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El callejero

Raimon, el jardinero que aprendió a andar entre melones y sandías

José Ramón Ferrer, agricultor, El Callejero
27/11/2022 - 

Raimon coge unos filetes de carne roja, los estira y los deposita con cuidado sobre la sartén. No tiene claro si la carne es de potro o de caballo, pero va echando filetes y sacándolos en cuanto estima que han cogido el punto óptimo. El olor a carne y aceite friéndose llena toda la planta baja, una especie de santuario consagrado a la agricultura. De las paredes cuelgan aperos de toda índole. Muchos de ellos fueron de su padre, que fue agricultor, y otros los ha ido recopilando con el paso de los años. Pero aquel rincón tiene encanto y, además de los instrumentos para labrar y cuidar la tierra, aquello es también un museo de su vida donde tienen cabida objetos inverosímiles: desde el cartel maldito de la famosa corrida de Pozoblanco en la que se anunciaba a Paquirri, El Yiyo y El Soro hasta botellas de licores antiguos.

José Ramón Ferrer lleva una vida tranquila en su casa de Meliana. Allí, con vistas a la huerta y, a lo lejos, el mar, en una vivienda de pueblo muy agradable, se acerca a la jubilación al lado de su mujer, que ha preparado la mesa para que el tradicional almuerzo valenciano sea redondo, y, al lado de los bocadillos de carne de caballo y ajos tiernos, ha dejado cacau del collaret, aceitunas y tramussos. Solo falta abrir los quintos de Estrella Galicia y escuchar, entre bocado y bocado, la vida de este hombre recio y mirada profunda.

El museo está bajo un techo de uralita que hace la forma de una barraca, con un tejado a dos aguas, y que antiguamente era el almacén de Pepe Ferrer, su padre, que era agricultor y apilaba ahí dentro la producción. Allí, salvando los melones y las sandías, aprendió a gatear Raimon, que tiene 61 años. En una esquina había un pequeño establo donde pasaban la noche un par de caballos que aquel hombre utilizaba para trabajar la tierra.

Su padre murió hace cinco años y ahora es el hogar de Raimon y Amparo, su mujer. Pero el recuerdo de Pepe cuelga de las paredes. "El 90% de lo que hay aquí lo utilizó él. Mi padre fue agricultor toda la vida, y un buen agricultor. Se le daba muy bien. A mí me hubiera gustado seguir sus pasos, pero luego la vida te coge y te lleva por donde quiere".

En su caso la vida le llevó hasta los campos de fútbol y Raimon es hoy, después de 32 años en Orriols, uno de los cuidadores del terreno de juego con más solera del fútbol español. Su oficio no tiene nada que ver con lo hacían cuando empezó. Primero en el campo del Meliana, su pueblo, y luego en el del Olímpic Xàtiva, que lo fichó después de que el equipo jugara un amistoso en el pueblo de Raimon. "Al Olímpic lo entrenaba el famoso Benito Floro, se ve que le gustó cómo estaba el campo y me llevó para Xàtiva. Luego a Benito Floro lo ficha el Villarreal y me pidió que me fuera con él".

Corría delante del toro embolado

Pero eso fue después de que Raimon estudiara Peritaje Agrícola y se fuera a Viator, en Almería, a hacer el Servicio Militar. Aunque primero se fogueó con su padre en la huerta. Cada día iba al campo a ayudarle a cultivar y recolectar las hortalizas y llevarlas al antiguo mercado de Abastos. "Era un trabajo muy duro. Yo no iba a la venta, pero mi padre sí y, como además estaba todo el día cultivando y recolectando, no dormía más de cuatro o cinco horas. Yo dormía un poquito más, pero no te creas que me daba para hacer muchas más cosas. En verano sí. En verano me gustaba ir al toro embolado, que tuve una época que me dio por los toros y alguna vez que otra salía a correr delante del 'bou'. Meliana es que siempre ha sido muy taurina".

Luego vino la mili, que no le disgustó, aunque ahora parezca impensable que un chico de veinte años tenga que dejar su casa, su familia, la novia y el trabajo o los estudios para irse durante más de un año al Ejército. "No me fue mal. Había que hacerla y no tenías otra opción. Yo me lo pasé bien, y recuerdo que hicimos varios viajes a Melilla para ver a la Legión, que es algo que no se olvida. Entonces había mucha disciplina, que es algo que no me gusta tanto. El orden sí".

