Una anciana tiene la cara pegada a la ventana de su casa, al final de Conde Altea. La mujer observa desde el primer piso al fotógrafo mientras retrata a Iñaki, el hombre que hace kebabs, desde hace años, justo enfrente. Al ser descubierta, corre las cortinas rápidamente y se mete hacia dentro. A Iñaki lo conoce todo el barrio, y durante la entrevista, en la terraza del pub que hay justo debajo de la mujer que espiaba, no paran de saludarle un montón de vecinos. Iñaki no es vasco, turco, indio ni valenciano. Iñaki es aragonés, tiene acento baturro y hace kebab.
Lo del nombre es por la presión que ejerció una parte de la familia, que es de Vitoria. Durante los nueve meses que su madre lo estuvo gestando, se batieron en un duelo por el nombre del ‘nasciturus’. Unos defendían que Ignacio, y la rama de Álava, que Iñaki. Al final bautizaron al bebé como Ignacio, pero todos le llamaron Iñaki. Este hombre nacido en Zaragoza ya tiene 46 años y hace siete que se gana la vida haciendo kebab en las noches de Cánovas. El barrio ha retomado el impulso del ocio que tuvo en el pasado y, aunque ya no se llenan las aceras de jóvenes con una litrona en la mano, vuelve a tener el bullicio que siempre le ha caracterizado. Muchos de esos chavales, cuando aprieta el hambre, se acercan al final de Conde Altea y reponen fuerzas en El Kebab de Iñaki, donde este grandullón cuida su negocio con buena materia prima y mucho mimo.
Iñaki, que es de Zaragoza, llegó a València medio de rebote. Su madre repartió su vida entre la peluquería y la hostelería, y su padre, que era de Albal, hizo un poco de todo: desde cerrajero hasta montador de muebles. Durante unas vacaciones, este zaragozano decidió venir a València de vacaciones con su chica. Y estando en la ciudad le surgió la oportunidad de quedarse un bar en la avenida del Puerto, el Bocados. El hombre tiró para adelante y se lo quedó, pero a los tres años, en vista de que no iba muy allá, lo dejó. En esa época iba de vez en cuando a comer kebab a un local de Manuel Candela. Y allí, en el Damini Pizzería, entabló amistad con el dueño. Este hombre, Gurwel Singh, le ofreció trabajo para que abriera el negocio por la mañana. A Gurwel le gustó cómo trabajaba Iñaki y, poco a poco, fue confiando más en él. La culminación de su aprecio fue enseñarle a hacer el kebab.
“En realidad el kebab no tiene ningún misterio, pero fue muy amable conmigo”, recuerda Iñaki desde la terraza del Vaya Vaya, por donde le saludan solícitos los vecinos. La tarde es ventosa y pasa una mujer con dos perros muy peludos totalmente despeinados. Iñaki le pregunta cómo está y la mujer le responde que se marcha para casa y que ya no piensa salir más en toda la tarde. Él no tiene prisa. Dentro de un rato llegará el técnico que, cada cuatro meses, le desratiza y desinsecta la planta baja donde trabaja, así que esta noche no abre.
Después de aquellas vacaciones, hace ya 14 años, Iñaki y su novia se instalaron en València. En 2017, hace siete años, Gurwel Singh decidió ampliar un negocio y se quedó la planta baja donde estaba Sarganta, en Conde Altea. Allí abrió un Fresh Dönner Kebab en pleno verano y puso a Iñaki al frente. Al ver que no iba bien, pensó en tirar a su empleado y cerrar, pero al final hicieron un trato y se lo traspasó a su amigo. El problema es que este hombre abrió en verano y durante estos meses, el barrio se queda vacío. Pero después, con el otoño, las calles reviven.
