Aquí va un listado con los 7 pecados capitales que te desacreditan como comensal
VALÈNCIA. Ay, ese cliente de la cuatro, el que ha llegado quejándose de que la mesa estaba muy lejos de la ventana. El de la dos no para de chistarle al jefe de sala porque “tiene prisa” y el de la cinco quiere que le cambien los platos del menú, resulta que no come pimientos. Ni casquería ni sugerencias fuera de carta, “que luego a saber lo que te cobran”. Recuerda a ese otro que vino pidiendo “un buen vino valenciano”, y de postre brownie, que aquí estamos para arriesgar. O al que todo lo compara con aquel estrella Michelin del País Vasco que visitó una vez, "allí sí que saben lo que se hacen", mientras mete cuchara en el arròs al forn.
Vamos a dejarlo claro: el cliente NO siempre tiene la razón. Por alguna dislocación del capitalismo, nos creemos que pagar la cuenta equivale a exigir sin límites. Una suerte de impuesto a la tiranía, que se puede liberar sin miramientos contra el camarero de turno. El abono cubre la comida y el servicio, pero en ningún caso las salidas de tono. Y es por ello que el hostelero ama al comensal, porque vive de él, pero también siente un sordo desprecio por determinado tipo de cliente. Faltones, listillos, marichulos y desconsiderados; en general, quienes destrozan la experiencia gastronómica que tanto les ha costado crear.
Aquí va un listado de malos hábitos que, según la Biblia de los restaurantes, constituyen pecados capitales. Moralismos, los justos, pero si haces esto, no esperes tener razón.
Y además (tampoco queremos engañarte) arderás en el Infierno.
¿Y si te pidieran que ampliaras, todos los días, una hora más de jornada? Al igual que sucede en tu trabajo, ese chico que está recogiendo los platos tiene un horario, y probablemente no cobra por horas extra. Lo que para ti es una sobremesa de placer para él es una renuncia a tiempo de sueño. Con ello no hablamos de comer y largarse (por favor, no) pero sí de ser consecuente con las reglas del lugar: no llegar a cenar a las 23.30 si cierran a las 00.
Tono Pastor, del restaurante Bouet, hace referencia a las horas punta: “¿Por qué todos a comer a las 14 y a cenar a las 22? Si es la peor hora para encontrar un equipo de trabajo sin agobios”. Luego podemos entrar a debatir sobre el sistema de turnos o las cocinas non-stop. “A mí me gusta el modelo anglo: las cocinas abren más horas y el trabajo está más repartido, por lo que hay mejor atención, más sonrisas y menos nivel de estrés”, manifiesta.
Puestos a hablar de los tiempos, también están los ritmos: el comensal valenciano come muy rápido y no tolera ningún tipo de espera. Pobre del camarero que se entretenga entre plato y plato, o que se olvide de su botellín de agua. Ahora bien, luego es remolón: se siente en el derecho de alargar la sobremesa y de pedir algo después de pagar la cuenta.
Luca Bernasconi, de El Celler del Tossal y El Rodamón de Russafa, hace referencia a la máxima expresión de la pereza. Nos referimos, por supuesto, al muy negligente no-show. “La no cancelación de reservas es una plaga que llevará a que todo restaurante pida un número de tarjeta para evitar perjuicios económicos”, señala. No seas desconsiderado (ni tampoco un patán con holgazanería) y levanta el teléfono para liberar la mesa.
¿Somos los valencianos unos paletos a la hora de comer? Oye, si la frase pica… Han sido años muy oscuros de brascada guarruza, sepia de mala muerte y bravas fritangueras; de comidas familiares y ruidosas alrededor de una paella de grano duro. Todavía quedan vestigios de la poca cultura gastronómica y del mal del burro grande (sí, ande o no ande). Tiempos en los que lo más importante era la abundancia del menú y la barra libre.
