VALÈNCIA. La historia la cuenta Rubén Galindo, vicepresidente de la asociación de vecinos de La Torre. Los niños de secundaria les relataban a los profesores del colegio público del barrio que jugaban a subir al piso más alto del edificio Sociópolis de la Generalitat. De él sólo está hecho el esqueleto y, al igual que el Nou Mestalla y otros edificios a medio construir que dejó la crisis, se yergue extrañamente desamparado, como desnudo. Para muchos es un edificio abandonado; para los niños de La Torre, un parque de atracciones gratuito con un añadido que lo hacía especialmente atractivo: el peligro era real.
“Los chavales competían para ver quien llegaba al piso más alto de la torre, un número 20”, explica Galindo. Corrían por escaleras de obra, subiendo plantas sin ni siquiera enlucir, con material de obra roto o desperdigado por todas partes. Desde la V-30 se ven las pintadas de los más valientes. La Generalitat tuvo que tapiar todas las entradas, mientras sigue buscando alguien que compre lo que hay construido para terminar el edificio. “Pero claro, ¿quién quiere comprar una finca a mitad terminar, que no puedes arreglar a tu gusto?”, se pregunta Galindo. Y entonces plantea la palabra que sobrevuela al bloque: demolición. Visibles desde prácticamente cualquier parte del barrio, las dos torres son como dos fantasmas de lo que pudo ser y no es.
La Torre es un barrio obrero situado al otro lado del nuevo cauce del río. Es uno de los más separados de la ciudad por esa cicatriz que es el Plan Sur. El nombre del barrio le viene dado por una antigua alquería fortificada que apareció alrededor del siglo XIV. Ubicada encima de lo que fue la Vía Augusta, en el eje del antiguo camino Real de Madrid, por delante de ella pasaron decenas de ejércitos. El barrio como tal tiene sus raíces en un pequeño pueblo de agricultores que prosperó por su ubicación en el camino más transitado hacia València. A partir del siglo XVIII vivió su periodo de mayor expansión. De ese pasado apenas quedan restos, al margen de la Torre que le da nombre que es ahora un edificio al uso, rodeada de otros edificios de media altura.
La huella histórica más reciente son las viviendas y espacios industriales de principios del siglo XX que marcan su fisionomía, ejemplos de modernismo en algunos casos de gran belleza. Aunque la imagen más común en la actualidad, la de barrio obrera, viene condicionada por su ubicación, apartado de la ciudad y del mar. Allí fueron a parar muchos de los expropiados por la construcción del Nuevo Cauce. Incluido en los Pobles del Sur, el barrio de La Torre mantiene una población estabilizada en torno a las 4.700 personas, según el padrón de 2017. Hace 26 años, en 1991, superaba las 5.200 personas. En este lento y paulatino descenso, hubo un repunte en 2010, cuando se contabilizaron 5.109 empadronados. Fue un espejismo. La tendencia de decrecimiento sólo ha conseguido minimizarse en los últimos años.
Paradójicamente, al mismo tiempo que disminuía el número de vecinos, aumentaba el número de edificios en el barrio. Atraídos por el proyecto Sociópolis, aparecieron promotores privados que querían levantar nuevos bloques. Más viviendas para menos vecinos. Esta tendencia fue provocando la incorporación de residentes que no llegaban a ser suficientes para reemplazar a los que se iban, en algunos casos emigrantes que regresaban a sus lugares de procedencia. Aún así más de un tercio de la población es emigrante, ya sea foránea o de otras provincias de España. La propia dinámica del barrio ha cambiado. Así lo percibe Galindo, quien lo resume de una manera sintética: “Antes esto era más como un pueblo; ahora se parece más a una ciudad dormitorio”, dice.
El tejido urbano primigenio de La Torre mantiene parte de ese encanto rural, que mencionaba Galindo, con callejas estrechas flanqueadas por hileras de casas de dos alturas. También sobresale por ser un barrio con una “considerable tranquilidad”, como comenta el trompetista valenciano Jaime Rovira. Colaborador de grupos como La muñeca de Sal, Rovira vive en una de las nuevas edificaciones que, como la Torre del Alba, han ayudado a revitalizar el barrio y el proyecto Sociópolis. Rovira, que es de Quart de Poblet, confirma esa nueva condición de barrio dormitorio con dos partes bien diferenciadas: la nueva, con gente más joven, y la antigua, más envejecida.
Sociópolis, el proyecto megalómano del hoy condenado Rafael Blasco, sigue siendo un quebradero de cabeza para la Generalitat. No sólo por las demandas judiciales derivadas de la paralización, que le están costando un dineral en sanciones a la administración autonómica, 5,3 millones de euros hasta la fecha, sino también porque dejó a mitad de construir la ampliación de La Torre y entrampados a varios promotores, que finalmente debieron ceder sus edificios a los bancos. Algunos de ellos, como Caixabank, tienen fincas prácticamente enteras, excepción hecha de un par de viviendas.
En ese contexto, se están produciendo desde hace años episodios de ocupación en diversos edificios nuevos. Así lo corrobora una vecina del barrio, quien trabaja en un comercio local pero prefiere no identificarse. “No quiero tener problemas”, sonríe. Esta vecina relata como ya hace tiempo, “cinco años o más” asegura, comenzaron a llegar los primeros ocupas que se instalaron en las viviendas vacías nuevas abandonadas. Estos ocupas en su mayor caso eran familias en riesgo de exclusión social que, años después, siguen instalados ahí y sin provocar aparentemente problemas. “A nosotros mismo”, asegura la vecina, “nunca nos han robado”.