Iñaki renunció al planteamiento cortoplacista de la mayoría de kebabs, que buscan gastar lo mínimo sin importarles demasiado la calidad, con tronchos de carne que pasan de la nevera al fuego, del fuego al congelador, del congelador otra vez al fuego… Iñaki, uno de los pocos españoles, si no el único, que se dedica al kebab en la ciudad, prefirió asentar su reputación sobre una carne de calidad, unas salsas muy cuidadas y velar por la salud de sus clientes. A estos, además, durante el primer año les preguntaba qué nombre le pondrían ellos a su negocio, que aún cargaba con el de su anterior dueño. Y la gente decía que eso es el kebab de Iñaki. Y los chavales, cuando estaban en la puerta y les llamaban los amigos por el móvil, contestaban diciendo que estaban en el kebab de Iñaki. “Al final entendí que, antes que inventarme yo un nombre, tenía sentido llamarlo como lo conocía realmente todo el mundo”.
Cuando Iñaki era pequeño, en Zaragoza no existía el kebab. Él sólo conocía los giros, un plato griego muy parecido. “Por eso yo recuerdo los sabores de los griegos, que son más dulces. Y recordando mi niñez, tiré hacia salsas parecidas a las que hacían los griegos. El kebab al estilo de Berlín”. Iñaki cuenta que se documentó sobre la historia de este producto, y que en Turquía dicen que son de cordero, pero, en realidad, “son de ternera con grasa de cordero. Si no, sería muy caro”. Luego descubrió que el kebab de Turquía no tiene nada que ver con el que se hace en España y en el resto de Europa. “Pero como lo conocemos nosotros, ese pedazo de carne pinchado en la espada dando vueltas, eso viene de Berlín, de un kebab que se llama Mustafa's Gemüse Kebap y dicen que es el mejor del mundo”. Parece ser que un hombre llamado Kadir Nurman, que pertenecía a la inmensa comunidad turca que vive en Berlín, tuvo la ocurrencia de meter la carne asada y la ensalada dentro de un pan. Aunque, como suele ocurrir con muchos asuntos relacionados con la exclusividad de algo, los turcos reclaman que ellos ya lo hacían así. Iñaki explica que no ha ido nunca a Berlín pero que lo tiene pendiente y que espera ir algún día al Mustafa’s.
El negocio al final funcionó y hoy, siete años después, ya le conoce todo el barrio y tiene una clientela tan fiel que muchos días, cuando llega para abrir por la tarde, ya tiene gente esperando en la puerta. “Si algunos hasta me llaman y me preguntan a qué hora voy a llegar”. Aunque los impacientes le ponen nervioso. “Yo siempre digo lo mismo: saber esperar es una gran virtud. Si tienes prisa, vete. Yo, por la forma en que hago el kebab, tardo más que otros. Si en el kebab de tu barrio tardan tres minutos en hacértelo, me parece perfecto. Yo cocino la carne. Y hasta que no está hecha, no hago el siguiente kebab. Lo que no quiero para mí, no lo quiero para nadie. Tardo un poquito más y si me piden cinco de pollo, el de detrás tiene que esperar a que acabe esos cinco de pollo. Hay gente que dice que tardo mucho, puede ser, pero después no me viene nadie a decirme que le duele el estómago o que le ha sentado mal”.
Al principio, siete años más joven, aún un treintañero, tenía unos horarios interminables. Abría por las mañanas y no cerraba hasta las cuatro o las cinco de la madrugada. Ahora ya no. Dice que no se ve con fuerzas y que prefiere abrir a las ocho y media y aguantar hasta la una y media o las dos y media. Aunque ahora, en Fallas, sí que estira el horario. “En Fallas estamos hasta las seis de la mañana. Hay que aprovechar porque es nuestro momento álgido”. Pero el resto del año no. Al principio descubrió que se pasaba muchas horas con los brazos cruzados y que eso era un gasto de energía que sólo provocaba cansancio y facturas más caras.
