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covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 2º)

7/04/2020 - 

Subo las escaleras que suben a la planta Covid, tengo que visitar a un paciente mío que ha salido de la UCI. ¿Qué significa un paciente mío? Usamos el posesivo cuando nos ponemos un poco paternales (casi todo el tiempo). Suele ser por el vínculo, la costumbre o el sentimiento de guía. A veces se pronuncia con hartazgo, es sólo el peso de una cruz. Paciente mío, paciente tuyo. El chico me busca hace año y pico en la consulta para que dé con una brújula para su desazón, un mapa, una tregua. Algún motivo para tragarse esta trola de mundo que nos recibe, para pintarse una sonrisa en la cara. O lo que den quince minutos de visita: un certificado de loco, un puñado de pastillas. Una caja de Kleenex. Este paciente mío a menudo sólo quiere marcarme un pulso y salir con cara de ganador. Pero no pienso reñirle. No hoy.

Ha salido de la UCI y estoy cagada pero debo disimular. Subo y suena una música épica en mi cabeza, la banda sonora de la escena cumbre, y me pregunto por qué soy yo la única que la escucho. Una auxiliar que me cruzo me sonríe distraída. Tengo que hacer la visita en la planta de Interna y llevo la caja de Xeplion 50, no puede irse a casa sin la inyección. Es Covid negativo pero no me fío. La compañera que lo visitó hace dos días se puso un equipo EPI que venía de usarse el día anterior y que hoy usará otro médico, y luego otro. Un asco. Imagino cuánta gente iría al spa a darse un masaje si la braguita que te dan no fuera desechable. Para la planta no hay EPIs, tan sólo el mandil de papel, los guantes, la pantalla, la mascarilla. Casi lo prefiero.

La madre es de riesgo y pide pasar el mínimo tiempo en la sala, le digo que espere a mi llamada y la haremos esperar en el mostrador de urgencias. Está nerviosa, como la internista que ha llamado varias veces. Todo urge y me supera la cronología, la cadena que debe pasar por mí y no debe encontrar ningún escollo. La cama debe liberarse con la mínima burocracia.

Yo he floreado hasta las doce y ahora me pregunto en qué narices andaba metida. En mi miedo. Metida como una polilla. Apelo mentalmente a Marguerite Duras (El dolor, Alianza). Ella ha recorrido París cada día al reclamo de un agente de la Gestapo que se ha enamorado de ella. La cita en los cruces de calles, en algún café con doble puerta. Lugares de los que se pueda huir. Ambos saben que uno de los dos condenará al otro, juegan al perro y al gato en un pulso mortal. Ella trabaja para la Resistencia. "Empiezo a estar acostumbrada al miedo de morir ─dice Duras en su diario─. Eso parece imposible. Más bien lo diré así: empiezo a estar acostumbrada a la idea de morir".

El pasillo de Interna tiene todas las puertas cerradas, con carteles que rezan "Covid positivo" en rojo o "Pendiente" en blanco y negro. Hay una gran excitación entre las enfermeras. Muchas son nuevas, vienen de otros departamentos y no saben dónde está cada cosa. Se agotan de ponerse y quitarse las protecciones, sudan, resoplan, empañan las gafas, alguna se queja que no ve ni dónde pone la cuchara del puré para el abuelete. Los carteles se me antojan un capricho, cada puerta cerrada emite la misma vibración de alarma. Miro el dorso de mi mano donde he escrito el número de cama y me detengo frente a dos carros pegados a la pared con cajas de guantes, gorros y mandiles. Empiezo por el mandil, el papel es tan frágil que rasgo la manga y miro a mi alrededor por si alguien ha visto mi torpeza. Puedo superar a Barragán y Mr. Bean juntos si no me concentro. Miro la caja de los mandiles e imagino cientos zarpas proveyéndose del material mal llamado aislante, ¿he invertido la serie? Lo primero eran los guantes, por supuesto. Maldigo mi estampa; el sentido común debo de haberlo dejado en casa. Me olvido de la prisa y observo tres cajas en fila: grande, mediano, pequeño. Pienso en los tres cuencos de Ricitos de oro y me divierte pensarme un personaje de cuento, pero la risa se hiela al leer un cartel junto al carro elegido. "Zona sucio", leo. "Zona limpio", pone junto al otro carro, el que yo no he elegido. Las piernas son de gomaespuma, respiro. Un quejido largo y doloroso se cuela por debajo de una puerta con cartel rojo y me parece demasiado largo, inhumano, como un maullido. Un lamento senil.

