VALÈNCIA. El destino ha ido trenzando poco a poco las vidas de Kris y Jess. Estas dos treintañeras neerlandesas se mudaron hace ocho años a València atraídas por el sol, el carácter extravertido de sus ciudadanos y un mercado suculento alrededor de un turismo que empezaba a masificarse. Al poco de llegar, Kris Clabbers puso un anuncio en internet ofreciéndose para dar clases de inglés. Unos días después llegó la primera y única respuesta que iba a recibir: "Hola, Kris, soy Jessica, también soy de los Países Bajos y no estoy interesada en tus clases, pero me gustaría tomar un café contigo porque no tengo con quién hablar aquí en neerlandés".
Las dos estallan en una carcajada cuando cuentan la anécdota. Son dos chicas risueñas que desprenden unas ganas enormes por vivir. Esta tarde templada de invierno han coincidido en la tienda que tienen en Ruzafa, frente al convento de los franciscanos. Porque Kris y Jess acabaron haciéndose amigas y, tiempo después, también vecinas.
Kriss es de un pequeño pueblo del sur de los Países Bajos, Swolgen, donde creció en el hogar de una maestra, y un transportista. Cuando los padres se separaron, la madre cogió a los niños y se los llevó de viaje a destinos lejanos como México o Indonesia. Sin saberlo, o sí, les inyectó el interés por otras culturas, por otras naciones. Hoy, un par de décadas después, la niña acabó viviendo en España y el niño, que trabaja para la ONU, en Djibuti, en el cuerno de África. Antes, tras acabar en el colegio, estudió Historia y se fue a Birmingham (Inglaterra). "Allí conocí a un chico muy guapo, Guillermo, y resultó que era valenciano...".
Jessica van de Louw es de una ciudad mediana como Tilburgo. Su madre tiene una tienda de accesorios y joyería, y su padre parece ser que algo relacionado con el metal. Luego se queda un rato pensativa y añade: "La verdad es que no sé muy bien lo que hace". Y las dos vuelven a reírse. Ella, que se siente muy mayor porque ya ha cumplido los 32, frente a los 30 de Kris, estudió Turismo y, al acabar, viajó hasta México para hacer las prácticas en Playa del Carmen, en la Riviera Maya. Allí, en aquel rincón para turistas donde todo el mundo llegaba tarde, pasó un año y de vuelta a casa pensó que ella quería seguir viviendo fuera, pero no tan lejos como en México. Entonces creyó que España sería algo intermedio entre los dos países. Y como muchos otros jóvenes, huyó de las grandes ciudades y se decantó por València.
Así que Kris llegó en 2014 y Jess un año después. Tenían poco más de veinte años, pero habían crecido con la cultura de los Países Bajos. "Allí lo habitual es empezar a trabajar con 13 o 14 años. Y luego, con 18 años, te sueles independizar y te vas a vivir a otra ciudad.. Yo, por ejemplo, me fui a Nijmegen, la ciudad más antigua de Países Bajos, y compartes piso con estudiantes. La gente se va pronto de casa", aclara Kris.
Jess se dio siete meses de prueba en València. Al principio comenzó con las clases de inglés y compartía piso con otros profesores. Pero a las dos semanas se hartó de estar todo el día dándole a la lengua de Shakespeare y decidió salir de allí. Entonces probó en una empresa de encuadernación, pero tampoco le gustó. Al final acabó encajando en una empresa que hace tours para turistas y desde hace tres años es guía ofícial y pasea a los extranjeros en bicicleta por todo todo el centro.
Kris se fue a vivir a un piso de la familia de su novio en la plaza de España. La casa era tan amplia que la habían dividido en dos con una puerta y dos entradas independientes. Y, claro, qué mejor vecina que Jess, quien también acabó llevándose allí a su novio, Julio. Kris también se abrió paso con pequeños trabajos, pero luego conoció a unos neerlandeses que tenían un hotel en València, ABCyou. Estos empresarios decidieron después abrir un segundo hotel en Ruzafa, y hace tres años le propusieron a ella llevar la gerencia.
