En el Puerto de Valencia hay un pequeño edificio que se erige discreto entre las antiguas bases reconvertidas en vivero de emprendedores, frente a la construcción con nombre de poema de Ausiàs March y junto al muelle donde atracan los transatlánticos. Es la lonja donde cada día se subasta el pescado fresco que usted come
Es una estampa bonita. Acercarse allí a las tres de la tarde y ver la silueta de las barcas de pesca aproximándose al puerto con el Veles e Vents de fondo. No son muchas, apenas quedan 16, seis son de arrastre y el resto de trasmallo. Todos los días zarpan alrededor de las cinco de la mañana y vuelven al puerto poco antes de las cuatro de la tarde. Once horas de duro trabajo que no salen rentables. Prácticamente todo lo que ganan, se lo lleva el gasoil. Los marineros cobran según lo que hayan pescado y cuando hace mal tiempo y no se sale, ese día no hay sueldo que llevar a casa . Se nota la aspereza de la vida del mar en los surcos que ha cavado el sol en sus rostros. Como el de Manolo, uno de los pescadores del Caiman I, que lleva 14 años levantándose cada mañana a las 3:30 para hacerse a la mar. Antes era encofrador. “Esta vida es muy dura”, me dice sin amargura mientras descarga las cajas del pescado que han capturado él y sus dos compañeros y las deja en la cinta de la lonja.
Esa cinta transportadora divide el edificio en dos. En un lado, una tribuna de cuatro filas donde se sientan mayoristas, pescateros y dueños de restaurantes para observar el género y apretar el mando antes que el vecino se lo lleve; en el otro tres trabajadores de la lonja echan hielo y apilan el pescado ya vendido. Hoy martes no habrá más de 20 personas. Entre ellas, los todopoderosos señores de Mercadona, la mayorista Japofish y algunos restaurantes conocidos de la ciudad especialistas en pescado y marisco como los Bolos, Sausalito o Gran Azul . Entre el público distingo también a Steve Anderson de Seu Xerea y Ma Khin y a Manolo Andrés, del grupo La Sucursal. Los jueves suele estar más animado, es el día que los restaurantes van a aprovisionarse de cara al fin de semana. A las cuatro en punto empieza la subasta. Las cajas con pulpos todavía contorsionándose, las doradas desplegando sus branquias y la langosta solitaria de casi tres kilos que mueve las patas en un último intento de escapar desfilan delante de los presentes. El precio de salida lo marca el pescador, a partir de ahí y dependiendo de la pericia de cada uno se lo llevará a un costo mayor o menor.
Es todo muy rápido. En un monitor aparece la información de cada una de las cajas. El nombre del barco, el tipo de pescado, el peso y el precio de salida. El precio empieza a bajar a un ritmo vertiginoso. Cuando la persona considera que es el precio adecuado, pulsa el botón del mando que cada uno lleva, la caja sigue desplazándose y cae sobre ella un papel donde pone el nombre del propietario, el peso y el precio y pasa a los operarios de la lonja que comienzan a apilarlo. Uno de ellos pesa y apila exclusivamente para Mercadona. Un segundo monitor muestra quién lo ha comprado y por cuánto, por lo que son inevitables los comentarios y chascarrillos. Cada venta no suele durar más de 30 segundos.
A la lonja solo pueden acceder empresas. Nosotros entramos con Angelo, el dueño de la cantina La Lonja, el bar ubicado en el mismo edificio del que ya hablamos en este artículo de Cocinas del Underground. Todos los días a las cuatro de la tarde se sienta en la última fila junto a Quique, de Peixcateria Valencia, dueño de cuatro pescaderías en la ciudad que exhiben un género voluptuoso, si se puede decir eso de unas gambas. Ambos llevan en la cabeza lo que quieren a comprar ese día. Angelo termina llevándose pulpo, lenguado, escorpa, mabras, langosta, sepia, dorada o palaias, con Quique pierdo la cuenta. A las respectivas necesidades de sus negocios se sumarán al final de la subasta alguna otra cosa que les entra por los ojos. Tienen buena vista para valorar el género desde esa distancia. Para una miope como yo, es difícil distinguir los tamaños desde aquí.
