¿Eres uno de esos aguerridos muchachos que cree poseer el tarro de las esencias de la izquierda verdadera? ¿Te consideras un experto en teoría marxista porque has visto tres vídeos en Youtube con infografías muy chulas? ¿Piensas que maricas, feminazis y negros os están desviando el discurso con sus tonterías progres y os impiden hablar de lo que es verdaderamente importante para los obreros? ¿Lanzas peroratas sobre los supuestos deseos de la clase trabajadora desde las 325 plataformas mediáticas y académicas que tienes a tu disposición?
Entonces, estimado camarada, déjame decirte que tengo dos noticias para ti de gran relevancia. Ya sé que mi opinión te importará entre 9 y -20 pues, al fin y al cabo, solo soy una feminista aburguesada postmoderna a la que probablemente llamarías izquierda brilli-brilli. Así que juguemos a un juego. Haz como que este texto está escrito por una de esas chavalas de 17 años a las que te gustaría ligarte porque son “muy maduras para su edad” y finge que lo que digo te interesa un poco (tienes práctica en ello, seguro que lo bordas).
¿Preparado? Bien. Te pongo brevemente en antecedentes. Alienígenas ancestrales es un programa de culto en mi familia en el que capítulo a capítulo (y llevan 25.679) desarrollan una descabellada teoría sobre que en realidad todos los asuntos relacionados con la humanidad han contado con intervención extraterrestre. Da igual la época, el asunto o las coordenadas. La respuesta siempre son los aliens. Bueno, pues en uno de los últimos episodios desvelaron (música de suspense) ¡la existencia de lesbianas de clase trabajadora! Sí, sí, una señora a la que le gustan otras señoras, y que encadena contratos precarios y dificultades para llegar a fin de mes. Sin paguita del Ministerio de Igualdad ni del lobby rosa ni nada. Increíble, ¿verdad? La conexión de estas mujeres con el mundo interplanetario no quedó muy claro (¿quizás llegaran en una nave nodriza de alguna estrella lejana?), pero lo mollar es que, efectivamente ESTÁN ENTRE NOSOTROS.
Sé que esto destroza todo tu sistema de valores, firmemente asentado en que la etiqueta de obrero solo la puede ostentar un rudo señor blanco cis y tremendamente heterosexual recién salido de un fotograma de ¡Qué verde era mi valle! Vamos, que fuera de la siderurgia, la cadena de producción, la estiba o la obra, todos son una panda de burgueses. Pero no te preocupes, todos tenemos problemas y de estar atrapado en clichés trasnochados también se sale.
Y es que, si abandonas por un momento todas las columnas, libros y tertulias en los que martilleas sobre cómo “las políticas de identidad revientan la lucha obrera” (entendiendo siempre que la identidad son los otros, claro, lo tuyo es simplemente ser tú mismo), quizás te des cuenta de dos pequeños detallitos. El primero, que en el mercado laboral actual un community manager explotadísimo, una dependienta de esa cadena de moda low cost de la que usted me habla, la encargada de la limpieza de la oficina que depende de una subcontrata terrorífica, un camarero al que no le pagan las horas extra o incluso un redactor de periódico forman parte del proletariado aunque no lleven casco. Y el segundo asuntillo es que, tanto en esos puestos menos ligados al entorno fabril como en los que tú asocias con el auténtico espíritu obrero se ganan el pan personas que no son ni heterosexuales ni cis. Resulta que te puede venir a casa un fontanero bisexual. ¿Cómo te quedas?
Este descubrimiento quizás te haga comenzar a entender que reivindicar igualdad, respeto y políticas públicas que permitan acabar con la discriminación todavía enquistada hacia el colectivo LGTBI no supone abandonar las reivindicaciones de la clase trabajadora. No son compartimentos estancos. Esto no es el quiosco en el que tienes que elegir un solo helado del arcón congelador. Puedes pedir el Calippo y el Maxibon. Porque aquí los derechos no se anulan unos a otros, sino que suman. ¡Bienvenido al fascinante mundo de la interseccionalidad! Al parecer, las personas no somos entes unidimensionales, sino que estamos construidos por muchas capas de sentido. Y por ello, las luchas no forman categorías excluyentes, sino complementarias. Que una reponedora trans de unos grandes almacenes encuentre mayores facilidades para llevar una vida digna, que consiga escapar de la violencia verbal o física, ¿en qué supone exactamente una traición a la clase obrera? No quiero ser malpensada y empezar a sospechar que lo que te incomoda es tener que perder privilegios y ceder poder en el espacio público...
Pero como te he comentado antes, el hallazgo de que las personas LGTBI no son todas ricas potentadas no es la única primicia que tengo preparada hoy para ti. La otra es que, aunque tú y tus colegas muy rojales y mucho rojales os consideréis el último baluarte de la ortodoxia revolucionaria, en realidad, vuestros postulados os acercan bastante a los de esos líderes neoliberales a los que decís despreciar. Sí, todos esos que comentan gozosos que les da “igual a quién se meta cada uno en su cama porque hay libertad para acostarse con cualquiera” o que “en su casa cada cual haga lo que quiera”. Vamos que reduce la vida LGTBI al ámbito privado, a las relaciones sexuales y al individualismo absoluto. En la esfera pública pueden existir, pero que sean discretitos.
Encontráis en esta gente un reflejo con perlas y gomina de vosotros mismos porque, en el fondo, estáis negando a una parte de la población la posibilidad de que sitúen sus anhelos y reclamos en el centro del espacio público, de considerar sus asuntos como algo colectivo y prioritario. Para vosotros, que vayan a su aire, pero que no vengan a incordiar con sus memeces de purpurina sobre inclusión, que con tanto jaleo no os podéis concentrar en apoderaros de una vez de los medios de producción (hasta ahora iba de fábula el tema). Para ellos, que consuman como si fueran ‘normales’, pero que no armen escándalo con sus alegatos contra la normatividad por castigo ni intenten difundir otras formas de entender la vida. Que se limiten a ser un adorno vistoso para salpimentar las reuniones sociales y ya está. En cierta manera, son dos caras de una misma moneda, esa que considera la existencia propia como medida universal de todas las cosas y considera a quien disiente de esas coordenadas como una otredad frívola e irrelevante.
Y entre unos y otros, los discursos de odio se ven legitimados y van colándose sin demasiada dificultad por las grietas de nuestras calles, en las mesas de nuestros bares, en nuestras aulas y en los países que tenemos a medio Ryanair de distancia... Las agresiones homófobas siguen acumulándose, disfrazadas de casos aislados, pero la realidad es que hay gente a la que le están abriendo la cabeza por atreverse a existir en una plaza, por intentar vivir sin pedir permiso ni esconderse, por haberse cansado de respirar en un disimulo constante.