Eso ya era un buen empleo y esta joven neerlandesa vio que era la oportunidad ideal para irse varios meses de viaje por Sudamerica antes de empezar con el hotel. "Mi novio no quería ir a Sudamérica porque decía que era muy peligroso, pero vio que yo iba a ir de todas formas y había algo que le gustaba menos aún que irse a Sudamérica, que yo me fuera sola a Sudamérica. Empezamos en Perú, luego fuimos a Ecuador y vivimos seis semanas en Quito con un amigo de mi novio que había conocido en el máster, y terminamos en Colombia. Siempre me han gustado todas las culturas. También estudié un tiempo Periodismo. Soy muy curiosa".
Aquel viaje maratoniano concluyó el 14 de marzo de 2020. Con el jet lag embotando todavía sus cabezas, Pedro Sánchez decretó el estado de alarma y confinó a todo el país. El plan perfecto de viajar, quemar los ahorros y regresar para empezar a trabajar se fue al traste. El mundo se había parado y, de repente, Jess, que acababa de hacerse autónoma, también se quedó sin tours ni turistas.
Ellas, que ya llevaban cinco años siendo amigas íntimas, siempre decían que tendrían que emprender algo juntas. Pero la vida siempre va más aprisa que los sueños. Hasta que un día llega una pandemia a tu vida y tienes que estar las 24 horas en casa. "Parecía que en ese momento no se podía hacer nada. Pero un día nos preguntamos si realmente no se podía hacer nada o simplemente era lo que repetía todo el mundo". Ahí empezó la tormenta de ideas. Algunas eran demasiado utópicas, y otras, como abrir un bar de ensaladas, sucumbían en un mundo con los bares cerrados.
Un día, una amiga que tiene una floristería les envió un ramo a casa. Pero no duró mucho. Se mustió rápidamente. Y eso les encendió la bombilla. Las dos son de los Países Bajos, donde las flores forman parte de su cultura. Allí las familias compran un ramo todas las semanas. Así que pensaron en montar un negocio de flores secas y preservadas en València. Porque el proyecto solo tenía dos requisitos: el producto no podía tener fecha de caducidad ni requerir mucha inversión porque estaban 'peladas'. Así que aportaron cien euros cada una, prácticamente sus últimos ahorros, y se pusieron a buscar proveedores.
A uno le hicieron su primer encargo. Las dos vivían en el piso de la plaza de España y temieron que el camión no pudiera llegar hasta el centro. Pero entonces Paquito, el proveedor, perplejo, les dijo: "¿Un camión? Pero qué camión, si os mando una cajita". Los doscientos euros solo daban para unas flores diminutas. Pero tenían mucho tiempo y muchas ganas. "Poco antes del Día de la Madre pensamos en subir algo a Instagram porque no teníamos ni una página web ni tienda física. Trabajábamos desde casa. En aquellos días ni siquiera podías salir de casa. Cuando dejaron salir de casa, yo, como tengo un perro (Jess lo pronuncia pero, con una sola erre), salí con el pero a hacer los repartos".
Kriss se entusiasma recordando los orígenes de Flor de Luna, su tienda de flores secas y preservadas. "Abrimos el Instagram y pensábamos que solo entrarían amigas, pero vimos que nos hablaba gente desconocida. ¡Y les gustaba lo que estábamos haciendo!". Jess, que es "una manitas con el ordenador", como apunta Kris, hizo rápidamente una página web, idearon un logo y un 'look and feel' de la marca. Todo creado por ellas. "Pero si al principio hacíamos las fotos en un parque porque teníamos la idea romántica de aparecer con un ramo e ir cambiando de vestuario. Y Jess se cambiaba a escondidas y yo le avisaba de que venía un hombre con un perro y que le iba a ver el culo". Y ya están riéndose de nuevo.
El negocio creció más rápido de lo que jamás soñaron. Un día empezaron a pedirles también jarrones para las flores. "Y no teníamos, claro. Así que decidimos ir un día a Manises porque era el pueblo de la cerámica. Y nuestra decepción al llegar allí fue ver que todo eran negocios de chinos. Pero luego crecimos y encontramos proveedores súper chulos. Ahora tenemos jarrones artesanales de la Comunitat Valenciana, el vidrio reciclado cien por cien de una fábrica de aquí, y las flores son nacionales, salvo alguna de Holanda porque hay mucha tradición de flor". Estas dos neerlandesas risueñas rememoran todo esto en la tienda física que inauguraron hace un año, días antes, otra vez, del Día de la Madre.
