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adrián seligra mantiene vivo el legado de su abuelo víctor

La saga de los Seligra, los sastres valientes que vencieron a las urgencias de las modas

Foto: KIKE TABERNER
14/07/2019 - 

VALÈNCIA. Lo dice sin aspavientos, con voz queda. “Se ha perdido la esencia”. Constata un hecho, no juzga. Adrián B. Seligra está convencido de que la sastrería como artesanía es una rara avis. Sí, hay un gremio de sastres, pero realmente son otra cosa, viene a decir, son creadores, artistas, modistas, diseñadores… pero no sastres. Porque los sastres son otro concepto, otro servicio. Al menos lo que él ha vivido desde que nació.

“Cada vez quedamos menos sastres”, apunta. Está, claro, Antonio Puebla, el veterano Julio Berzosa y la sastrería San Pere. Y poco más. Este año pasado cerró Mallent. Adrián Seligra sabe que ha heredado una tradición centenaria, que sobrevive impregnada de romanticismo en la época de las urgencias y lo viral. Una tradición que en el caso de su familia se remonta a cinco generaciones, pero que adquirió entidad propia con la tercera, con su abuelo, Víctor Seligra, de quien es heredero y continuador.

Foto: KIKE TABERNER

Todo comenzó por casualidad, durante una conversación en el Ateneo, cuando su abuelo escuchó a un conocido empresario afirmar: “València no es Londres”. Corría 1965 y llevaba tiempo barruntando abrir su tienda. Sastre desde hacía 20 años, atendía en un piso, pero era consciente de que esos tiempos de discreción absoluta, dieciochescos, se iban a acabar. Sabía que debía abrirse al público, a todos los públicos. Y con una máxima impregnada de poesía (“todo el mundo debería tener un príncipe de Gales”) abrió en la calle Lauria.

Después llegó el traslado a la cercana Hernán Cortés. Adrián Seligra está ahora al frente de la sastrería. En apariencia se trata de un bajo al uso en la céntrica vía. Su discreta fachada obliga a mirar dos veces cuando se pasa por delante. La contención amable es una característica consustancial de este comercio histórico, más de 50 años de antigüedad, que resiste al aluvión de franquicias que están descontextualizando el corazón de la ciudad. 

Foto: KIKE TABERNER

El abuelo Víctor es la referencia, emocional y espiritual. En los recuerdos de Adrián se cruzan cintas métricas con telas de lana australiana, tijeras con alfileres, tiza y planchas de vapor con cuellos de camisas. Igual que otros niños jugaban con balones, Adrián jugaba con patrones. Ahora, cuando habla de la nueva tela de cachemira que le ha llegado, desprende la emoción del artesano ante la materia prima excelsa.

Adrián bebe de las fuentes de su abuelo, quien a su vez bebió de José Espert y del mítico sastre italiano Angelo Litrico. Sus ojos miran a Inglaterra, a Londres, ya se ha dicho, pero sobre todo a Saville Row, la calle donde los Beatles dieron su último concierto, de la cual partieron algunas de las expediciones victorianas más recordadas y, sobre todo, la vía de los sastres, donde llevan dos siglos, y donde son fuertes hasta el punto de bloquear y controlar a las franquicias; la calle donde Henry Poole, el considerado como creador del esmoquin, abrió su tienda en 1846; la calle de la elegancia clásica.

Foto: KIKE TABERNER

Cuando Víctor Seligra levantó la persiana mediados los sesenta sabía que estaría solo en València; su apuesta por ese tipo de sastrería era un valor añadido, o una locura, o ambas cosas al mismo tiempo. Sabía lo que quería ser: una embajada de aquella calle londinense, de aquella referencia, de aquel icono. Pero sería una embajada desleal porque no dejaría de lado al estilo italiano. Un ojo a Londres, otro a Milán; una vela a Dios y otra al Diablo. València no es Londres, recuerden. No es Londres, pero no tiene porqué faltar un buen sastre.

Adrián cree que su abuelo fue “un visionario”. Algo que le revela su perspicacia se puede comprobar cuando se analiza cómo, en plenos años de desarrollismo, viviendo con éxito de su trabajo, decidiera dar ese paso tan arriesgado que fue abrir la tienda, dejar espacio al prêt-à-porter y abandonar esos pisos casi clandestinos para pasar a una profesionalización más europea. Víctor Seligra vio el negocio donde nadie lo veía. Lo que quizás no imaginó es que medio siglo después sería su nieto, el hijo de su Rosa, el que tendría encendida la llama.