Aunque, en verdad, su horario también lo marca la carne. Iñaki sabe del peligro de romper la cadena del frío y por eso cada día consume todo lo que saca. “Como sé lo que gasto, prefiero cerrar una hora antes porque ya he gastado los 30 kilos de carne que he puesto, a meter otros 30 kilos, gastar solamente cinco o diez y que se quede el resto para el día siguiente. Por eso pongo en la puerta que el horario puede variar. Y al revés también, si me queda un poco de carne, aguanto un rato más hasta que me la acabo”. Iñaki sabe de la importancia de lo que cuelga en la fachada de su negocio. Hace tiempo, para cuidar al vecindario, puso unos carteles en los que pedía respeto a la gente que estaba descansando en sus casas, que no molestaran a los vecinos. “Pero los chavales que llegaban pasados, leían eso y entonces se ponían a hacer palmas y a hacer ruido, así que los quité y se acabó el problema”.
Iñaki cuida la carne y cuida las salsas. La empresa que le suministra la materia prima tiene un rango muy amplio y él no compra la más cara pero sí una de las de más calidad. Por eso sus precios, que ajusta cada año en el mes de marzo, oscilan entre los cinco y los diez euros y medio del menú de solo carne. Conozco sitios donde son más caros y peores que yo. Pero además de hacer bueno el kebab, hay que saber manejar a los jóvenes. Y para eso, Iñaki ha reclutado a un tipo muy peculiar que le controla la cola todos los fines de semana.
“Juan es amigo mío. Lo tengo porque los chavales, sobre todo los fines de semana, toman alcohol y se descontrolan. Todos los locales de la zona tienen seguridad. Casi siempre se portan bien, pero a veces hay algún despistado. Están bebiendo por la noche y luego vienen a mi establecimiento. Por eso tengo a Juan. Para mantener el orden y que uno, porque llegue mamado, no se salte la cola porque a él le da gana y tiene hambre. Su trabajo lo hace bien y le gusta conversar con los clientes. A él le gusta amenizar la espera. Lo único es que parece un GEO. Antes ya trabajó con empresas de seguridad y le gusta decir que el hábito no hace al monje, pero te hace saber que es monje. Por eso va vestido así, con un uniforme negro. Y lleva una cámara en el chaleco por si hay algún problema. Hace poco intentaron robarle el bolso a una chica y Juan cogió al chaval y lo retuvo hasta que vino la policía. Antes estaba yo solo y se podía entrar dentro del local. Eso era un descontrol. Ahora ya no y encima pongo una barra a la entrada”.
Aún así, muchas noches le toca lidiar con los plastas que han bebido de más. Gente que ve la persiana medio bajada y le insiste en que tiene que hacerle un kebab para él, uno más, que qué le cuesta. Esos ponen a prueba la paciencia de Iñaki, que no duda en ventilárselos rápido. Eso ha podido generarle fama de arisco, pero él sabe que la mejor manera de cuidar a la clientela, la que va casi todas las semanas y repite, es cuidar el producto. “Es imposible gustarle a todo el mundo, pero yo quiero que todo el que venga se lleve un buen sabor de boca. Y eso sé que lo aseguro si hago yo los kebabs. Y sí, alguna vez tienes que mandar a alguno a pastar, pero los que prueban mi kebab, repiten”. Iñaki ha probado muchos kebabs por toda València, conoce a los mejores y no le importa hablar de ellos. “Algunos, unos pocos, son mejores que yo. Como el de la calle Bolsería, que hacen ellos mismos la carne. O el Bósforo. O el mismo que me enseñó a mí. No sé por qué no hay prácticamente españoles, pero creo que soy el único en València”.
El hombre que le va a desinfectar el local acaba de llegar. Iñaki, un tipo grandote, de esos hombretones que nunca tienen frío, se levanta y le abre. Por el camino saluda a otro vecino. Está claro que ha hundido sus raíces en el barrio. Familias fieles al Kebab de Iñaki, una ‘rara avis’ entre la fauna que da comer a los noctámbulos.