VALÈNCIA. Hubo un tiempo, finales de los 70, principios de los 80, en el que una persona podría haber vivido sin salir nunca de Maestro Gozalbo. En esta calle, que va de la Gran Vía Marqués del Turia a Reino de Valencia, había de todo. Había un Superette -una antigua cadena de supermercados con más de veinte establecimientos en toda València-, un ultramarinos de batalla en el que el dueño siempre tenía un par de caramelos para los niños que iban de la mano de su madre, y otro más selecto, Tomás Huerta, en el que los chavales que volvían del colegio Dominicos robaban las cañas de azúcar que exhibían en un cesto como algo exótico. Había también una tintorería y una peluquería. Una sala de exposiciones y una librería de viejo. Una ferretería y Plásticos Montesa. Un estanco y una farmacia. Una pescadería y una carnicería en la que el carnicero era sordomudo y leía en los labios que querías cuatro filetes de ternera. El cine Goya y la discoteca Oggi -después New Café Concert- frecuentada por los primeros modernos de València con sus crestas de colores. Había un kiosco en una esquina y otro en la esquina de enfrente. El bar Inglés, la cafetería Goya y la marisquería Tu Casa. Y había una pastelería -Dulces Sanz- y en la acera de enfrente la panadería de los Ballester, el Horno Goya, donde una adolescente, Inés, soñaba con llegar a convertirse algún día en presentadora de televisión.
El Goya cambió de propietarios hace 38 años, en 1983, cuando se lo quedaron Paco Mata y Elisa Chaves. Este matrimonio está a punto de jubilarse y el negocio pasará esta vez a manos de su hija Elisa Mata y Antonio, su marido. En el escaparate de la tahona, entre bollos y hogazas de pan, reposa un librito en el que sale una sonriente Elisa Mata al lado de un título estremecedor: 21 días atrapada en mi ser.
"Lo escribí porque quería dar a conocer mi caso", advierte Elisa mientras cruza, muy recta, hacia la plaza donde estaba el cine Goya para sentarse en una terraza. Habla algo despacio y alguna palabra se engancha en su lengua. Pero todo esto, andar tan recta, hablar con algún problema, es una broma para alguien que, en 2004, se convirtió, de la noche a la mañana, en un bebé de 26 años.
Todo empezó durante un entrenamiento de natación en diciembre de 2003. Elisa, muy deportista, estaba nadando de espalda en una piscina de Ruzafa cuando empezó a notar que tenía el cuello algo rígido. Acudió al médico y el doctor le mandó hacerse una resonancia para descartar que tuviera algo en el cuello. La chica fue, se hizo la resonancia y se olvidó. Después de Navidad, la llamaron para que acudiera a recoger los resultados. Cuando abrió el sobre, se quedó de piedra. Acababan de comunicarle que tenía un tumor en el cerebro.
Elisa tenía 26 años. Estaba casada y locamente enamorada de su marido. Había acabado la carrera de Turismo y trabajaba en el horno de sus padres. Era una chica muy guapa y la vida le sonreía. Todo iba bien hasta que abrió ese sobre y leyó aquellas palabras hechas de hielo: tumor cerebral.
"Después de aquel diagnóstico me hicieron mogollón de pruebas. Yo estaba en shock. No era consciente de lo que me estaba ocurriendo. Me hablaba la gente y era como si no les escuchara", comenta Elisa antes de cortar la conversación para pedir que le abra la botella de agua después de haberlo intentando ella sin éxito. Luego se salta un buen cacho de la historia para adelantar que su marido, el hombre del que estaba perdidamente enamorada, la dejó. Que primero se desentendió de su problema y luego, después de sacarle los cuartos, dejó tirada a aquella joven inválida.
Elisa se convirtió en una chica que andaba siempre bajo un nubarrón. No paraba de llorar y se convirtió en una persona muy arisca. Aquello desembocó en una profunda depresión. Pasaron dos meses y once días desde que abrió el sobre con el diagnóstico hasta la operación. La angustia era tal que preguntaron al neurocirujano si la intervención se podía hacer por lo privado y así adelantarla unas semanas. "Nos pidió tres millones de pesetas, que hace 17 años era muchísimo dinero. Mis padres, al ver mi angustia, estaban dispuestos a gastarse lo que fuera, pero yo entendí que intentaban aprovecharse de ese sufrimiento y me negué. Iríamos por la Seguridad Social".
Aquella joven asustada y horrorizada, que tenía pesadillas recurrentes por las noches, entró en el quirófano el 23 de marzo de 2004 a las ocho de la mañana. Después de tres horas de intervención para extirparle el tumor, la pasaron a la UCI. Allí empezó lo peor.
Elisa dice que nadie les contó la verdad de una operación de esa envergadura, de las consecuencias, del horror al que se enfrentaba. Al principio, tendida en la cama, pensaba que la anestesia era la causante de la pesadez de sus párpados, de los extraños sonidos que salían de su boca, del dolor. Después la subieron a planta.
