Más allá de su renuncia a la presidencia de Estados Unidos, Joe Biden ya había sido amortizado por propios y extraños. Un político honrado que había caído en desgracia, víctima de uno de los grandes leviatanes de nuestro tiempo: el deterioro de la imagen personal. Nada cuenta el balance de su política, sólo manchado por el déficit de firmeza mostrado ante las acciones de Netanyahu en Gaza.
De hecho, si se repasa la obra de Biden, puede afirmarse que la situación de los trabajadores y de la clase media americana había formado parte de sus objetivos preferentes, ya fuese directa o indirectamente, con una amplitud que recuerda la política doméstica del presidente Lyndon B. Johnson. En dicha dirección habían avanzado el impulso al salario mínimo federal en los contratos gubernamentales, el Plan de Rescate aprobado para contrarrestar los efectos económicos de la covid-19, la ley de Inversión en Infraestructuras y Empleo, la de Reducción de la Inflación (que incluye un menor precio de los medicamentos recetados), la expansión de la Ley del Cuidado de Salud a Bajo Precio (la conocida como Obamacare), y las propuestas sobre educación preescolar universal y formación profesional gratuita.
Y, mientras los suyos lo despiden para salvar su propio trasero en las elecciones al Congreso y Senado coincidentes con las presidenciales, se eleva la figura de Trump por más que sea un convicto, animador del golpismo, feraz mentiroso e inveterado machista. El mismo que desea poner en cintura a otros países y regiones, incluida la Unión Europa, mientras mantiene gozosas relaciones con indiscutibles autócratas. El que, tras el atentado sufrido, se siente ungido por el dedo del Todopoderoso y se manifiesta como candidato (y futuro presidente) por la gracia de Dios, alzando una coraza celestial en torno a los resultados que obtenga el próximo mes de noviembre: Dios no puede equivocarse.
Pero si Trump avanza hacia el Monte Olimpo investido de Mesías mientras Biden se retira por no alcanzar la indispensable apariencia de ser sobrehumano, el hogar de los nuevos dioses puede que pronto cuente con otro vecino. Trump ha elegido como compañero de candidatura, y aspirante a la vicepresidencia, a J. D. Vance. Un senador que publicó en 2016 una combinación de novela y autobiografía titulada Hillbilly, una elegía rural, que figuró entre las obras más vendidas de su tiempo en Estados Unidos.
Hillbilly puede traducirse por cateto o pueblerino y, en este caso, hace referencia a los habitantes de lo que se conoce como el cinturón del óxido: poblaciones en decadencia a consecuencia de la desindustrialización provocada, entre otras causas, por la deslocalización productiva y la competencia de terceros países entre los que se sitúa China como primer causante. Los “hillbillies” son perdedores del proceso de globalización, habitantes de un mundo que, poco a poco, ha dejado atrás su confianza en los gobiernos y en los medios de comunicación tradicionales: unos y otros se observan como integrantes de unas élites que, dominando la escena, han desdeñado los intereses americanos y dejado atrás a los trabajadores mientras apoyan a colectivos que, desde su punto de vista, en lugar de trabajar duro se aprovechan de las ayudas gubernamentales.
Los hillbillies son en su mayoría de raza blanca y su nivel de formación es medio-bajo, según los trabajos del Premio Nobel de Economía Angus Deaton y Anne Case (Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo). Es entre este colectivo donde los anteriores han detectado una pérdida significativa de esperanza de vida a causa de las drogadicciones, el alcoholismo y los suicidios. La pérdida de trabajo y de un horizonte de vida esperanzador se ha combinado con la pobreza de los recursos sanitarios públicos, hasta el punto de que en alguna novela de Joyce Carol Oates (Un libro de mártires americanos) puede encontrarse la descripción de comunidades locales de raíz religiosa que asisten a sus feligreses enfermos con lo obtenido en colectas y, cuando éstas llegan a su límite, mediante el uso de la oración como medio curativo.
Quizás no resulte casualidad la elección de Vance, escogido para abrir un cauce más amplio en zonas del país en las que el republicano no obtuvo mayoría en las elecciones de 2020 y, de otra parte, contrarrestar la identificación de Trump con las minorías millonarias de EEUU; pero, más allá de tácticas electorales granulares, lo que Vance puede representar es a los libertarios de la clase trabajadora, colmados de milagrosa autoconfianza, que desprecian la acción estatal aunque ello suponga ir en contra de sus intereses objetivos; a quienes, desde economías domésticas modestas, admiran a los aparentemente triunfadores sin profundizar en la envoltura moral de su riqueza; a quienes han formado comunidades de redes sociales como alternativa a los medios tradicionales, pese a no disponer de filtro alguno sobre los bulos allí difundidos, incluidos los negacionistas de toda calaña; a quienes riegan con ácidos mentales y amenazas de violencia cualquier propuesta de política migratoria medianamente sensata porque su idea de América ya no participa del recuerdo histórico de EEUU como país de inmigrantes; a los ciudadanos frustrados por un déficit educativo que les impide acceder a empleos bien retribuidos. A quienes, en definitiva, buscan en retales de pasadas glorias o en orígenes idealizados la Gran América del pasado.
Sí, Trump y Vance forman parte de los nuevos dioses de su país, que es como decir del mundo. Diseñadores de una 'cultura' que, aun no siendo original, aspira a ser la dominante de nuestro tiempo: la que filtra y desecha la razón para exaltar el prejuicio; la que venera los mimbres de pertenencia presentes en la bandera, el himno, las fuerzas armadas y las manifestaciones religiosas vecinas del fundamentalismo; la cultura de la exclusión, la división, el individualismo feroz, la tenencia de armas personales y el regreso de la mujer a un segundo plano. Una cultura convulsa en la que la nueva minoría milmillonaria (el 1% de la población) sea ampliamente agasajada como ejemplo del sueño americano, anatemizando a quienes la critiquen.
Pero, advertidos de este rumbo social desde hace años (puede que desde la presidencia de Clinton), ¿no han estado muchos demócratas alejados demasiado tiempo de los estadounidenses víctimas de la desigualdad, de los ciudadanos perdedores del comercio global y del cambio digital? ¿No han estado demasiado pendientes de los ricos “progres” partidarios de la desregulación o del intervencionismo selectivo, de los símbolos del glamur y del dinamismo de las grandes ciudades como espejo principal del país? Y, visto lo anterior y lo ocurrido en casa, ¿encuentran los socialdemócratas europeos algún incentivo para elevar el voltaje de sus pilas?