Galindo coincide en la práctica inexistencia de problemas de convivencia, más allá de casos puntuales. En el barrio el único caso grave de ocupación lo padecieron en una vieja alquería abandonada que fue ya demolida por el Ayuntamiento de València hace un par de meses. “Nos advirtieron los vecinos de una finca nueva que estaban preocupados porque veían que acumulaban basura y aquello podría ser peligroso; llamamos al Ayuntamiento y lo solucionaron hace poco”, explica. No queda nada de la alquería. Ahora, donde estaba el inmueble hay un solar con gravilla que usan los vecinos de la zona para pasear a sus mascotas y que está lleno de heces de animales.
En general, comenta Galindo, se sabe que hay pisos ocupados, pero no cuantos ni por quién, ya que se tratan de viviendas propiedad de entidades bancarias que en muchos casos no saben qué hacer con ellos. Así le sucede a Caixabank, que ha heredado las viviendas vacías propiedad del Banco de València. Algunas de estas viviendas, al estar ocupadas, no han podido entrar en la venta masiva a Lone Star. Ése es el caso de un edificio propiedad de Buildingcenter, del grupo La Caixa. La empresa solicitó judicialmente el desahucio de “ignorados ocupantes”, la magistrada del Juzgado de Primera Instancia número 21 de València, María Cristina López de Haro, se lo concedió el 20 de junio, y éste no se pudo ejecutar porque nadie sabe quiénes son los ocupas. La sentencia fue publicada por el DOCV.
El edificio, visto desde fuera, no llama la atención salvo por el hecho de que su portal está abierto. En las señales de tráfico de las esquinas se puede descubrir bicicletas encadenadas, con las tradicionales cajas atadas que emplean las personas que rebuscan en los contenedores. Ya dentro, la puerta descuajeringada de la entrada, las pintadas y un cierto abandono revelan su particular condición, que se ratifica cuando se observa la caja de luces. Prácticamente todas las viviendas están enganchadas a la luz. Una pintada, insultando a alguien que “quitó la luz”, y una respuesta soez, hacen las veces de red social interna.
Del interior del edificio salen un matrimonio y su hija acompañados de su perro, una especie de dálmata pequeño llamado Lucky. No quieren dar su nombre. El marido, un hombre de unos cincuenta años con evidente sobrepeso, que viste ropas humildes, le dice a la mujer en rumano que no hable, pero ella no le hace caso y relata su situación. “Han venido los del banco y nos han propuesto una especie de alquiler barato, para gente como nosotros”, comenta. ¿Y cuál es el problema? “Que para poder acceder a él hay que tener papeles y nosotros no los tenemos”, confiesa. La mujer y la hija siguen paseando el perro, junto al nuevo cauce, mientras el marido se dirige a un bar de la calle del Alba a comprar un paquete de tabaco. Saluda al dueño del local, compra su tabaco y se va.
El administrador de este edificio admite haber tenido noticia de que hay ocupantes en buena parte de las viviendas. El comportamiento, asegura, es muy dispar. “Hay de todo”. Y eso se refiere también a las circunstancias que rodea a cada uno de los ocupantes. “Estamos intentando solucionarlo”, indica, pero asegura que no puede dar más detalles. Deben ir casa a casa, caso a caso. Se trata, explica, de un edificio que ha empezado a administrar hace unos meses. En cierto modo, le ha pasado como al banco, que de pronto ha descubierto que tiene un problema heredado del pasado que ya se ha enquistado.
Es ahí donde Galindo hace la crítica a las políticas de vivienda en España de los últimos años. Lo hace en el nuevo edificio municipal, inaugurado por Rita Barberá, donde conviven la placa de metacrilato que recuerda la apertura, con el último bando municipal de Joan Ribó. Tras ser atendido por María José Tomás, Galindo sale a la terraza. Desde ella saluda a un vecino que pasea por abajo. “La raíz del problema es la especulación”, dice. “Hay que buscar una solución a nivel estatal porque no es posible que haya edificios enteros vacíos cuando hay gente que necesita viviendas”, comenta; “si los bancos están cumpliendo la legislación, entonces hay un fallo en la legislación y los gobiernos que la hacen”, añade.
El principal problema con la vivienda vacía es que no se sabe realmente cuántas hay en España. Así lo admiten desde el equipo de la Conselleria de Vivienda de la Generalitat, donde aseguran que la cifra más fiable de la que se dispone es la que toma como base una encuesta del INE de 2011. Y ya ha llovido. Esa apuntaba a 3,5 millones de viviendas vacías. Grosso modo, y teniendo en cuenta que a la Comunitat Valenciana le corresponde un 10% del total nacional, aproximadamente, deberían ser 350.000; en la Generalitat se temen que sean más. Como respuesta el equipo de María José Salvador está diseñando una estrategia para pactar con las entidades bancarias un convenio por el que cederán a la Generalitat viviendas disponibles con las que ampliar el parque público y poder dar una solución habitacional a los numerosos inscritos en el registro de demandantes de vivienda.
A sus espaldas, Galindo, tiene el solar donde está ubicado el colegio provisional mientras terminan las obras en el histórico. Cerca está el nuevo jardín, abierto hace tan solo unos meses y que está suponiendo “un cambio radical en el barrio”, comenta. “Un peligro que había es que no se urbanizara esto. Habría supuesto que quedaran muchas viviendas vacías y aquello de allá”, dice señalando a las torres nuevas, “se convirtiera en un gueto”. “Ahora con esto”, apunta, “sí que se nota que hay una reactivación”. Por eso, aunque quedan muchas dudas por resolver, ¿qué hará el Ayuntamiento de València con su parcela en Sociópolis?, ¿cómo acabarán las dos torres de la Generalitat?, se vislumbra en sus palabras un cierto optimismo, tras tantos años de promesas incumplidas. Un optimismo que ensombrecen las puntas de iceberg que rodean a todo el barrio, las siluetas de las viviendas inacabadas, las vacías y las ocupadas.