José García Poveda lleva casi 40 años haciendo fotografías con un sello inconfundible. Hoy, a los 70, sigue yendo a todas partes con su cámara
VALÈNCIA. El Flaco tiene barriga. Y hasta un nombre: José García Poveda. Aunque muchos no lo saben y le llaman eso, Flaco. “O Paco, hay gente que me llama Paco, y yo les contesto como si nada”. Es lo que tiene ser un personaje. Porque este fotógrafo murciano, de Mula, tiene ya tanta entidad en València como muchas de las personalidades a las que ha retratado. Por eso fue nombrado hijo adoptivo de la ciudad hace un año. Y por eso se permite la licencia de hacer una exposición y llamarla ‘La Habana del Flaco’. O ‘La València del Flaco’.
La barriga es el único atisbo de decadencia que se encuentra en la cáscara del Flaco. Lo demás es una burla descarada a sus 70 años. Tiene muy buen aspecto y la cabeza sigue tan ágil y mordaz como siempre. Es verlo y parece que sea el mismo hombre de mediana edad que trasegaba en el Negrito mientras contaba sus últimas andanzas por Cuba. Su amada Cuba.
Ahí sigue. Tieso como un mástil, con el chaleco puesto, a pesar del día tórrido y húmedo, y la camarita colgando del cuello. Como esos pistoleros que jamás van desarmados. “Cuando quedo con los compañeros siempre les digo que no entiendo cómo no van con la cámara a cuestas”, apunta.
No hace el comentario con condescendencia. Nunca se ha sentido superior. Y a pesar de que muchas veces era él quien salía de un acto con la mejor foto, la más divertida o la más sorprendente, habla con un respeto mayúsculo de sus colegas. “Mis compañeros hacen mejores fotos que yo, que no estudié y siempre he sido autodidacta”, concede.
Habla sentado con las piernas cruzadas en un banco de piedra del claustro de La Nau donde todo el que pasa le saluda como si fuera el decano. Le gusta ese lugar que no es idílico por culpa de una sierra mecánica que aúlla sin piedad. Y le gusta por la belleza del patio, con las columnas y la estatua de Luis Vives en el centro, pero también por los recuerdos. Allí llegó un joven García Poveda en 1969 para estudiar Económicas en la Universidad de Valencia. Aún no era el Flaco. Solo un joven muleño despistado y muy delgado. “Pero no era lo mío. A los dos años me lo dejé y me puse a trabajar en un bar del Carmen. Y luego en una imprenta con una máquina de offset en la que hacíamos la publicidad de todos los partidos”.
Ha pasado medio siglo y el acento perdura, sujeto a su lengua como un fósil. “No se pierde, no, aunque en Murcia me dicen que hablo muy fino”. Aunque cada vez pisa menos el terruño: sus padres murieron en el 98 y desde entonces cuesta más emprender el camino hacia Mula, donde su padre, que trabajaba en el Servicio Nacional de Cereales, llegó a ser alcalde en los años 50.
De joven le gustaba la fotografía y en 1982 se compró una cámara. “Por las tardes trabajaba haciendo reproducciones en una máquina de offset. Hasta que un día me lo dejé y ya me dediqué a lo de las fotos”. Aprendió por su cuenta. Salía con la cámara por el Carmen y disparaba a lo que le llamaba la atención. Primero una Zenit rusa, “que era de piedra”. Luego ya siempre Nikon. Y se juntaba con los maestros del oficio para aprender. Como el gran Paco Jarque, que le enseñaba algunas nociones básicas en su estudio. O acudía a Nácher, a la histórica tienda especializada de la calle del Mar, para encontrarse con otros fotógrafos.
Al año empezaron a caerle los primeros encargos. Y durante las siguientes décadas pasó por las redacciones de Las Provincias, el magazine que hacía Miguel Ángel Pastor, El País, El Sol, de Madrid, o el Levante, donde solo duró un mes. “Le pedí a Ferran Belda que me hiciera fijo y me dijo que no”, recuerda divertido. Pero su medio por antonomasia fue la Cartelera Turia. Allí trabajó desde 1986 hasta 2019. Entró en una modesta publicación donde la crítica descarnada y sin censura muchas veces zarandeaba la ciudad entera, y salió, 33 años después, apenado por su decadencia. “Mi primer trabajo fue un concierto de Santiago Auserón en Ribarroja”, recuerda. Le pagaban por foto pero ya olvidó cuánto. Solo que aquello “no daba para vivir”.
En los 90 empezó a viajar con asiduidad. “Yo seguía de cerca la política de Nicaragua y me fui a cubrir las elecciones. A la vuelta tenía que hacer escala en La Habana y quedarme allí un día. En el aeropuerto conocí a una periodista alemana que llevaba detrás a dos periodistas locos por ella. Me pidió quedarse conmigo, pero, ojo, que no hubo ningún rollo, y la llamaron los periodistas para invitarla a una cena con un famoso fotógrafo cubano. Ella les dijo que si no iba conmigo, no iba. Y así fue cómo me invitaron y pude conocer a Alberto Korda”.
Korda es el autor del retrato más universal del Che Guevara y rápidamente congenió con el Flaco. “Esa noche nos emborrachamos como cerdos y me pidió que me quedara unos días. Me contó cómo hizo la famosa foto del Che, disparando solo dos veces, una vertical y otra horizontal, y me regaló una copia que tengo en casa”.
