Como siempre que hay una irrupción política relativamente inesperada, ya sea por extravagante o por extremista, producimos un aluvión de opiniones que tratan de explicar qué nos está pasando. En parte por la espectacularización del debate público, pero también porque cuando ocurren las entendemos como un síntoma de que algo va mal.
Que una persona conocida por ejercer la extorsión pública o inventarse bulos, sin más recorrido reseñable, consiga 800.000 votos con propuestas como construir la cárcel más grande de Europa o acudir con coroneles retirados a Canarias para preparar la autodefensa ante una supuesta futura invasión marroquí, es para comentarlo.
Parto de una base. No creo que la mayoría de la gente que le vota sea tan limitada como para tomárselo en serio. Lo creo sinceramente. Y por lo que parece las personas que lo votan no lo hacen fruto de la desesperación económica, como se ha atribuido, por ejemplo, a una parte importante del voto a otros líderes ultras como Milei. Aquí parece que, incluso, sus votantes se autoperciben por encima de la media económica del país. Y tras los gritos de ‘Irene Montero acuda a caja 3’ que se escucharon en la celebración del resultado no parece que se esconda la lucha de clases.
Por la edad y la abrumadora mayoría de hombres entre sus votantes, parece que sí que son un grupo de personas convencidas de que tienen que reaccionar contra el enemigo imaginario del feminismo. Se sienten perdedores de vivir en igualdad, en lugar de poder relacionarse desde la superioridad con las mujeres. Mientras ellas, afortunadamente, no están dispuestas a volver a vivir como subalternas de ningún hombre, como tuvieron que serlo sus abuelas. Aunque ningún hombre haya perdido nada, sino que muchas mujeres han ganado mucho y eso, también, es bueno para ellos. Y hay que construir mucho sobre esa idea. Porque el feminismo permite también que los hombres se liberen de unos roles absurdos e insanos, tener una relación entre iguales y convivir con personas libres, que voluntariamente deciden compartir espacios. No puede ser más atractivo vivir con rehenes que con compañeras.
Pero si hay un rasgo que define a los votantes del penúltimo experimento ultra es la antipolítica. El rechazo a los políticos y políticas en abstracto. De todos y todas. Y esto solo es posible con un desprestigio de bomba de racimo que, aunque no es patrimonio exclusivo de la nueva extremaderecha, les dota de un componente antisistema y, a sus ojos, rebelde. Dota de sentido a su acción, porque va contra un supuesto statu quo.
¿Cómo es posible que sea posible a base de bulos convencer a centenares de miles de personas de que todos son tan malos que por qué no votar a una versión política del chiquilicuatre eurovisivo? Pues porque se ha legitimado ese discurso.
Si tienes a referentes, de tiempos pasados, diciendo, paradójicamente, en horario de máxima audiencia en televisión que ya no se puede hablar de nada… parece más sencillo que no se trate como loco a quien te lo cuenta a través de pseudomedios o un canal de Telegram.
Cuando ante las propuestas ultras, en lugar de levantar un cordón sanitario, se tontea discursivamente, como acostumbra a hacer Feijóo cada campaña respecto a la inmigración, es más difícil combatir el odio. O también si se fracasa en atender el descontento con medidas reales se abre el campo a que aparezcan estos charlatanes. Y en eso todos debemos hacer autocrítica.
Aún así, si tuviera que elegir solo una causa para llegar aquí, elegiría la banalización de la mentira. Porque si se deja caer el primero de los consensos, que es el de los hechos, es difícil construir ningún tipo de conversación. Ya ni hablamos de lograr acuerdos.
Ocurrió en la pandemia, negando la legitimidad de la ciencia. Y, aunque pasó ese momento de crisis, de ese virus no hemos pasado página.
Basta un ejemplo de la última semana. El miércoles el Partido Popular y el Partido Socialista acordaban que el Gobierno de España concediera unos beneficios fiscales a las empresas que colaboraran con la capitalidad verde de la ciudad de València. Algo que había sido pedido por el Ayuntamiento de València, casi unánimemente. La alcaldesa optó en ese momento por poner el foco en pedir celeridad al Gobierno, más que en celebrar la colaboración. Legítimo, aunque bajo mi punto de vista un tanto sobreactuada en busca de una manera de discrepar, una vez ya acordada la medida.
Pero solo un día después se votaba en Les Corts una proposición donde se pedía, en este caso a la Generalitat, apoyo a la Capital Verde Europea de nuestra ciudad. Y el Partido Popular, junto con Vox, votaba en contra. La alcaldesa, allí presente como diputada, tampoco votaba tampoco a favor. De hecho, no votaba.
Y sería grave por incongruente, pero es peor por lo que ocurrió a continuación. A la pregunta de por qué no había apoyado a su ciudad respondió que se había despistado, porque había recibido una llamada al teléfono. Ya la excusa sonaba a que el perro (imagino que Sanxe) se había comido sus deberes, pero en el video de la sesión se ve claramente como no hay teléfono, ni llamada, ni nada.
¿Cuándo una alcaldesa, en una decisión tan importante para su ciudad, en una sesión que está grabada se atreve a mentir tan descaradamente, como no va a colarse en el debate público con éxito un profesional de la mentira? Al teléfono de Catalá estaba Alvise.