La noche del pasado viernes me encontré a mí misma, pijama mediante, bailando sola “Una vaina loca” en el salón. Y en el pasillo. Y en mi cuarto. Y mientras fregaba los platos. La vida te lleva por caminos raros y a veces lo único que te separa del colapso nervioso es un temazo de Fuego (el nombre artístico del muchacho, qué queréis que os diga) a prueba de pesadumbres pandémicas. Tampoco es la panacea: tres minutos y ocho segundos de evasión antes de volver a sumergirme en la pesadumbre general.
Después de la estupefacción, del shock, del enfado, de la negación, del falso buenrollismo en los balcones (solo quince minutos antes de acusar a tu vecina enfermera de ser una holgazana que se aprovecha del sistema)… Después de todo eso, le ha tocado el turno a la tristeza. Y ha venido para quedarse. Porque si obviamos a ese porcentaje de gente iracunda que experimenta cualquier revés como un ataque personal a sus muchísimos privilegios, la melancolía se está convirtiendo en un mejunje viscoso que impregna las paredes de casa, que nos cubre las pestañas y se cuela por debajo de las uñas. Igual que cualquier territorio cuya política no le apaña a Estados Unidos, nuestro espíritu se ve invadido por el esplín, ese hastío que el bonico de Walter Benjamin definió como el sentimiento “de catástrofe en permanencia”. Siempre certero nuestro colega Benjamin.
Estamos confusos, mentalmente reventados, pochos, inmersos en eso que han acuñado como fatiga pandémica. Poco más podíamos esperar tras un año de incertidumbre y angustia galopante. ¡Yuju! Abonados a este festival de la ansiedad en el que se ha convertido nuestro presente. Vamos a trabajar y limpiamos la casa y escuchamos la cifra de contagios y vamos a trabajar y hacemos un zoom y leemos la cifra de muertos y vamos a trabajar y compramos verdura y vamos a trabajar y vemos Netflix. Unos días eres tú la que llama llorando como una nutria desquiciada a alguna amiga y otros días eres la que recibe la llamada.
No ayudan tampoco nuestros gobernantes lanzando cada 25 minutos mensajes contradictorios y medidas a destiempo que parecen sacadas de una ruleta rusa de prevenciones epidemiológicas. Que no es por ser quisquillosa, pero es que se vuelve complicadillo confiar en quienes manejan nuestras barcas cuando las posturas oficiales sobre qué se puede o no se puede hacer son más volátiles que las tramas amorosas de una telenovela juvenil. Quizás sería un buen momento para contar con referencias claras, un discurso definido, unas cuantas certezas que aguanten más de cuatro días y dos reuniones. Ante un panorama tan desolador, proporcionaría cierta seguridad sentir que hay alguien al volante y que no nos hablan como si fuéramos rematadamente idiotas. Puestos a pedir, ¿os imagináis que tuviéramos un plan al que atenernos? Buah, chaval.
Por otra parte, el coronavirus está siendo un buen antídoto contra todas esas patrañas del pensamiento positivo y el coaching que se empeñan en taladrarnos con que si deseas algo de verdad y te esfuerzas muchísimo, seguro que lo consigues. Y aquí viene el Universo a decirte que, madre mía, bájale, que tus anhelos le importan cuatro pepinos y que a veces querer no es poder. Y no importa cuántas sesiones de coaching y cuántos libros de autoayuda te pagues.
El pobre Mick Jagger se ha dedicado a sumar sexenios sobre los escenarios al son de You Can’t Always Get What You Want para que vengas tú a enfurruñarte porque tienes muchas ganas de cascarte un codillo en tu asador de cabecera y echarte unos copazos al gaznate. Lo siento mucho, titi, la vida es dura. Yo también ansío fuertemente chocarme con alguien por accidente en una verbena y que me tire media cerveza por encima mientras suena Chenoa a todo trapo. Y abrazar a mi madre. Y planear un viaje que no sea al metro o a la frutería. Y compartir una ración de bravas y otra de chopitos en un antro mal ventilado. Pero mira, no se puede. Me aguanto y chimpún.
Asumir que la existencia en toda su inmensidad no está diseñada para nuestro goce es un pelín difícil en una sociedad que claramente necesita un par de cursitos sobre tolerar la frustración. Ya lo vimos el mes pasado con una ciudadanía y unas instituciones infantilizadas a más no poder y empeñadas en celebrar la Navidad como si no hubiera una pandemia mundial azotando las casas y las calles. Un ‘habla chucho que no te escucho’ de manual. De repente todos éramos chavales de siete años obsesionados con que Papá Noel, Baltasar y compañía nos dejaran la granja de Playmobil, con sus cerditos y sus vacas. Y ahora que ya hemos salido de esa enajenación transitoria que consideraba imprescindible celebrar que hacia Belén va una burra, rin rin, va y resulta que tener la granja de Playmobil ni salva la economía ni ha impedido que se abarroten las UCI. ¿Cómo, que el pensamiento mágico de que todo va a salir bien si tenemos fe no ha funcionado? ¿Pero cómo es posible? Será que no lo habéis deseado con suficiente fuerza.
Claro, llevamos tanto tiempo ridiculizando la salud mental, penalizando la tristeza y la vulnerabilidad que cuando nos encontramos atrapados en una tragedia no tenemos herramientas para mantenernos a flote. Nos quedamos paralizados como comadrejas cegadas por los focos de una camioneta en las afueras de Fargo, Dakota del Norte. Mientras intentamos salvar precariamente los muebles del bienestar físico, el psicológico se va marchitando. Nos volvemos animales nostálgicos que intentan buscar resquicios de normalidad, como si el mundo que habitábamos antes de marzo de 2020 fuera la casa de gominola de la calle de la piruleta, una arcadia dorada a la que regresar en cuanto nos vacunen. Qué buenos ratos nos suministra siempre el autoengaño, mandanga de calidad.
Atrapados en esta sopa de presente eterno regulero, hay que aferrarse a los pequeños placeres que nos quedan: tenemos un ficus y una monstera, tenemos música, tenemos 345 lecturas pendientes, tenemos levadura, cursos online, berberechos y una esterilla de yoga. Y con esas cartas hay que jugar. La alternativa es dejarnos arrastrar hacia lo que, plagiando vilmente a Baudelaire, llamaremos “un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”. Menos mal que Paolo Vasile sabe interpretar como nadie las miserias humanas y nos ha traído la tercera entrega de La isla de las tentaciones para animar un poco el confinamiento. Dios le bendiga.