El fotógrafo cubano murió en mayo de 2001 y la noticia sorprendió al Flaco en la otra parte del mundo, en Kenia, con otro personaje del que se hizo más amigo aún: el cómico Pepe Rubianes. Pero desde aquella visita accidental a La Habana, el fotógrafo ha vuelto a la capital de Cuba 15 o 16 veces. Especialmente en los 90, cuando llegó a volar tres veces en un año por los motivos más insospechados: la visita de Juan Pablo II, la cumbre Iberoamericana, el entierro de los restos del Che… “Pero tras la muerte de Korda dejé de ir. Hasta que, en 2016, regresé atraído por la histórica visita de Barack Obama. Y el año pasado, por el 500 aniversario de La Habana, donde vi hasta el concierto de los Rolling Stones, que fue apoteósico”.
Cuba le caló hondo. Allí, en la vieja ciudad, se ha sentido a gusto. “Cuba se ha comido un marrón muy gordo por la Guerra Fría. Si no es por los yanquis y el bloqueo, Cuba sería otra cosa”. Tanto viaje y tanto acto le permitió conocer a Fidel Castro. “La primera vez que hablé con él fue en 1999. Estaba con un fotógrafo alemán y tenía un álbum para Chávez, que estaba con Fidel, y vino a saludarle. Castro me preguntó que de dónde venía, le dije que de València y se puso a hablarme de la paella. Otro vez le llevé un regalo, unas fotos de un trabajo que hice con los niños de Chernóbil que se estaban curando en la playa”.
Pero hubo más viajes. Muchos de ellos con Rubianes. Otros por su cuenta. A Camboya, Crimea, el Sáhara, Egipto… O unas extrañas vacaciones, en el 93, en Bosnia. “Acompañé a un equipo que iba a hacer una película de Pedro Rosado para Televisión Española. ¡Caían unos pelotazos! La verdad es que pasamos un poquito de miedo”. Ahora vive más tranquilo. Ya dejó el Carmen y se instaló en la Malvarrosa, con su mujer y la hija que tuvieron hace 15 años. Explica todo eso con una curiosa calcomanía de un par de burritos en un antebrazo. “Es de mi sobrina, que ayer cumplió seis años y es muy simpática”.
Con Rubianes vivió de todo. Su risa contagiosa invitaba a gastar más y más bromas. Una de ellas fue memorable. “Hice una foto muy buena de Juan Carlos I por la que me pagaron 300.000 pesetas. Salían el Rey, el Che y unas mujeres haciendo puros habanos. Se la mandé al Rey y, a través del equipo de prensa, le pedí que me la firmara. Me contestaron que no querían, que no lo veían claro. Y yo aproveché y, como dominaba la máquina de offset, falsifiqué una carta, con el escudo real y todo, en la que invitaba a Pepe Rubianes a una audiencia en la Zarzuela. Luego cogí a mi sobrino y lo mandé al Olympia, donde estaba actuando Pepe, como si fuera un mensajero enviado por la Casa Real. Y al acabar la función, como todos los días, pasé a recogerlo y nos fuimos al Negrito. Se la creyó entera. Y Pepe me gritaba escandalizado: ‘¡Que no voy! ¡Que le den por culo!’. En el Negrito se la enseñé a todo el mundo y luego me quería matar. La verdad es que le echo de menos…”.
El Flaco tuvo la suerte de trabajar cuando la profesión convivía con los protagonistas. Solo así se entiende que cada vez que Sabina actúa en València le dedique una canción. “Me llama siempre su mujer y me invita al concierto. Y a mitad actuación, coge y me dedica un tema. La verdad es que eso da gusto”.
La conversación se corta por la llegada del vicerrector, con quien charla animadamente. El Flaco aprovecha para recordar sus años subversivos como estudiante en aquella universidad, como aquel día que arrancó el retrato de Franco de un aula y lo quemó en el claustro. “Si me pillan, me fusilan”, advierte ahora con más juicio. Eran los tiempos de ‘El zoo loco’. “Era un grupo de amigos antifranquistas que realizábamos actividades que algunas puede que no hayan prescrito…”. Uno de esos ‘locos’ le puso el apodo que ya nunca le abandonó al ver su delgadez y que no paraba de rascarse la cabeza, como el personaje de Stan Laurel en la pareja cómica del Gordo y el Flaco.
No tarda mucho en elegir una foto de estos 38 años de profesión: la de dos niños sentados en el malecón con un bidón de plástico. “Se utilizó como imagen contra el bloqueo y la pérdida de libertades de Cuba. Cuando volví por el 500 aniversario, salía de la Guarida (un famoso restaurante de La Habana) y me dirigía al Capitolio, cuando me crucé con una vieja y, de golpe, se me ocurrió mostrarle la foto y preguntarle si conocía a esos dos niños. Mi sorpresa vino cuando me dijo que vivían en un edificio ahí al lado. No los llegué a localizar pero me los están buscando. Y cuando me los encuentren, volveré a Cuba para hacerles la misma foto, 27 años después, en el malecón”.
El Flaco ya tiene 70 años, pero siente que todavía le quedan fotos por hacer. “Me hubiera gustado retratar a Ennio Morricone, esa me quedó pendiente, por ejemplo”. Por eso, porque nunca se sabe cuándo te encuentras una buena foto, sigue yendo con la cámara en el pecho a todas partes. Antes de despedirse, pide hacerse un selfie. Y cuando esperas que saque el móvil de un bolsillo, coge la cámara, gira una pantallita y dispara. El selfie del Flaco.