VALÈNCIA. En una equina de la calle Pintor Llanos, un cul de sac, duermen cuatro vehículos desguazados. Dos llaman especialmente la atención: Un 600 y un Jaguar. El primero es casi una antigüedad. El segundo yace apoyado sobre ladrillos, sin ruedas, sin morro. Matriculado en Holanda, llegó a València hace unos años. Dicen los vecinos que el depósito de gasolina fue trucado para introducir droga en su interior. Nunca ha sido reparado porque el vehículo no tiene papeles. Juan, un vecino de 61 años que no quiere que se le fotografíe, explica lacónico el abandono de los coches y cómo los vecinos acuden a los propietarios para solicitarles piezas. Así, el Jaguar está sin ruedas porque “a alguien le gustaron” y se las pidió al responsable del vehículo.
La vía, en su día privativa, es un lugar inhóspito, pura urbe en su peor acepción. Huele a orín humano y de animales. Está sucia, salpicada por heces de perros, papeles, bolsas de plástico… En plena canícula, su estructura, todo cemento y hormigón, ni un árbol, hace de esa calle y de las que le circuncidan una especie de horno con la tapa abierta. No hay mediciones al respecto, pero la impresión es que en ese tramo de la ciudad hace más calor que en el resto. Y eso, en el verano más tórrido que se recuerda en años, tiene mérito. Por su estructura de calles pequeñas, cerradas y atravesadas, el aire apenas circula por esa zona de Benicalap. No hay brisa posible ni se la espera. Por el contrario, el sol no da de pleno en ese momento, lo que compensa la sensación de agobio.
La calle está llena de baches y se arremolinan de mala manera los coches a ambos lados, además de los ya en desuso. Si algún día regresa de verdad la lluvia, esa calle se convertirá en un cultivo de charcos. “El Ayuntamiento pasa de nosotros”, sentencia Juan. La vía da a los patios traseros de varias fincas en aparente mal estado, pero todas ellas habitadas a tenor de la ropa tendida. Una de ellas tiene una ventana quemada. “Ahí viven ocupas”, explica Juan. “Rumanos”, concreta. Las ventanas de todos los bajos están tapiadas y enrejadas. Son la parte trasera de algunos comercios que han optado por enladrillarlas para así garantizarse algo de tranquilidad y evitar robos, explica.
Benicalap se ha convertido en uno de los barrios más problemáticos de València. La alusión la realizó el ex portavoz de València En Comú, Jordi Peris, el día de su dimisión como concejal. Expresamente, lo citó junto a dos barrios marginados en los últimos veinte años como Orriols y Nazaret. Que incluyera a Benicalap y que emplazara a sus compañeros de Gobierno a actuar resultó llamativo. No es que Benicalap haya pasado por ser una zona residencial, pero la degeneración de la convivencia en el barrio es relativamente reciente. José Bellver, representante de los vecinos, apunta a 2010 y el inicio de las expropiaciones en Malilla para la instalación de la nueva La Fe como la chispa que motivó una primera migración. Un aluvión que se unió al de los ocupas desplazados por los derribos del Cabanyal. Siete años después, Benicalap tiene la que posiblemente sea la zona más depauperada de València, con permiso de la zona cero del Cabanyal, producto a partes iguales de la desidia de los anteriores gobiernos y la inacción del actual.
El intrincado laberinto de calles que es el Benicalap de los años sesenta y setenta, un horror urbanístico, ejemplo metafórico del sistema jaleado en los estertores del franquismo por los últimos prebostes, se compone de un ramillete de fincas con aluminosis, inhabitables, la mayoría de ellas ocupadas y en propiedad de bancos que ni se interesan por ellas. José Bellver señala a la calle Acacias como frontera de la zona conflictiva. El espacio que se mueve entre esta vía y Peset Aleixandre, concretamente, es la pastilla urbanística maldita, la zona cero de Benicalap. Con un eje principal, la calle del Mondúver.
Una afirmación que corroboran José y Belén, pareja del barrio. Especialmente él. Vecino de Benicalap, regresó hace unos años y lo que se ha encontrado no es lo que precisamente se dice un buen lugar. Paseando por ella un jueves por la noche, la describe sucinta y gráficamente: “Esto es una mierda”. Su amarga sentencia cuenta con el visto bueno de Belén, quien asiente. “Una mierda”, insiste. El comercio local prácticamente ha desaparecido. Los vecinos ni pasean. Peatonalizada como un gran logro para los vecinos, la calle del Mondúver no tiene nada que envidiar en cuanto a sordidez a algunas de las vías históricas del lumpen de la ciudad, como Viana.
La peculiar multiculturalidad del barrio, donde conviven las nacionalidades pero ni se mezclan ni hacen amago de ello, se puede percibir en Mondúver. Mirando desde Acacias hacia Peset Aleixandre, en un lado de la vía se ubican los dominicanos. Enfrente, los colombianos. Más adelante, los ghaneses y otros subsaharianos. Y por allá, ya en Peset Aleixandre, los paquistaníes, “pero esos no se meten con nadie”, advierte enseguida José. Seguramente los bienintencionados urbanistas que idearon y promovieron la peatonalización de esa calle, cerrándola sólo al tránsito del tranvía, jamás pensaron que la ausencia de tráfico rodado iba a convertirla en un foco de pobreza, drogadicción y hasta ocasional prostitución. Los incidentes se suceden. Los vecinos son agredidos por menores. Los robos son frecuentes. Se han dado denuncias de detenidos que han criticado brutalidad policial. La última, esta misma semana con inmigrantes cameruneses. Benicalap rezuma violencia. Es una olla a punto de estallar.
