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el callejero

El hombre de las mil caras

Este joven valenciano es un artista que pinta en la calle retratos hiperrealistas que luego muestran al mundo personalidades como Rosalía o Morgan Freeman.

12/07/2020 - 

VALÈNCIA. Tres hombres ociosos beben en silencio unos gin-tonics burbujeantes sin más adorno que una rodajita de limón. Están sentados a una mesa del bar Lorca, en la calle Lorca -fantasías, las justas-, y no pueden dejar de observar a un chaval que, unos metros más allá, rocía con spray un lienzo con una cara histriónica de Dalí. Es Dridali, el 'nick' que funde parte de su nombre, Adrián, o Adri, con el del genio de Figueres. "La verdad es que me flipa", explica mientras muestra el antebrazo en el que aparece otro retrato del artista de los bigotes. "No sabría ni decirte las fotos que tengo de él. Me hubiera gustado conocerle".

Dridali es un artista urbano que, a pesar de tener solo 25 años, está en auge. La pandemia le sorprendió pintando en Noruega y no pudo llegar a València hasta principios de abril. Entonces, con las calles 'cerradas', con la ciudad paralizada, se encerró en casa con sus padres. Allí, un día, cayó en la cuenta de que nunca les había retratado. Y se puso a ello. Cuando todo el mundo se iba a dormir y el barrio de la Cruz Cubierta se sumía en el conticinio, ese momento en el que el silencio se adueña de la noche, Dridali se ponía flamenquito bueno, se servía una copa de vino y se lanzaba a pintar por bulerías. "Estaba muy a gusto. Eran momentos únicos, muy tuyos, que disfruté muchísimo. Estaba todo el mundo desesperado por el confinamiento y yo me despertaba cada mañana motivado".

El artista siente fijación por las caras. Y por primera vez escrutó a fondo las de sus padres. "Debería ser algo imprescindible. Entonces me di cuenta de que conocía mejor la cara de Dalí o de Morgan Freeman que la de mis padres. Y cuando acabé, les dije: 'Ahora sé más de vuestra cara que vosotros mismos'. Luego les miraba a la cara y veía lo que había pintado. Es una experiencia muy chula". Y cada noche, escuchando a Canelita o a Diego El Cigala, se iba a la mesa y se ponía a perfeccionar a papá y a mamá.

Adrián Mateo (València, 25 años) es un fenómeno del hiperrealismo. Busca un muro donde plasmar su obra, elige una buena foto del personaje que desea retratar y lo clava. Él se quita mérito. Repite una y otra vez que no tiene más virtud que haber aprendido la técnica, que luego es copiar y ya está. Pero algo tendrán esas piezas asombrosamente reales para que un día coja Rosalía, la Rosalía, y suba en Instagram uno de esos 'stories' que ven cientos de miles de personas en todo el mundo mostrando la cara que había pintado un tal @dridali en una calle de València. Lo mismo que Morgan Freeman. O El Chojin, el rapero. Así que algo tendrá su pintura, cuando la bendicen...

La inspiración se hizo esperar. Adri trabajaba en una pastelería y estudiaba Magisterio. No dibujaba ni se lo planteaba. Hasta que, en Tercero, le dio "el puntazo". Estaba haciendo prácticas en un colegio y se propuso hacer un taller de grafitis. "Un día vino Duke -un conocido pintor de grafitis de València- y me animé a probar". En abril de 2017, aquel joven que nunca antes había sentido el impulso de pintar, buscó una pared en una fábrica y se atrevió con un pájaro que ahora le da hasta risa. "Fue bastante fulero", se ríe.

La charla parece un duelo entre pistoleros. Dos tipos obsesionados por los detalles que hablan y, disimuladamente, escanean al de enfrente. Dridali -a saber en qué se fijará él- está repleto de estímulos: un aro en cada oreja, un piercing en la nariz y mil tatuajes que asoman por todas partes. "Los de las piernas -dice señalando el archifamoso dibujo de Bansky con la niña y el globo rojo con forma de corazón- son chiquilladas. Los que realmente me gustan son este de Dalí -y vuelve a enseñar el antebrazo-, esta cara de una mujer que fotografié en Senegal y una escena de África -se descubre el hombro derecho-, un continente que me fascina y que espero descubrir más a fondo. Esos son los viajes de verdad. A Senegal me fui solo y conocí a unas personas que me cambiaron y me enseñaron muchas cosas".

