La clínica veterinaria de Gerardo Rojo es uno de esos lugares con tanta solera que acaban convertidos en un museo. Un día, un recuerdo; otro día, un regalo; otro día, un agradecimiento por haber salvado la vida de su perro... Y cuando te das cuenta han pasado cuarenta años y no te queda ni un palmo de espacio. A la entrada, en la sala de espera, las paredes están forradas con más de treinta imágenes de San Antonio Abad. Luego pasas a recepción y te encuentras un montón de pilas de agua bendita. Y si quieres alcanzar el pasillo te toca pasar bajo el yugo de los bueyes que tenía en Calzada del Coto (León) Isidro Rojo, el abuelo de Gerardo, un hombre al que su barba y melena blancas le confieren un aspecto casi bíblico.
Gerardo tiene 69 años pero sigue muy activo. Nada, cabalga, juega al pádel y aún pasa unas cuantas horas en la clínica, en el despacho que tiene al fondo, sobrecargado también de cuadros, fotografías, libros y animales. Fuera, en una pequeña terraza a la que se accede desde su despacho, una pequeña tortuga intenta montar a otra más grande. A su lado, otra más avanza con soltura a pesar de faltarle una pata delantera. Gerardo acabó con el problema pegándole una rueda de un coche de juguete donde no hay extremidad. Dentro hay un canario amarillo en una jaula y en otra, una mezcla de canario y verderón. Y al lado de su mesa, en una jaula más grande, un yaco de cola roja al que saca para ponérnoslo en el antebrazo.
"No me imagino sin trabajar", exclama Gerardo poco después de bajarse de su rutilante Harley-Davidson Heritage Softail como si fuera un personaje de 'Sons of Anarchy'. "Entre los caballos, la natación y mover a mis hijos de un sitio para otro tengo bastante tajo. Estoy ocupadísimo. Ayudo mucho en mi casa porque soy el que compra, el que hace la cena y ordena la cocina a diario. Y todo esto hace que me sienta en forma y muy útil". El veterinario, todo un histórico en la ciudad, cuenta todas sus actividades como para ahuyentar cuanto antes la imagen de hombre mayor con poco recorrido.
Gerardo Rojo es un veterinario muy conocido en València. Aunque su idea inicial era dedicarse a otro tipo de veterinaria, más enfocada a grandes mamíferos y trabajos sociales en África. La vocación llegó bien temprano, cuando aún era un niño, por la influencia de su padre, que tenía en la calle Sueca, justo enfrente de la actual clínica de Gerardo, la delegación de Ovejero, unos laboratorios veterinarios de León, donde se hunden sus raíces y donde estudió la carrera porque en aquella época no había mucha más oferta. "Mi familia es de León y allí estaba la facultad con mayor prestigio en ese momento. Y aunque mi sueño era trabajar en África, después la vida da muchas vueltas y tomas unos derroteros que no esperas y acabas haciendo lo que meses antes decías que no ibas a hacer jamás. Tenía claro que no quería aguantar a la tía María con el perrito. Pero muchas veces te tienes que comer tus palabras".
La relación con su padre no fue sencilla. El carácter marcial y recto de su progenitor, que era militar y muy estricto, chocaba con ese verso libre que crecía con otros pájaros en la cabeza. "Yo tuve una relación de adolescencia bastante turbulenta con mi padre, que pensó que apretándome iba a conseguir sacar lo mejor de mí, pero yo funcionaba por otros derroteros y la relación fue muy turbulenta. No confiaba mucho en mí. Pero cuando acabé la carrera, él se acababa de jubilar y eso me condicionó. Él había trabajado cuarenta años en la delegación, donde empezó yéndose en bicicleta al último pueblo de la provincia de València para volver visitando las granjas para vender su producto. Cuando acabé la carrera, digo, coincidió que se iba a jubilar y esperaba que yo siguiera sus pasos. Como habíamos tenido una reconciliación, me pareció grosero despreciar esa oferta. Era una forma de devolverle todo lo que le había puteado".
