diagnosticaron Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad (TDH). El médico le recetó anfetaminas. Ella asegura: "El médico fue negligente y me sobremedicó", lo que le provocó una dependencia y su particular descenso a los infiernos.

Sus padres comenzaron a desconfiar de ella, su exmarido se quedó con los niños y, finalmente, acabó en la calle. Hace tres años que no ve a sus hijos, que ahora tienen 11 y 13 años. Cuando empezó el confinamiento acudió al CIBE, pero se marchó a los dos o tres días. Finalmente volvió y, ahora, está medicada y atendida por un psiquiatra.

Como Mia, Mª Inmaculada quiere encauzar su vida, no quiere volver a vivir en la calle. "Llevo un año en la calle. Allí, o te buscas la vida o te matan", nos dice mientras asevera: "Quiero encontrar trabajo y poder pagar la pensión a mis hijos. Ojalá me pudiera quedar en el CIBE toda la vida". Desde que está medicada y controlada, Mª Inmaculada piensa hasta en volver a tocar el piano.

David

Drogas hay de todo tipo, también legales. David es alcohólico. Ahora tiene 39 años, pero a los 22 se marchó de su Lisboa natal a Londres. Allí trabajaba de jefe de cocina y conoció a una mujer con la que tuvo tres hijos. Debido a sus problemas con el alcohol, la relación con su familia se fue a pique. Perdió el trabajo y los perdió a ellos. David volvió a Portugal y de ahí, andando, se vino a España.

Su vida, hasta ahora, ha girado en torno a la bebida. "Es la primera vez en mi vida que estoy sobrio tanto tiempo", explica mientras recuerda que hasta que empezó el confinamiento se levantaba a las seis de la mañana para empezar a beber. "Me bebía unos diez litros de vino al día", afirma. En España, David ha conocido a otra mujer. Ahora tiene un bebé de dos meses. Tanto él como su pareja viven en la calle.

Pepe Sanmartín, la persona responsable de CIBE, nos dice que David era un gran consumidor de alcohol. "Durante la operación frío, que el CIBE abre por las noches con el programa Mussol, él se iba de madrugada a seguir bebiendo y luego volvía totalmente borracho a dormir un poco más. Sin embargo, ahora, tras tratarlo para que no tuviera delirium tremens está mucho mejor. Está aguantando y puede conseguirlo".

David también quiere lograrlo: "Tomando la medicación estoy bien. Antes mi cena y mi comida eran vino. Ahora tengo un hijo y quiero buscar un trabajo y una casa. Mi mujer está muy contenta por el esfuerzo que estoy haciendo".

Juanma

Durante nuestra estancia en el CIBE también hablamos con Juanma. Con un padre toxicómano y camello, relata: "Le robé a mi padre y me fumé mi primer porro con ocho años, y con once comencé a pincharme heroína". Adicto a la heroína y a la cocaína, la espiral de la drogadicción le han hecho pasar 23 de sus 48 años en la cárcel. Acumula seis condenas por atracos con cuchillo.

Las arrugas de su piel, su claridad al explicar lo que es el mundo de la droga y los tatuajes que cubren buena parte de su piel narran su historia. La historia de un niño que convivió con la droga desde que nació y que terminó dependiendo de ella. No es una justificación, Juanma sabe perfectamente que lo que ha hecho no está bien. Pero también sabe que se merece salir de ese mundo y que, para conseguirlo, tiene que irse lejos para salir del pozo pues las compañías que frecuenta en València no son nada buenas. "Tengo claro que he dejado las drogas", asegura.

Juanma nos cuenta que tras su última salida de prisión en 2017 fue a casa de su hijo pero no acabó bien y, en abril de 2018, terminó en la calle porque no tiene a nadie más. Su madre y sus hermanos no quieren saber nada de él. Durante un tiempo estuvo limpio, pero conoció a una mujer también toxicómana y recayó. Finalmente decidió poner tierra de por medio y se marchó a Burdeos a trabajar. Llevaba casi un mes limpio, trabajando y ganando dinero en la construcción cuando empezó la pandemia.

Voló de la ciudad gala a Sevilla. Allí pasó una noche y se vino a València. Nada más llegar se gastó 650 euros en drogas. Juanma es un viejo conocido del CIBE, así que cuando comenzó el confinamiento, Pepe Sanmartín le dijo que se quedara. Empezó bien, pero a los pocos días se marchó "a pillar". Finalmente, decidió volver y le dieron una segunda oportunidad que ahora está aprovechando. Las segundas oportunidades son fundamentales siempre, pero lo son especialmente con estas personas, y en el CIBE lo saben.

En cuanto a si tuvo problemas para encontrar drogas con el estado de alarma, Juanma sonríe pícaramente mientras dice: "Ninguno. Si quieres drogas las encuentras, y al mismo precio que antes. Si tienes dinero te las llevan a casa; si no tienes, pues vas tú a buscarlas a los sitios de siempre", afirma con rotundidad.

El final de sus historias está aún por escribir. Una parte importante del final del relato dependerá de las decisiones que tomen las instituciones públicas. El confinamiento ha hecho una parte, ha conseguido que están limpios, despejados y con ganas de luchar. Ahora falta por saber si recibirán el apoyo que necesitan para recorrer el final del camino.

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