Una señora de la limpieza que bromea con su compañera pasa por mi lado y la detengo. Lleva unas gafas horrendas, pasadas de moda, y no es una reina de la belleza. Pero tiene un candor tan hermoso que no olvidaré. Se toma el tiempo de instruirme: "Sucias sólo están las pantallas ─aclara─, coge ésa". Para colmo de generosidad me ayuda a cerrar los nudos del mandil que me he empeñado en atar a la espalda.

Foto: ROBER SOLSONA/EP

Por la tarde me reiré de este detalle con mi marido, todo el mundo se ata por delante los cordoncitos. Me río y me libero pero soy una incauta, me creo salvada, como si no haber caído fulminada en la habitación fuera una garantía. Necesitamos reírnos como mi marido descubre el yoga o mi madre, científica veterana, necesita hacer bizcochos, o vaciar altillos, o subirse a unos tacones para bajar la basura. La locura y la descarga se han vuelto elementos prácticos estos días. Pero mi raya roja, olvido, el inicio de mi incubación real, empieza hoy otra vez, y siempre, cada día. Hoy cuento de cero mis catorce días.

Mañana habrá que volver al hospital. Nadie ha pedido una instancia para esperar en casa el material que nos proteja. El New York Times nos califica de kamikazes. En el ministerio desojan la margarita con la homologación de los respiradores, pero nosotros nos movemos forrados de bolsas de basura, con gafas de buceo rescatadas de la bolsa de la playa. Hace una semana una enfermera se hizo un selfie con un compañero del SAMU que posaba dentro de su EPI como el hombre de Michelín. Era sensacional saber que existían. A los pocos días apareció por el centro de salud un treintañero risueño con una ristra de pantallas de plástico, recién salidas de su impresora 3D. La foto provocó también gran jolgorio en el chat del equipo. S., la enfermera soñadora que asegura que esto es un mensaje del planeta, sale a hacer domicilios con un chubasquero hasta las rodillas. Suda como una merluza al vapor, confiesa, y está perdiendo peso a la carrera. Y mi mascarilla de flores kitsch causa sensación, lleva un doble fondo en el que meto la quirúrgica y tiene un pespunte estratégico en la línea media.

No sabíamos hacer nada, me digo, y ahora no paramos de "invental" como los cubanos. Quien haya viajado a La Habana sabe del arte que tiene esta gente por hacer funcionar las cosas antes de que lleguen las piezas "homologadas". No sólo mueven carrocerías de los años 40: la comunicación, el comercio, la sonrisa, las caderas. El alma entera. No esperan órdenes oficiales para vivir, para querer, para salvarse.

Nosotros éramos parásitos del bienestar. Apoltronados en nuestra colmena de oro, atróficos, dependientes. Vivíamos atrapados en una maraña burocrática, en el “vuelva Usted mañana”. Si no fuera por la indignación, el drama y la pérdida, este momento sería incluso hermoso. Un 'cubanismo' hispánico que cruza el Atlántico y vuelve de la colonia. La miseria no es un ente estable: muta, se traslada. Hace viajes a través del océano y despierta la esencia de un pueblo que improvisa como nadie. A menudo me lamentaba de la improvisación permanente que muestran los políticos. Hoy, en nuestras manos, nos salva.

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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