El yaco de cola roja empieza a dar golpes contra la jaula. Gerardo entiende enseguida lo que quiere, así que abre una portezuela y le sirve un puñado de comida. Luego coge un spray, apunta hacia el interior de la jaula y empieza a rociarle con agua. Mientras, fuera de su despacho, una legión de veterinarias no para de moverse de una habitación a otra. Ellas, bajo el mando de Amaia, la mujer de Gerardo, ya hace años que tomaron las riendas para evitar que el carácter filantrópico del veterinario terminara de arruinar el negocio. "No acabé en África, pero esa labor social que tanto me atraía la hice en València, donde era un poco como el veterinario de los pobres. Venían aquí con la promesa de pagarme algún día y luego nunca cobraba. Cuando me casé con Amaia, tomó las riendas de la clínica porque no era rentable. La gente abusaba de nosotros. Ahora tengo seis sueldos a mi cargo y no puedo ser tan filántropo. Porque a mí se me lía muy fácilmente".
La popularidad de Gerardo Rojo en València tiene dos motivos: su antigüedad, con más de cuarenta años en la profesión, y ese culo inquieto que le ha llevado a trabajar en todo lo que le proponían: su clínica, la Administración Laboratorios Ovejero, en La Fe y hasta como colaborador en diversos programas de radio. "Soy muy conocido porque soy muy mayor. Cuando estudié la carrera, en València no había facultad y teníamos que irnos a Madrid, Zaragoza, Córdoba o León. Así que íbamos volviendo a València con cuentagotas. Cuatro años antes había acabado Juan Tamarit. Después vino Carlos Vila. Y más tarde, Juan Carlos Recuerda. Yo fui de los primeros e iba acogiendo a los que llegaban nuevos. He tenido a cientos de alumnos. Algunos me saludan y ya no sé ni quiénes son".
Y luego está el mundo taurino. Gerardo Rojo fue el veterinario de la Plaza de Toros de València durante tres décadas. Y también de los circos que paraban en la ciudad. "Donde ha habido un animal que ha precisado mi ayuda, allí he estado yo. Y al final me acaba conociendo la gente porque estás en todos lados". Y recuerda, jocoso, aquellas Navidades en la que los cachorros de tigre y de león corrían por los pasillos ante las caras de estupefacción de los clientes que habían llevado a su mascota.
Los toros le han generado muchas discusiones. Él defiende la fiesta y milita en un bando que hoy parece en minoría ante los detractores, que, en el mejor de los casos, consideran las corridas un anacronismo. Una mención a la eterna polémica sobra para que salga en su defensa como si arrancase desde los medios. "Soy muy taurino. El toro de lidia es uno de los mayores aportes genéticos que ha dado España al mundo. Hay que saber cómo empezó el tema, porque empezó con los diezmos que los ganaderos pagaban a la Iglesia cuando les arrendaban los pastos. Y los ganaderos les daban los animales más intratables, los que no podían con ellos.
Como los curas son muy listos y saben latín, se encontraron con un montón de animales que no podían tratar porque no se dejaban manejar y que tenían muy mala leche y decidieron hacer negocio. Empezaron seleccionando bravura. El toro de lidia es el único animal que se selecciona para bravura. Cualquier ternero se le da de comer y se le ceba y, cuando tienen un año y no han salido a ningún lado, lo llevan al matadero y le pegan un tiro con bala cautiva y se lo comen. El toro de lidia nace libre en el campo, pasa con sus hermanos los dos primeros años, luego van por camadas. Viven en el campo entre cuatro y seis años disfrutando del sol, de la luna, de las estrellas... Viviendo libre.
A los cuatro años lo cogen y le dan un viaje hasta una plaza de toros, que es el peor momento de su existencia, porque después de estar libre pasa a estar dentro de un cajón oscuro, transversal a la marcha. Ahí es cuando realmente sufre. No sufre cuando los pinchan o los banderillean o cuando los pican. Después de esas funciones se les ha sacado sangre a los toros y se ve que tienen endorfinas. No tienen endorfinas cuando viajan porque están haciendo algo que desconocen. Pero cuando están en la pelea y atacan para defenderse, llegan a dar su vida, pero también la pueden quitar, como ha ocurrido decenas de veces. Y, por otra parte, es el único animal que es capaz de recuperar su vida en una plaza de toros, porque puede llegar a hacerlo tan bien que lo indulten y vuelva al campo. Y yo, que he trabajado cuarenta años en mataderos, jamás he visto un animal que haya entrado y un matarife arrepentido se lo haya llevado a su casa".