No hace falta que lo diga. Todos los aperos están perfectamente colgados y distribuidos por las paredes. Y las mesas y las sillas están ordenadas. Allí abajo está todo lleno de objetos y aún así no da la sensación de haber trastos por medio.

Bajo las faldas del mantel corretea una bola de pelo. Es una perrita con el pelo muy suave y las orejas muy grandes que se llama 'Papi' simplemente porque es de la raza Papillón. El chucho levanta la cabeza y pone ojitos para ver si alguien se apiada y le tira un pedacito de carne. Encima de un banco, al fondo del almacén, junto a unas antiguas almohadillas de campo de fútbol, hay también una jaula con un canario que, pese a que se llama 'Cantarín, parece mudo. "Es que solo canta a partir de las cuatro. No me preguntes por qué, pero por las mañanas no canta", advierte Amparo mientras saca un plato con una 'coca de llanda' partida en varios trozos.

Al regresar de la mili, Raimon se puso a trabajar en la carretera de Malilla con un hombre que hacía lo mismo que su padre. Allí estuvo desde los 21 a los 24 años. Luego ya vino lo del fútbol. En su familia siempre les había gustado este deporte. Su padre, como casi todos en Meliana y en l'Horta Nord, era del Valencia CF y muchos días se llevaba a su hijo a Mestalla. Uno de sus primeros recuerdos es de los años 70, del Valencia de Guillot y Waldo, un delantero negro que impresionó al pequeño Raimon por el color de su piel -en aquella época era muy inusual ver a un negro por la calle- y su poderío físico. "Luego, con el tiempo, llegué a conocer a Waldo y a Wanderley", recuerda.

Aunque los colores se los cambió Bayarri. "Vivía en esta misma calle y era un delantero centro que jugó en el Ontinyent, el Mestalla y que ascendió al Castellón a Primera División. Un día fui a ver un Levante-Onteniente y me encantó. Había tres mil personas en el campo, me gustó el ambiente y poco a poco me fui aficionando. Eso fue en el año 75 o por ahí. Aunque no dejabas de ir a ver al Valencia CF porque mi padre era del Valencia CF. Luego, con los años, como yo trabajaba en el Levante, acabó haciéndose granota".

Un estadio rodeado de huerta

En el fútbol, como jardinero o cuidador del terreno de juego, fue dando saltos. Por la mañana iba al campo y a la tira de contar, en Mercavalencia, y por la tarde iba a cuidar de las canchas. Durante su etapa en el Villarreal, el Levante fue a jugar un partido amistoso y aquello cambió su vida para siempre. "Por suerte, o por coincidencia, en aquel momento estaba a punto de jubilarse Ernesto Cumplido, que era el conserje que vivía en el estadio y cuidaba del terreno de juego, y yo entré en sustitución suya de la mano de Miguel Sarrión".

Llegó a Orriols en 1988 y ahí sigue. Aunque no se parezca en nada lo que encontró con el club profesionalizado que es ahora. Para empezar, el campo estaba rodeado de huerta, entre València y Alboraya, con unos accesos muy complicados que no favorecían la afluencia de público. Nada que ver con el presente, con un campo remodelado, modernizado y plenamente integrado ya en un entorno urbano que es ahora el barrio de Orriols. "Entonces era todo huerta. Daba miedo ir al campo. Recuerdo un partido, en 1989 o 1990, que hubo una inundación importante, se desbordó el barranco del Carraixet y Pirri y yo nos tuvimos que quedar a dormir en el estadio tras un Levante-Deportivo porque no podíamos cruzar el barranco. Pirri fue mi mano derecha en el Levante en una época en la que trabajábamos ocho personas nada más. Imagínate. Era el Levante de Museros, Vicente Latorre, Aragó, Ballester, Guijarro, Susaeta...".

En aquella época, finales de los 80 y principios de los 90, el campo tenía altibajos. Han pasado tres décadas y el responsable del césped ahora cuenta con muchas más herramientas para tener la cancha impecable. "Es que no se puede comparar. No tiene nada que ver. Ha cambiado todo. Desde la semilla de la hierba hasta la maquinaria. Al principio tenía una máquina de cortar y poco más". Aquel joven iba cada día hasta el estadio con su Ford Fiesta y hacía lo que podía. Aunque ya no iba a trabajar a la huerta. Su trabajo estaba en el fútbol.

