Hoy es 13 de octubre
VALÈNCIA. Por mucho que se haya repetido la norma de que el que más tiene más puede, no es el axioma fundamental del capitalismo. Sólo lo es de una versión ultra que desde los 90 ha tratado de imponerse, fracaso tras fracaso, hasta la derrota final. Los años de mayor crecimiento y bienestar han sido los que se han construido en un libre mercado con reglas del juego. Y, de hecho, esa idea de las sociedades estilo salvaje oeste no ha acabado, afortunadamente, de imponerse por muchos intentos que ha habido de hacerlo.
Los grandes sectores económicos, con peor o mayor fortuna y pese a haber sido liberalizados en muchos países, mantienen altas dosis de regulación y, más si cabe, cuando hay situaciones extraordinarias que lo justifican. Un país en el que, como proponían algunos, la excepción ibérica no hubiera sido posible, habría estado pagando una energía mucho más cara con efectos terribles para las familias y para el conjunto de la economía. Si fuera verdad que cualquier regulación o intervención sólo empeora las cosas, hoy no seríamos el segundo país con menor inflación de Europa o no habríamos superado el récord de empleo, nuevamente, esta semana.
Sin embargo, los grandes iconos económicos siempre ensalzan figuras individuales. Elon Musk ha sido una de estas. Más allá del origen de su fortuna, inexplicable sin haber formado parte de un entorno muy privilegiado, ha sido tan exitoso como extravagante. Eso es indudable. Pero la pregunta es a qué debe facultar el éxito económico.
Su compra de Twitter ha puesto en escena una de las vulnerabilidades de nuestro tiempo: la concentración de poder digital. Es cierto que lo que hace Musk es lo mismo que podría haber hecho cualquier otro propietario, pero al hacerlo ha demostrado precisamente que es posible. Una única persona, con el dinero suficiente -44.000 millones-, puede tomar decisiones arbitrarias sobre el espacio en el que se informan y relacionan millones de personas y también el lugar con el que muchos líderes influyentes han comunicado sin intermediarios o al menos como complemento a la comunicación tradicional. Sin Twitter no se entienden muchos movimientos o liderazgos, tampoco la radicalización, muchas veces mal llamada polarización, de muchos de ellos.
De hecho, cuando el nuevo dueño de la compañía comunicaba que el pájaro, en alusión al logo de la red social, era libre, fue en este mismo medio a través del cual el comisario europeo le contestaba que deberá sujetarse a la normativa. Y aquí la paradoja. Se utiliza la red social que el primero entiende como un espacio con el que hacer lo que quiera, que para eso lo ha comprado, para asegurar que con ella no puede hacer lo que le venga en gana. Y a mi juicio tiene razón.
Una sociedad democrática no puede tolerar la suficiente concentración de poder como para que una única persona pueda condicionar el medio de interacción, comunicación o información. Un oligopolio desregulado de redes sociales es una selva en la que la salud democrática puede depender de la buena voluntad de sus propietarios. Y precisamente, en otros momentos y con otras necesidades, la democracia se sustenta en gran parte sobre la imposibilidad de que sus reglas del juego vengan determinadas por unos pocos. De ahí surge la necesidad de la separación de poderes (tan mal entendida en esta país por la derecha, que quiere una justicia no representativa para aprovechar el sesgo a la derecha de sus profesionales, que no propietarios), pero también de las normas de no concentración de poder, especialmente en sectores estratégicos. El control de los monopolios y oligopolios, es decir, las normas contra la oligarquización de la economía, son tan importantes como cualquier otra garantía. Por mucho que, cuando hay dinero de por medio, parece que haya quien defienda que las normas no apliquen.
La actitud de pistolero de Musk es una alarma sobre muchas cosas. En primer lugar, si no es un fallo del propio sistema económico que una persona pueda acumular esa cantidad de recursos. Pero más importante es si eso puede elevarle a la categoría de decisor sobre algo, que por mucho que sea propiedad de una mercantil, es un elemento de tanta relevancia social.