Foto: KIKE TABERNER

Adrián rememora los tiempos en que su abuelo fue vicepresidente mundial del gremio de sastres y presidente a nivel estatal. Antes eran una referencia. Tenían presencia. Se les escuchaba. Era una cuestión intrínseca a la sociedad. Venía de siglos. En 1702, con motivo de la inauguración de la reforma de la iglesia de los Santos Juanes, se celebró una procesión en València en la que el gremio de sastres abrió el recorrido. Constataba en su dietario Josep Vicent Ortí, que se trataba de uno de los gremios más numerosos y acaudalados, y que los lideraba su alférez, Juan Pina.

Los sastres antes vestían a reyes, a príncipes, duques y empresarios. Conocían los secretos más inconfesables. “Ningún hombre es un héroe para su sastre”, decía una publicidad de Burton’s en los años cincuenta. “Nadie es héroe para su ayuda de cámara” dijo a mediados del siglo XVII Anne-Marie Bigot, Madame Cornuel. Ahora las princesas compran en centros comerciales. No tienen ayudas de cámara; a lo sumo, community managers.

Foto: KIKE TABERNER

Lo advertía Gilles Lipovetsky en su El imperio de lo efímero: las clases populares, en ropa, prefieren la cantidad a la calidad. La exquisitez ha sido reemplazada por la originalidad, la elegancia por la modernidad. En ese contexto, aferrarse a los cánones, preservarlos, adaptarlos suavemente a la contemporaneidad, es casi un acto de rebeldía. Ya lo fue en su día abrir para un oficio tan artesanal, en unos años, los sesenta, en los que se imponía un estilo uniforme, todos con sus trajes negros, grises, demasiado anchos, demasiado largos, demasiado imperfectos, con sus sombreros con los que saludaban al pasar. Adrián Seligra rema a contracorriente, como ya hizo su abuelo.

Habida cuenta ese hálito artístico, no es de extrañar que entre la clientela de Seligra haya habido una nutrida representación del cine español. Como Fernando Guillén, quien le habló por primera vez al abuelo Víctor de una joven promesa llamada Maribel Verdú, mientras le tomaba medidas para un chaqué. O Antonio Ferrandis, quien le explicó que le habían ofrecido un personaje muy interesante, “ese papel de Chanquete”, que iba a rodar meses después. Empresarios, deportistas, cantantes… Hay un espacio para la nostalgia.

Foto: KIKE TABERNER

La mayor parte de la clientela es fija, pero se incorporan poco a poco nuevos clientes. Tras la muerte del abuelo en 2010, la tienda vivió un impasse de años mientras Adrián asumía las riendas del negocio. Cambió modelos de negocio e intentó implementar la marca en el sector valenciano pero la cara visible era su madre hasta el 2016, que el protagonismo ya recayó en él. Ahora, a sus 28 años, habla siempre en plural al referirse a Seligra. 

Porque detrás de él, además de su madre, compañera, socia, que sostuvo cual regente el negocio durante los años de transición, hay un equipo de seis personas, dos pantaloneras, dos chaqueras, dos sastres, artesanos que le ayudan a revivir los patrones antiguos, recuperar los viejos cortes, trasladarlos a los nuevos tiempos, los de los millennials, esos que el mismo Adrián simboliza con su patinete eléctrico, discretamente apartado en un rincón de su taller. 

Foto: KIKE TABERNER

El joven sastre está convencido de que su artesanía volverá a ser más común en un periodo de seis a diez años. Han sobrevivido a la crisis. Han pasado lo peor. Adquieren nuevos clientes año a año, al albur de celebraciones tradicionales. Esa boda, esa graduación, ese evento extraordinario. El poder de la costumbre es su puente hacia los nuevos tiempos. La inercia de lo clásico. 

“Desde que falleció mi abuelo he intentado redirigir el negocio hacia el mercado que necesitamos”, explica, mientras trabaja en el taller. Ahí estaba su abuelo, señala a la parte alta. “Le recuerdo siempre con sus tijeras”, dice. Y lo hace como si no se hubiera ido. En parte es así; Seligra sigue donde estaba. Ésa es quizás la principal enseñanza: para que un comercio histórico resista, la clave pasa porque sea adoptado por las nuevas generaciones. 

Foto: KIKE TABERNER

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