Cuando aparecía algún desperfecto, la prensa era implacable. Y Raimon se enfadaba porque nadie iba a preguntarle, nadie quería escuchar que ese verano se habían celebrado varios torneos de niños, algún concierto y el campo, encima, no tenía drenaje, ni había una ciudad deportiva que descargara el terreno de juego. "Era muy difícil. Ahora mismo no volvería a pasar por esto. Seguro que no. Pero ha sido una faena que me ha gustado y me ha permitido estar dentro de un circo en el que te crees que eres y no eres. Pero no pasa nada. Ahora tenemos medios extraordinarios, trabajos subcontratados a una empresa y trabajamos a la carta: tenemos lámparas con luces de crecimiento, ventiladores para mover el aire del terreno de juego, todas las semillas del mundo, máquinas de última generación, buena gente trabajando... Esto ha cambiado mucho".

Antes, en la época de los artesanos, de los verdaderos jardineros, lo primero que hacía Raimon cuando televisaban un partido de fútbol era mirar cómo estaba el césped. Ahora ya no. "Ahora todos los campos son iguales. Tú ves el corte del estadio del Valencia y el corte del estadio del Levante y es el mismo corte: nueve líneas hechas por una máquina helicoidal. Antiguamente me gustaba mucho Atocha o el campo del Alcoyano. Siempre me gustaron ese tipo de campos".

La muerte de Preciado

Amparo ha sacado el café y Raimon, que dice que nunca toma, se pone uno en una taza blanca. Mientras remueve el azúcar, recuerda que ha disfrutado especialmente en dos épocas: los primeros años y el tramo desde 2008 a la temporada en la que el Levante alcanzó la Europa League. "Y estar en Primera ha sido sensacional. Aún me acuerdo de Pirri diciéndome que nunca veríamos al Levante en Primera División. Y en 2004 lo conseguimos. Fue un día muy bonito y muy grande. No se puede describir con palabras. Era el Levante de Mora, Pinillos, Jesule, Rubiales, Sérvulo... Y al frente de todos, Manolo Preciado".

La mirada se le ha entristecido, como si hubiera caído un telón gris sobre los ojos. La foto del WhatsApp de Raimon es una foto de Manolo Preciado subido a hombros de los levantinistas. Preciado, técnico asturiano que dejó una huella indeleble en València, murió de un infarto, con solo 54 años, horas antes de ser presentado como nuevo entrenador del Villarreal. Raimon nunca lo olvidó. "Sí, también hay alguna foto suya por aquí. Y en el raconet...".

El 'raconet' es el museo dedicado el Levante que montó en el Estadio Ciutat de València. Allí está la historia del club desde Vallejo hasta la actualidad. No hay duda de que Preciado fue uno de los que más le marcó. "Era un hombre muy especial. Yo estaba en el estadio esa mañana y vino Iñaki Aizpurúa y me dio la noticia. Dos días antes había hablado con él. Habíamos quedado en celebrarlo. Fue muy duro. Da igual que seas futbolista, entrenador o lo que sea. Cuando te persigue la muerte, hasta luego...".

Uno no habla de la muerte de la misma manera a los veinte años, a los cuarenta o a los sesenta. Y eso se nota. Raimon tiene 61 y ya sabe que la jubilación llegará más pronto que tarde. Hasta entonces seguirá yendo a trabajar y viendo los partidos desde la esquina, disfrutando de cómo chupan el agua en los días de lluvia los desagües modernos. Aunque también hay partidos que no tiene ganas de ver fútbol y prefiere irse al 'raconet' a hacer sus cosas.

Raimon ya está de vuelta de todo. Atrás quedaron los días en los que tuteaban a los futbolistas. Ahora son otros tiempos. Ni él tampoco es ya aquel treintañero guasón de los años 90. Y la añoranza va ganándole el partido al presente. Dice que cuando se jubile no sabe si volverá al campo, que son muchos años, lustros, sacrificando los domingos y los festivos por el fútbol, que ya va siendo hora de que todo el tiempo sea para él, para estar con Amparo, o con sus dos hijas, de 37 y 32 años, y marcharse toda la mañana a cuidar el pequeño huerto donde cultivan lechugas, coliflores, brócoli... O marcharse a la sierra de Espadán, a la casa que tienen desde hace veinte años en Vall de Almonacid, en el Alto Palancia, para encender la chimenea y dejar que el invierno haga lo que quiera allá fuera, rodeados de paz y silencio. Y los domingos, coger y hacer la paella valenciana con verdura de la huerta. Y si un día le apetece ver fútbol, pues fútbol. Y si no, pues no.

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