Colisión en la lonja
¿Cuál es el secreto para comprar lo que quieres llevarte a buen precio? Angelo y Quique me hablan de intuición, observar a los demás compradores e incluso algo de suerte. Los mayoristas parten con ventaja, me dicen, porque ya saben los precios de otras lonjas. Sospecho que los asalariados del Sr. Roig también deben tener algo de información privilegiada. Manolo, el mayor de los hermanos Andrés del Grupo La Sucursal me explica que el secreto reside “en la experiencia y en pagar más que los demás. Si te esperas a que baje mucho, te quedas sin él porque se lo va a llevar otro. Nosotros, los restaurantes pagamos un poco más, no apretamos en el precio porque cobramos al cliente más por el pescado que en una pescadería”. Él viene casi todos los días. Esa noche reabre La Sucursal, así que el rape, la dorada y las cigalitas que ha comprado hoy servirán para hacer feliz a algún comensal afortunado que estrene el recién inaugurado restaurante del Veles e Vents. Por su parte, Steve Anderson, otro viejo conocido de la gastronomía valenciana, viene a la lonja unas dos veces por semana. “Menos que Manolo, pero más que Bernd”, señala sonriendo. Steve acaba comprando salmonete, pulpo, pajel, galera y jurel para Seu Xerea que esta semana está de aniversario. 21 años cumple el restaurante del británico birmano.
En general reina la armonía, todos se conocen. Bromean, comentan en voz baja incluso el empleado de Japofish anima un poco la tarde cantando ‘Despacito’. Pero me cuentan que sí, que de vez en cuando hay alguna pelea y que alguna vez, pocas, muy pocas, se ha llegado a las manos. De vez en cuando suena un sonido molesto, como el que sale en los concursos de la tele cuando los participantes fallan una pregunta. Quiere decir que dos compradores han pulsado al mismo tiempo y en la pantalla aparece en rojo la palabra ‘Colisión’. Cuando esto pasa, el precio sube un poco para volver a bajar enseguida antes de que el más rápido consiga llevárselo. Angelo y Quique, a pesar de ser amigos, también compiten por el género. “No sabes la de veces que le llamo fill de puta cuando se lo lleva él”, apunta Angelo divertido con su acento del Este.
Viendo los precios a los que se paga el pescado, en ocasiones tengo la sensación de que a los compradores les sale muy barato y el margen que consiguen es grande, pero otras entiendo perfectamente lo que cuesta un plato en un restaurante y no me parece que ganen tanto. Un lenguado enorme con una pinta bárbara sale por 25 euros y acaba pagándose a 18. Una langosta que supera los cuatro kilos empieza por 25 y se la llevan por 29,45 €. El rey de la subasta es un dentón de 7 kilos que acaba en manos de un mayorista. Los mayoristas compran género para llevarlo a Mercavalencia, que es donde se concentra la mayor venta de pescado para pescaderías, bares y restaurantes. Hasta allí también tienen que desplazarse muchos de los restauradores porque en la lonja de Valencia no se encuentra todo el pescado. La merluza, el atún o el salmón vienen de otras latitudes y solo se encuentran allí.
En la subasta se vende prácticamente todo el pescado. Solo hay dos cajas de morralla que Manolo, el pescador del Caimán I vuelve a llevarse. Ese pescado, junto a otros ejemplares que bien por tamaño o porque tienen algún defecto que impiden su comercialización, se vende en 'el rancho'. A las afueras de la lonja, junto a las barcas, muchas personas que ya saben de qué va esto esperan para comprarle directamente al pescador. Los marineros pueden sacar en el rancho unos 30 euros al día, los gastos diario que necesitan para vivir. Pero el rancho parece tener los días contados. La Guardia Civil aparece mucho últimamente para disuadir la venta, y de esta forma, impedir que muchos inmigrantes tomen, con suerte, su ración mensual de pescado.
Ver como se hacía antiguamente la subasta debía ser todo un espectáculo. Antes el proceso era a viva voz. Un señor con un megáfono iba cantando en valenciano los precios del pescado, no en pesetas sino en duros, mientras los compradores en corro gritaban y levantaban las manos. La informática nos ha facilitado mucho la vida, pero se ha cargado la magia. Aun así, el ambiente alrededor de la lonja sigue pareciendo de otra época. Muchos señores mayores se acercan hasta allí para ver cómo llegan los barcos y descargan el pescado. En lugar de mirar obras, observan rodaballos. Se cuela algún turista y un yonki en pleno subidón trata de venderles un pezqueñín que se ha caído de una caja y que acaba en las garras de una gaviota. Y no sé por qué, pero no huele a pescado. Da igual, la imagen del señor que repara las redes de pesca con el crucero de fondo arrojando a la ciudad hordas de turistas británicos ignorantes de lo que está ocurriendo bajo su mastodonte flotante es sencillamente inolvidable.