En aquella habitación de La Fe, de la vieja Fe, descubrió el brutal retroceso de su cuerpo. "Lo perdí todo", resume antes de detallar que había perdido todas sus capacidades. "No podía hablar, andar ni ver con claridad, veía doble. No sabía ni comer. Era como un bebé". Pero con un matiz importante: era un bebé de 26 años; era una persona que no podía hacer nada bien, pero que era plenamente consciente de que, de repente, no sabía moverse ni masticar.
Aquel bebé de 26 años, aquella mujer que miraba hacia un lado de la cama y solo veía a su padre o a su madre, pero jamás a su marido, pasó 21 días en el hospital. Luego salió en silla de ruedas, convertida en una persona totalmente dependiente. "Ahí empezó mi calvario: no podía hacer nada; era un vegetal".
Había llegado el momento de la neurorehabilitación, de tumbar un muro tras otro, de hacer que aquel bebé llegara a convertirse en un adulto. Aunque no fueron muy optimistas con ella y alguien con bata blanca le comunicó que lo que no lograra recuperar en los primeros seis meses ya no lo recuperaría nunca. Fueron meses duros en los que Elisa, convertida en una huraña, harta de la conmiseración de amigos y familiares, hundida por el desprecio de su marido, gruñía a todo el mundo.
Pero la familia se convirtió en su andamio. Paco y Elisa, sus padres, se volcaron con ella. Consagraron su vida a mantener el horno y cuidar de su hija. Nada más. Cuando ellos tenían que atender el negocio, las hermanas, Vanesa (que tiene dos años menos) y Elena (seis menos), estaban con ella. "Nunca me dejaron sola. Jamás". Aquel matrimonio, los dueños del Horno Goya, no escatimaban en gastos para ayudar a su hija. A los seis meses perdió la ayuda de la Seguridad Social y tuvo que costearse todo de su bolsillo, que, tras el abandono de su esposo, era el bolsillo de sus padres. Logopedas, fisioterapeutas, taxis... Hasta que ella comenzó a cobrar una pensión por invalidez.
Fueron meses muy duros. "No solo fue un esfuerzo económico, también moral. Nada de lo que me estaba pasando encajaba en mi cabeza. Estaba hundida. Me costó mucho y lo logré gracias a que empecé a recibir también ayuda psicológica. Mi proceso evolutivo era igual que el de un niño que está aprendiendo a hacerlo todo. Y encima mi marido me dejó. Pero antes me lo quitó todo. Yo estaba locamente enamorada de alguien que me demostró que no lo estaba y que se aprovechó de mí, que se lucró de algo que no era suyo, que me hizo firmar papeles aprovechándose de mi situación. Me dejó con una mano delante y otra detrás".
De vez en cuando se iban al pueblo donde pasaban las vacaciones, Camporrobles, y allí salió de casa un día y se encontró con un joven. Se enamoraron, se casaron y hoy tienen un hijo, Antonio, de diez años. Aquel hombre no la trató con pena. "Antonio, que se llama como nuestro hijo, se enamoró de mí como era. Nunca ha visto una tara en mí y me ha tratado siempre como una persona a la que no le pasa nada, me ha hecho espabilarme mucho".
Le costó cinco o seis años volver a ser autónoma. De no poder hacer absolutamente nada a ser independiente. A través de un contacto, logró que la viera el jefe de Neurología de la Clínica Ruber, en Madrid. Aquel especialista cambió su perspectiva. "Me dijo que era muy joven y que había sido muy deportista, que claro que podía recuperar mis funciones. Eso me ayudó mucho". Elisa volvió a caminar, a nadar, empezó a competir en natación con FESA (la federación de deportes adaptados) y con la ayuda de una logopeda musical, una mujer que trabaja con actores y cantantes de ópera, aprendió a modular la voz y a hablar de otra forma. "Aunque pasó tiempo hasta que pude mantener una conversación. Tienes que cambiar hasta tu forma de respirar. Lo peor que me ha quedado ha sido el equilibrio. Es lo que tengo más afectado. No puedo subirme a una escalera para quitar una bombilla. No puedo salir en bicicleta con mi hijo. Ni correr. Y lo que puedo hacer, lo tengo que pensar primero. Por eso voy más lenta cuando tengo que coger un vaso o ponerme agua. Tengo que concentrarme y pensar primero lo que voy a hacer, pero ya lo hago casi mecánico".
Su hijo no pregunta. Su madre siempre ha hablado así, siempre se ha movido así. "Solo una vez me preguntó si me pasaba algo en las piernas. Le dije, por salir del paso, que a mamá le habían tenido que operar cuando era pequeña, pero no le conté nada más, aún es muy pequeño, pero, cuando llegue el momento, lo haré".
En Maestro Gozalbo ya no hay de todo, pero en una perpendicular, en Conde Altea, Elisa encontró Fivan, una fundación dedicada a la investigación neurológica. Allí recibió una ayuda providencial y, poco a poco, volvió a ser independiente. Con sus padres, sus hermanas y su marido, ahora sí el hombre de su vida, salió adelante. Elisa volvió a andar, volvió a hablar, volvió a ser feliz. Elisa tiene 43 años y, otra vez, una vida que le sonríe.
El autor de Fuente Librilla retrata con humor la vuelta de un treintañero bigotudo y escuálido a su pueblo en el interior de la Región de Murcia