“Voy a empezar diciendo que odio generalizar, que afortunadamente hay en València una clientela cojonuda que nos va siguiendo el ritmo, y solo me refiero a casos concretos”, arranca Begoña Rodrigo, del restaurante La Salita. “Hay un tipo de cliente que valora más un producto por caro que por bueno”, afirma. Bernasconi también habla de esa “falta de pasión por el producto”, algo que pone en relación con la condición de ser ‘comedores sociales’: “Importa más que el sitio sea cool y bien frecuentado que la comida”.
Román Navarro, ideólogo de Bodega Anyora y Bar Tonyina, lamenta la falta de amantes de la gastronomía que se dejen llevar por el cocinero. “Intentas asesorarlos a la hora de tomar la comanda y no se fían, o no quieren hacer caso. En muchas ocasiones la gente sale insatisfecha porque ha pedido de manera incorrecta y la experiencia es desigual”, reconoce. Coincide con él Begoña: “Los clientes suelen ser desconfiados, tendiendo a creer que les vas a engañar, pero si comprueban que no es así, también son muy agradecidos”.
El tema del vino se merece un aparte, y no hay tanto tiempo. Muy pocos saben qué botella pedir para acompañar el menú; pero todavía son menos los que están dispuestos a escuchar al sumiller. Y así nos va: seguimos diciendo que un vino blanco es un mal tinto.
“Suele pasar que se confunde el restaurante con un hotel, sobre todo por parte de las parejas que intentan ahorrarse el gasto en habitación, apurando la estancia hasta altas horas de la madrugada acompañadas por copas de agua vacías”; Luca dixit. Todos hemos padecido el besuqueo como ruido de fondo en el restaurante de turno, parejas incapaces de pedir la cuenta y salir por la puerta (un problema que conecta directamente con el primer pecado capital, así que infierno asegurado). Pero más grave es todavía que el comensal se presente en solitario y pretenda salir acompañado, concretamente de la camarera.
Recordemos la historia de Cristina Morant, jefa de sala en Bergamonte. “Tuve un cliente que me hacía ir continuamente a su mesa para decirme buenas tardes, o cualquier otra tontería, y no pedirme nada. Cuando yo le pregunté por qué me llamaba tanto, me respondió que así disfrutaba de las vistas por delante, señalándome a las tetas, y por detrás, señalándome el trasero”, revelaba para el artículo Ellas gobiernan la sala. También Raquel Torrijos, de Trenca-dish, padeció la falta de respeto y el machismo de un cliente borracho que, sin ningún tipo de escrúpulo, llegó a tocarle el culo. “Al principio no me creía lo que estaba pasando, pero como insistió, le tuve que hacer una llave en el brazo”, relata.
Querido Stephen Kaufer, ¿no te pitan los oídos? Cada vez que el dueño de un restaurante accede a la red social que inventaste y sufre un microinfarto por una reseña ‘Pésima’. Se quejan de la comida, quizá del servicio, o puede que de las condiciones atmosféricas.
“Algo que me molesta muchísimo y que pasa bastante es que mucha gente no protesta, no se comunica con el personal de sala y, cuando algo no les gusta, no está bien ejecutado o se encuentran incómodos son incapaces de trasmitirlo para solucionarlo”, revela Román Navarro. Es en ese momento, no más tarde, cuando todavía se puede hacer algo. "Y me molesta aún más que utilicen plataformas digitales para publicar sus quejas”, añade.
El conflicto no se circunscribe a TripAdvisor; también está en Twitter, Facebook o cualquier red social, e incluso en el blog de un aficionado. La democracia como arma de destrucción masiva contra un establecimiento hostelero. “Los hay que se merecen el castigo mediático, pero muchos comentarios están escritos por clientes sin ningún criterio, víctimas del raptus momentáneo e incapaces de entender que los negocios familiares son mucho más vulnerables al linchamiento on-line que las grandes cadenas”, dice Luca.