Gerardo ha borrado su sonrisa. Se pone serio. Va tirando sobre la mesa los naipes de su argumentario. Y luego, cuando acaba, se calma y reconoce que su afición le ha costado amistades y clientes. "Soy totalmente taurino. Y eso me ha costado muchísimo dinero y mucho prestigio. He ido a ayudar a cualquier animal al lugar que fuera, he colaborado con protectoras, he operado a muchos animales por la cara. Eso lo he hecho y lo haré. O animales de circo, que están súper bien tratados y que tienen una leyenda negra porque la gente cuenta lo que le interesa, los he estado ayudando toda la vida y he podido comprobar que se les trata con cariño y familiaridad".
Y aclara que no le duele que la gente pueda pensar diferente a él. Le molesta la incomprensión, que solo valga la opinión de los animalistas. "En estos momentos hemos perdido el norte en cuanto a la sensibilidad animal. Hay una sensiblería y una hipocresía social que flipo. Mucha de la gente que vocifera delante de la plaza de toros y que nos dice a los que vamos que somos unos sádicos, muchos de ellos, si les preguntaran por el aborto, no tendrían ningún problema en reconocer que son abortista. No les duelen prendas por deshacerse de un ser vivo de su misma especie, que llevan en su interior y que tiene ya tres meses. No entiendo nada. Hoy en día hay que callar mucho y dejar que pisoteen tus derechos si quieres salir adelante".
A él siempre le fascinaron los animales. En casa no encontró mucha comprensión en este sentido y sus padres siempre respondían a sus súplicas con la misma respuesta: "Cuando acabes la carrera y te independices podrás tener todos los animales que quieras". Y así fue. "Acabé la carrera, me casé y me compré una yegua, un perro que traje de Irlanda, alguna tortuga, algún gato...".
Su teléfono interrumpe la conversación. Suena un par de veces y, de repente, se escucha un hola en la habitación. Luego vuelve a ocurrir. Suena su teléfono y otro hola. Es el loro, que se divierte saludando cuando llaman a Gerardo, un amante de los animales que tiene claro que si se pudiera reencarnar en uno, sería en un toro de lidia. "Si no, en un caballo o en un perro. Pero en un perro de alguna de mis clientas. De hecho, cuando alguno se les muere y se quedan muy compungidas, siempre les hago la misma broma: 'Por favor, no adoptes otro perro, adóptame a mí'. Y alguna que está llorando, se ríe".
Muchos animales han pasado por su vida. Uno de los primeros, una yegua llamada 'Bandolera', pervive en una de las paredes de la sala de espera. Allí, rodeado de san vicentes, hay una foto de Gerardo trotando con su corcel y, a los lados, flanqueando el retrato, sus últimas herraduras cromadas y el torpe poema que le dedicó su amo cuando murió hace treinta años. En aquella época adquirió un trotón francés que aún sigue con él. También tiene un caballo árabe, el loro, una gata, dos perros Teckel, tortugas de agua y tortugas de tierra. Su vínculo con las bestias es muy fuerte y recuerda que muchas veces, cuando no ha podido salvar la vida de alguna mascota, ha roto a llorar. "Soy un tío blando, pero es que el sufrimiento ajeno siempre conmueve. Y yo soy de lágrima fácil".
Gerardo se separó y luego se casó con Amaia. Juntos tuvieron tres hijos. A ellos les gusta la música que él abomina, el reggeaton. Pero a los chavales, uno chico y dos niñas, tampoco les gusta la música de su padre: los Rolling Stones, los Beatles, John Mayall... La banda sonora de este hombre que lo mismo cabalga encima de su Harley del 99 que a lomos de un caballo árabe. Como un héroe de 'western'. Aunque a Gerardo lo que le gusta es salvar a los animales. Y así lleva más de cuarenta años.