Me fascina esa otra vida de las palabras, más allá del significado: su sonoridad. Paparajote. El dibujo que queda bailando en el aire, agarrado de la cintura al concepto. Ajilimójili. Cómo suenan las palabras dependiente o independientemente de su significado. Bacalao al pilpil.
A veces, los dos cuerpos se funden en uno, y el flan tiembla en la lengua, y el ajoaceite rasca en la garganta primero, para suavizarse después con el aceite. Al alimento básico lo llamamos pan. Pan, y no harinocoide, pan y no cerealuco, deme un cerealuco de a cuarto y un harinocoide de pueblo. Sencilla y sonoramente pan.
En ocasiones hasta se da el milagro perfecto, como en la palabra reconocer, que se lee igual de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, que es un maravilloso palíndromo que hace una grácil reverencia al sentido, que es un significante y un significado mirándose amorosamente a los ojos, reconociéndose por fin.
Pero también sucede que en ocasiones la música desmiente la letra. La palabra pingüe por ejemplo tiene un sonar que contradice profundamente su significado: pingües beneficios son ridículos, irrisorios beneficios, por más que la RAE se empeñe en asegurar que son abundantes, copiosos. Y el pudiente huele a pedo, tal vez porque soy valenciana, tal vez porque toda lectura rezuma algo político.
Luego está la contaminación inevitable por la azarosa ubicación de las palabras que colindan, que entremezclan sin querer sus significados, del mismo modo que a los surrealistas se les confundían las metáforas con los sueños.
Y así, resulta que la espelta es esbelta, el mentecato es un idiota dulce, sabor mantecado y la endivia es tan amarga como la envidia. Tampoco es casualidad que magnate y mangante anden tan cerca.
Parece evidente que algunos platos empiezan a comerse desde las letras de su nombre, por eso sorprenden marcas como Potorro, conservas con mucho salero. No todo el mundo piensa en un salero cuando lee Potorro, ¿verdad?, ¿alguien ha pensado en un salero, que es la única definición que admite la RAE? Una empresa que lanza campañas como Cómete un Potorro, o Abriendo Potorros, que triunfan en la red.
O el vino Follador Prosecco, que evoca reminiscencias a frutos rojos e impotencia, a madera ahumada y semen reseco.
También están las marcas que no tuvieron en cuenta el significado de sus nombres en otros idiomas: Herpes Pizza, Putoseko cookies, helado Alpedo, sopa Pota, o las galletas danesas Ano (que sí, son redondas y tienen agujero).
Sonido y sabor se relacionan más de lo que pensamos pero no solo desde el nombre.
Hay una empresa, Condiment Junkie, que se ha dedicado a estudiar esta correspondencia entre dos sentidos en principio alejados el uno del otro. Un estudio concluyó que el chocolate negro escuchado con una música grave potencia el sabor amargo, mientras que con una más aguda destaca el dulzor del azúcar. Que tomar ostras con el rumor del mar grabado de fondo hace que el producto se perciba mucho más fresco, objetivamente más fresco.
En otro experimento, invitaban a pinchar en pistas que recogían el sonido de un líquido al ser vertido y había que averiguar si estaba caliente o frio. Sorprendentemente, era bastante fácil acertar.
Es una de las formas de sinestesia, esa capacidad que en mayor o menor grado todos poseemos. Podemos así oír colores, ver sonidos, percibir el gusto al tocar un objeto o al oír pronunciar una palabra. Estoy segura de que salivan si les digo pepinillos en vinagre. Pepinillos en vinagre. ¿A que sí?