VALÈNCIA. No tuvo malas ideas Kevin Costner cuando se puso a dirigir películas en los 90. La novela de Michael Blake, autor al que apadrinaba, Bailando con lobos, no solo fue un éxito que se llevó siete Oscars, sino que conectaba perfectamente con la mala conciencia de los blancos estadounidenses. No solo por haber cometido un genocidio con los nativos, sino por haber dedicado varias décadas del siglo XX a vender películas por todo el planeta dedicadas a retratarles como salvajes sanguinarios. Quizá ahora, en las caras universidades americanas en las que se diseccionan obras de ficción para acercarles una lupa hipermoralista, no salga muy bien parada su posición como protagonista-paternalista de la historia, pero no se le puede negar que olfato tenía el hombre.
Más aún con su megalómano proyecto Waterworld. Dirigida, hasta que huyó, por Kevin Reynolds, con quien había hecho una exitosa dupla en Robin Hood, el príncipe de los ladrones, Costner aquí volvía al western, pero bajo el tamiz del género post-apocalíptico. El desastre que tanto se ha vaticinado, que se derritan los polos y quedemos todos bajo el agua, era la hipótesis de partida. Greta Thunberg hoy le daría like. Pero el gran problema que tuvo esta película fue que se presionó demasiado al público. Los medios cogieron el megáfono y anunciaron la película más cara de todos los tiempos. Con esta publicidad, a las masas no se les podía entregar un divertimento de serie b y, con un par, eso es lo que hizo Cotsner.
Hace unos años, en El País se publicó un somero repaso al presupuesto que hablaba por sí mismo: "Inversión personal de Costner: 20 millones [18 millones de euros]; duración del rodaje: 220 días; número de artesanos trabajando en el decorado: 300; número de matrimonios rotos: 8 (incluyendo el de Costner); coste del acuerdo de divorcio de Costner: 80 millones [72 millones de euros]; número de personas que confiaban en la elección de Kevin Reynolds como director: 0”. Algo tan sencillo como una mala gestión de negocio. El presupuesto inicial fue de 60 millones de dólares, que acabaron siendo 170 (153 millones de euros), récord histórico en un filme hasta ese año de 1995. A estos hay que sumar los 65 millones invertidos en publicidad, con lo que el coste total ascendió a 235 millones de dólares (211 de euros)" Y añado yo: unos 30.000 millones de pesetas. El presupuesto de la Generalitat Valenciana ese año fue de 850.000.
Y la película, para quien esto escribe, era buenísima. Las críticas la machacaron y Cotsner se cargó su carrera, pero hay que decirlo así: era buenísima. Los motivos, obvios. Era completamente ridícula, el protagonista era un superhéroe mutante ridículo y los malos no tenían sentido, nada tenía razón de ser, por eso era una auténtica fiesta. Ojalá se hiciera más cine así.
No en vano, el actor había corregido el guión dando rienda suelta a su imaginación desbocada y lo convirtió en una basura de mucho cuidado, lo que, insisto, emparentaba a la película con las cintas de videoclub de la añorada Cannon más que con Star Wars. No en vano, la obra de Cotsner no era más que una cinta de explotación del fenómeno Mad Max, como tantas otras de ignominioso recuerdo.
Sin embargo, la verdad flota, como las heces. Con los años, el público ha ido olvidando lo que rodeó la película, el marketing, la prensa y de la cara de creador de una startup que mira al horizonte con el ceño fruncido que iba poniendo Cotsner por la vida tampoco se acuerda ya nadie.
Tanto es así, que se ha llegado a hablar de una secuela. Es algo que ya ocurrió con la novela The holy road, publicada por el mismo autor, Michael Blake, que en 2001 continuaba con la historia de Bailando con lobos con otro western al uso. El protagonista tenía que rescatar a su mujer y a su hija, nativa y mestiza, pero estaban secuestradas por los vaqueros y no al revés. No obstante, el actor ha declarado a la prensa por activa y por pasiva que con Waterworld no se atrevería ni a intentarlo. Aunque la película, al final, después de tanto desbarajuste, sí que logró dar beneficios igualmente.
El canal SyFy se planteó hacer una serie, que quedó en nada. Recientemente, la tercera temporada de Fortnite le ha rendido un homenaje, pero nadie se atreve a resucitar al mutante de las ancas de rana. De esta manera, la única secuela que quedó de Waterworld fue un cómic escrito por Christopher Golden y Thomas E. Sniegoski en Acclaim Cómics (Valiant) en 1997 con el título de Waterwolrd, children of Leviathan.
Se trata de una miniserie de 4 números que daba respuesta a las delirantes preguntas que había dejado sin contestar la película, aunque tampoco había grandes esfuerzos. El dibujo de Lou Harrison, que venía de lo mas top con un curriculum que incluía Conan, Hellraiser o X-Men, presentaba de una vez al personaje de Mariner como lo que era, un superhéroe chusco. Esta vez el villano era mucho más repugnante que el Deacon que interpretaba Dennis Hopper, jefe de la banda de ridículo nombre Los Fumadores.
Su nombre era Leviathan. En época dorada del neoliberalismo cocainómano, quizá su apelativo iba con segundas. El caso es que vivía también en un portaaviones tuneado. Había creado una religión con monjes y todo, y era un individuo enorme, purulento, tipo Jabba el Hutt. Graciosamente, el regreso de Mad Max hace unos años tenía un argumento parecido en este punto. Una de las ideas que mejoraban la propuesta original era que había más vida en las ciudades abandonadas en el fondo del mar. Hasta seguía funcionando el metro.
De hecho, un vagón actuaba como conejo de Alicia en el país de las maravillas y sacaba al Mariner de sus rutinas -pescar peces enormes en su trimarán- y le involucraba en un lío que debía de resolver, ya saben, a hostias. Una secuela que devolvió el gran proyecto de la vida de Cotsner a un formato más apropiado, a la espera de que a alguien se le ocurra regurgitarlo otra vez en la gran pantalla, como ocurre con prácticamente todo lo que tuvo una portada en su día.