Me gusta la definición del ‘meninfot’ que ofrece Vicent Baydal en este artículo de Molins. “Es un término que aplicamos para indicar que los valencianos somos unos pasotas por lo que se refiere a lo nuestro, a todo aquello que deberíamos defender de manera comunitaria y no lo hacemos”, acota con precisión. Aquello que decíamos del frente común. El comensal valenciano, ese que tanto defiende la paella genuina de pollo y conejo, es el primero en avergonzarse de sus raíces gastronómicas. Humildes, hortícolas, pescadoras…y únicas.
Esto es muy de aquí, muy de la terreta, que a los vascos no los verás renegar del pintxo. Román no se corta y hace referencia a “la escasa propensión al gasto en restaurantes, comparado con otras comunidades, a pesar de que los precios sean muchos más asequibles que en Madrid o Barcelona”. Puestos a fundir billetes, vámonos a un sitio finolis del Ampurdán, que Alicante suena peor, por mucho que tenga 15 estrellas Michelin.
Otro curioso fenómeno que se produce dentro de los límites autonómicos tiene que ver con la barra. “No sabemos tapear, por lo menos en València, porque al salir fuera hay una transformación”, indica Begoña Rodrigo. Nos gusta el rollo de los vinos en la calle Laurel, nos deshacemos en elogios ante los colegas. Pero aquí que nos pongan el mantel, por favor, y nada de comer con las manos. Esta propensión por aposentar los cuartos desbarata muchas posibilidades restauradoras, como la noble costumbre del aperitivo dominguero (que no esmorzaret) o de construir la cena con un poquito de cada bar.
El debate sobre si son aceptables este tipo de recompensas da para abrir Reservoir Dogs, pero en determinados casos entra en juego el sentido común. “El cliente suele considerar que el camarero cobra por su trabajo y no merece una propina, pero luego tiene asumido que el restaurante debe invitar a algo”, reflexiona Begoña. Más allá del consabido cutre-chupito, a veces duele pagar el pan, el agua y hasta el aperitivo (“¿pero no era cortesía de la casa?”).
“Muchos se sienten en el derecho de disfrutar de un servicio y calidad estrella Michelin a precio de bar de barrio”, señala Luca. Querer lo mejor, pero también lo más barato. Un vino por encima de los 20 euros es caro; un entrante por encima de los 10 euros, también. Ponme el mejor marisco que tengas, pero por debajo de 15, y me da igual si es gamba roja de Dénia. Si fuera gamba blanca de Huelva, tira que le va, por aquello del meninfot.
El Anuario Hedonista 2019 quiere poner en valor la sala de los restaurantes, porque es la sala, y solamente la sala, el lugar donde realmente te sientes en casa. Es por ello que Jesús Terrés dedicó una oda a los camareros de siempre; se la merecen. Aquellos que te preguntan si te ha gustado el vino, que te recomiendan el mejor plato del día y se acuerdan de que te gusta la carne poco hecha. Di la verdad: ¿Cuántas veces dices "por favor" y "gracias"?
“Si tuviera que decir un pecado capital del comensal, sería tratar al personal de sala como si fueran personal de servicio/criados o esclavos”, asegura María José Martínez, chef del restaurante Lienzo. Es lo que Luca Bernasconi define como “cliente John Wayne”. “Me refiero al que entra sin saludar, dispuesto a disparar a todo frecuentador del salón. O los que siguen 'jefeando' o medio silbando al desafortunado camarero de turno”, desarolla con precisión. Nada como la mala educación para merecer arder en las llamas.
Puestos a pecar, hazlo con buen gusto. Déjate de chistidos, ten paciencia y bondad con los errores de los demás, y asegúrate de mostrar agradecimiento.
Ya lo sabes: reserva con tiempo y a una hora prudente, escucha las recomendaciones fuera de carta. Y si es tu cumpleaños, joder, pídete el vino de 40 euros.