"El autodidacta hoy no existe"

Ya no hay señores ni gin-tonics en el Lorca. Ahora hay unos jóvenes que trasiegan unas cervezas. Un poco antes han pasado por delante de ese colorido Dalí, mitad verde, mitad rojo -en realidad, muchas tonalidades más-, y le han hecho una foto con el móvil. Eso ha sido antes de que Dridali hubiera comprobado que era el momento del día en el que un cristal de la fachada de enfrente refleja el sol contra el lienzo. Así que decide meterlo dentro del estudio de tatuaje en el que trabaja cuando la pintura le deja un hueco. Detrás van más de veinte botes de spray y una caja de cervezas Turia que usa para auparse a las partes más altas de esa obra de 2x1,80.

Pero esto es el presente, como el colegio que está pintando en la Cruz Cubierta o El Cigala que está deseando empezar. El pasado aún va por aquel pájaro del que no puede presumir, de la época en la que buscaba, por pura vergüenza, las paredes más recónditas para pintar sin que nadie le viera. "Me escondía", reconoce ahora sobre ese periodo de aprendizaje que le convirtió en un as del hiperrealismo. "Que tampoco tiene más mérito. Porque el autodidacta hoy no existe. En Google y en YouTube está todo".

Y cómo rápidamente se enfocó hacia las caras, su gasolina artística, sin pasar por las letras ni las persianas de los noctámbulos del grafiti. "Pero eso no significa que las desprecie. Los que hacen letras son gente muy creativa, más que los que hacemos hiperrealismo, que somos más artesanos. Recibimos más elogios, pero porque esta sociedad es de consumo rápido, no dedicar más de dos segundos a algo, ponerle un 'like' y a otra cosa...". 

Dalí, quién si no, le facilitó la reputación que perseguía. "Lo pinté en una casa abandonada delante de donde vivía. Tenía cinco o seis metros y la atravesaban una ventana, un canalón, una puerta... Estuve una semana trabajando esa pieza y cuando me bajé del andamio, la miré y dije: 'Esto ha cambiado'. Acababa de venir de Marruecos, de tirarme allí dos meses pintando, y se ve que todo eso me hizo mejor".

Y un buen día, llega una máquina y arrambla con aquel Dalí. "Me llamó mi hermano y me bajé a ver cómo la derrumbaban. Todo el mundo me decía que era una putada, pero a mí me pareció alucinante ver cómo partía la pieza. Aquello significaba entender que tu obra dura lo que quiere la gente. Es como una falla que acaba ardiendo en llamas".

En las calles de València hay más de 20 piezas suyas. Algunas tan emblemáticas como ese Camarón de la Isla que vigila el barrio cerca de la zona cero del Cabanyal. En blanco y negro, como siempre. Hasta que algo hizo 'click' en su cabeza y el color inundó su mente. Como este Dalí con más de siete verdes en el lado izquierdo y rosas, morados, rojos oscuros, violetas y alguno más en el derecho. Y antes, en Noruega, una cara roja para un autobús en la que empleó 67 tonalidades diferentes.

Como Frank de la Jungla

Su ojito derecho es Morgan Freeman, que 'nació' después de una mala experiencia del artista valenciano. Llegó 'rebotado' y decidió tirarse una semana en aquella pared clavando hasta el último detalle del rostro del actor estadounidense. Sin teléfono ni distracciones. Él, su música y sus sprays. "Allí vomité toda mi rabia y es por eso que le tengo especial cariño a esa obra. No es perfecta, porque nunca puede estar perfecta, siempre podrías mejorar algo, pero está muy bien. Aunque yo siempre veo mis obras inacabadas".

Aquel Morgan Freeman fue el que le hizo sentir que ya podía mirar de frente a Xolaka o Duke 103, dos de sus referentes. La reputación que se desparramó por todo el mundo y que le permitió trabajar en Noruega, Francia o Sri Lanka. Aunque también le gusta viajar al tercer mundo para alcanzar lugares muy distintos en los que poder conocerse mejor a uno mismo. "Yo a esos sitios viajo como Frank de la Jungla. Con las sandalias esas -las Crocks-, los bolsillos vacíos y a ducharme con una manguera... Aquí solo piensas en dinero y la gente joven va con la visera puesta, sin mirar nada más que el suelo y pensando únicamente en sus mierdas".

El muralista apura un trago de agua, repasa mi cara y se queda dudando en cómo despedirme. Primero ofrece el codo, pero al final decide chocar la mano mientras mis ojos se van rápidamente a pegarle el último repaso a ese Dalí que me observa desde el antebrazo de Dridali, el obseso de los detalles.

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