Allí dentro todo es como muy chic. Mucho blanco y mucha madera. Las flores y los objetos de decoración se reparten armónicamente por toda la tienda. Solo son una tienda más que se ha sumado a la moda de las flores preservadas, flores a las que se les aplica un líquido -"lleva glicerina, agua y algo más", informa Kris- para que conserven su aspecto y cierta textura durante uno o dos años, pero ellas intentan desmarcarse con un estilo como más salvaje y moderno, y, de paso, convirtiendo su tienda, que solo abre dos días por semana -el 75% de sus ventas son por internet-, en un centro de encuentro donde imparten talleres para gente con ganas de de pasárselo bien hablando en inglés o neerlandés mientras toman unas copas de cava.
Porque el confinamiento acabó y pudieron dejar el trabajo que habían cogido para costear su sueño: transcripción de textos. Por las mañanas, madrugaban, se tiraban dos horas delante del ordenador y, cuando ya estaban aburridas, se liberaban con el trabajo más creativo de las flores. Luego volvieron a sus trabajos, Kris al hotel de la calle Cuba y Jess a sus tours para turistas -asegura que los neerlandeses son, después de los italianos, los que más visitan València-, y al acabar sus jornadas se ponen con las flores. Se nota que son felices así y cuando miran los años recorridos en València les brota también un punto de orgullo por todo lo que han hecho sin ayuda de nadie.
Aunque eso, a veces, también tiene sus riesgos. "Nosotras estábamos muy orgullosas de ser dos chicas que se lo hacen todo, así que cuando nos pusimos a buscar una planta baja para abrir la tienda y vimos una en Abastos que nos gustó, ni se lo consultamos a nuestros novios: firmamos y nos la quedamos. Pero al día siguiente vinieron a verla, tocaron la madera y comprobaron que estaba llena de termitas... Por suerte pudimos cancelar el contrato y ya nos vinimos a Ruzafa, donde creo que hemos encajado muy bien y ya hemos colaborado con varias tiendas decorando sus escaparates", rememora Kris.
Ahora sus amigas las observan con curiosidad cuando van a su país de visita -Kris está este fin de semana allí y Jess volvió el domingo pasado de su casa-, y cuando les cuentan sus peripecias o cuando van a verlas a València, se vuelven, después de pasar varios días de terraza en terraza al sol, convencidas de que ellas viven así todo el año. "La gente se piensa que vivimos siempre como cuando vienen a visitarnos. Pero nosotras dos trabajamos muchísimo. Hacemos muchas horas cada día en nuestros dos trabajos".
Y los turistas que siguen a Jess en bicicleta por el Carmen o el Mercado de Colón, le sueltan: "¡Qué suerte tienes que siempre estás de vacaciones!". Y le entra la risa, claro, porque igual ella preferiría hacer otra cosa, si realmente estuviera de fiesta, que andar en bicicleta por la ciudad contándole lo mismo cada vez a un grupo de turistas curiosos. Pero le gusta su vida y hace poco se compró un piso con su novio. "Así que supongo que nos quedaremos ya aquí para siempre. La verdad es que yo me encuentro súper cómoda y feliz aquí; veo realmente difícil volver a Holanda, aunque me encanta mi país y voy con frecuencia y con placer".
Kris asiente mientras escucha a su amiga. Luego cuenta que, aunque su madre siempre le pregunta si va a volver, su padre dice que él también se quiere venir a vivir a España. Por si acaso, en su casa siempre hay una habitación libre para aquellos amigos y familiares que, con frecuencia, se escapan unos días para ver cómo es la vida de estas dos neerlandesas en València. Y Kris cuenta que la víspera de la entrevista estuvo hablando con su chico y que este le preguntó que de dónde se sentía. "Y es raro porque cuando vuelvo a Países Bajos ya no me siento cien por cien neerlandesa, pero aquí, en realidad, sigo siendo una extranjera que vive en València. Así que al final he llegado a la conclusión de que soy una mezcla de dos países".