Postransiciones o postraciones, llamo yo a esto. Como quieran; es más fácil lo segundo. La melancolía postransicional es la que experimenta la mitad ilustrada de España, o un poco menos de la mitad —aquí todo es menos de lo que se dice: soberanismo, catolicismo, Ilustración, modernización— cuando olfatea una contaminación que no solo afecta a los cuerpos sino también a los estados mentales e incluso a los espíritus. No hay más que darse un paseo por la Feria del Libro para darse cuenta de que aquí leen más los admiradores y admiradoras de los grandes chefs o los que siguen la geopolítica a base de leer el último best-seller escrito por el asistente del político o del periodista de turno, o los avatares de los corazones rosa o los riñones forrados. Estos lectores forman grandes colas para la firma. Y, si no, que se lo pregunten a los chicos de las casetas. Se avecinan las colas para conseguir el autógrafo de Belén Esteban.
Grandes colas se han formado también estos días para ver la última película de Pedro Almodóvar, que, fuera de su floja calidad cinematográfica y su naiveté característica, es todo un tratado de postración postransicional, esto es, del enorme vacío conformista que nos rodea. Lo mismo suele ocurrir con las películas actuales de Woody Allen y otros cineastas funcionarios a los que visitamos cada vez con menos ilusión, como si fueran la comida de Navidad, o la pascua judía, y hubiera que quedar bien con nuestra abuela. En cualquier caso, la especulación pronto se hará con todo, hasta con las últimas salas de cine, no porque la gente no las frecuente ni porque sea un negocio ruinoso —no lo es—, sino para vender los solares a los buitres para que no decaigan la burbuja y las trampas económicas como el turismo.
Los antiguos progres de derechas y de izquierdas han envejecido, perdiendo por el camino la chispita refulgente que antes centelleaba en los ojos de los ancianos sabios o santos. Parece ser que ya no queda más que rememorar infancias mentirosas en inventados paraísos rurales, éxtasis eróticos sin la pimienta negra de la pasión o ñoñerías fáciles de inventar y digerir. Los que van de Jeremías lanzan sus ayes a un cielo en el que no hay ni ha habido nunca estrellas, y se preguntan a dónde ha ido a parar aquella alegría de la Transición modélica, aquel confundir gozoso la cultura con las copas y la producción con el callejeo. Las canas van cubriendo cabezas que fueron hermosas, el pelo retirándose de aquellas mentes que debieron ser preclaras y se quedaron en bien pagado humo de fuegos ya extinguidos.
En las próximas elecciones voy a votar por imperativo ético, con la escasa ilusión del menda —antes ciudadano/a— que ha visto descorrerse todos los velos y quedar al aire casi todos los guisotes, como cuando el diablo Cojuelo levantaba los tejados de Madrid y dejaba al aire el pastel de cada casa. Esto nada tiene que ver con Almodóvar, por supuesto. Es solo la expresión del estado de ánimo de los misántropos, como una servidora, que se han quedado sin la ilusión del juego político auténtico en el que antaño creyeron y solo ven un chapoteo que cambia cada día sin traer más novedades que el último disparate del barbudo de Vox, las falacias del compañero Sánchez, la mentira cotidiana venenosa —¡ojo!—del guapo Alberto o el azote de alambre con concertinas del aguerrido sacristán Casado, que se cree perfecto y audaz, y un día saldrá volando cual arcángel guerrero. Todo ello con tal de esquivar los verdaderos problemas del país —¿complicidad o impotencia para abordarlos?—. ¡Y alegan que un verdadero debate sería “electoralismo”! Ante semejante panorama, solo cabe alentar el generoso trabajo político de colectivos, partidos y personas honestas—porque haberlas haylas—, por muy difícil que lo tengan.
Votaré con decencia y luego veré una película, preferiblemente francesa o escandivana, y leeré lo que se me antoje de mi bien surtida biblioteca, mientras en la calle o en las pantallas rebuzna, ladra o maúlla una fauna como pintada por Goya en su época negra. La próxima vez, también veré la nueva película de Almodóvar o de Woody Allen, con ánimo de no perder el hilo de los lejanos compañeros que en otro tiempo nos hacían reír con sus ocurrencias.