Las estaciones de tranvía son utilizadas para guardar la droga que se vende en esa misma calle. En el principio y el final de la misma se puede ver a los chicos que avisan de que llega la policía o, como se dice en la jerga, dan el agua. Los coches de la Policía Local y de la Nacional pasan habitualmente por los extremos, pero la peatonalizada calle del Mondúver es terreno vedado por donde sólo se puede circular de manera excepcional. Y eso lo saben los narcotraficantes. “La gente mayor ya ni baja a la calle”, explica José. Nadie se plantea sentarse a la fresca. “En esta calle ya sólo quedan dos abuelas”, abunda. Mientras, enfrente, dos chavales de en torno a 16 años juegan a pegarse con las camisetas, jaleados por su grupo de amigos. “Es el patio de su casa”, describe José.
Otro problema que ha alterado considerablemente la convivencia son las chatarrerías. Bellver señala una cerca de la calle Acacias. “Al parecer tienen todos los papeles en regla”, dice. Hay al menos tres en ese rincón del barrio. Durante los últimos años en el entorno de las bolsas de pobreza ha aparecido también este agente nuevo: los chatarreros. Una imagen habitual de Benicalap es ver a gente en bicicleta. No se parecen a los ciclistas de Ruzafa. Lo hacen con cajas de plástico atadas a la parte trasera donde ponen lo que encuentran en los contenedores. También hay locales que envían contenedores a Rumanía y otros países del Este. En ellos se puede encontrar de todo, desde móviles relativamente nuevos hasta viejas televisiones de tubo.
Benicalap nació y creció en torno al antiguo camino a Burjassot, ahora avenida, que parte en dos el barrio. Plaza obrera, orgullosa de sí misma, alberga en su seno uno de los equipos históricos del rugby valenciano, el San Roque. En el barrio conviven los dos extremos. Por un lado está el sin esperanza, la cara b de la nueva València. Hasta aquí no han llegado los aires de renovación ni el siglo XXI, y los problemas por el turismo masivo suenan a broma de mal gusto. Es como ir atrás en el tiempo, a los años ochenta. Si El Vaquilla siguiera vivo, podría tener casa en Benicalap.
Junto a los pisos depauperados de la zona cero, a escasos centenares de metros se pueden encontrar los áticos y complejos de viviendas de la zona próxima a la avenida Juan XXIII o los rascacielos de la avenida de les Corts Valencianes. Como fronteras, la calle doctor Nicasio Benlloch y la avenida del Ecuador, que parece dividir a su vez el interior del barrio también en dos: la zona pobre y la zona rica. En la zona pobre, bares, locutorios; en el otro lado, la zona nueva, un gran Mercadona y un gimnasio Atalanta. Más ejemplos de esa brecha social. En el barrio se pueden encontrar apartamentos por 14.000 euros o pisos de 60 metros por menos de 30.000, a 500 euros el metro cuadrado, cuando el precio medio por metro cuadrado de la vivienda libre en València está en torno a 1.205 euros, según la oficina de estadística del Ayuntamiento. Y si alguien busca un buen piso, puede hallar áticos por medio millón de euros en complejos residenciales tranquilos. Buena parte de este nuevo Benicalap, el rico, está próximo al centro polideportivo, uno de los mejores de la ciudad.
La supuesta recuperación económica no ha llegado a Benicalap, un dato que Bellver certifica de primera mano. En sus habituales repartos de comida han llegado a atender centenares de familias. Y siguen haciéndolo. En el último, además, los servicios sociales de Campanar le mandaron a una persona. Porque Benicalap, pese a su situación, no tiene oficina de servicios sociales y son los vecinos los que tienen que ayudar al Ayuntamiento. Sí alberga una subsede de la Casa de la Caridad, la cual fue rechazada en su día por los vecinos de las zonas pudientes, que se manifestaron contra ella. Encerrados en sus complejos, hablaban de que iba a tener un efecto llamada para la pobreza, como si lo que sucediera en la calle del Mondúver no existiera. Nadie hizo caso y se abrió la subsede junto a la avenida del Ecuador. No ha causado ningún problema.
Además de la pastilla maldita, la de la calle del Mondúver, en la calle San Roque, a espaldas del inconcluso Nuevo Mestalla, se encuentra la otra zona problemática del barrio. El estadio que iba a convertir a València en una ciudad Champions perfila su esqueleto frente a la calle doctor Nicasio Benlloch como un elefante muerto. Los solares donde se almacena material de obra son un muro de Berlín. Algún promotor pensó que quizás el campo de fútbol revitalizaría esa zona y apostó por construir en la calle San Roque complejos de viviendas con ladrillo blanco cara vista. Siete años después, la mayor parte de las casas están sin vender. En una finca con cuatro portales sólo están operativos dos que tienen doble puerta. Los otros dos portales están soldados y sellados para que no entren ocupas. Es un búnker. Y las vistas son poco gratas. La situación es tan áspera que una vecina le anunció recientemente a Bellver que dejaba el barrio y se iba con sus dos hijos a la avenida del Cid. “Así no se puede vivir”, le dijo.
Donde sí hay ocupas es en unas viviendas de planta baja, al principio de la calle San Roque y en la calle Alquerías de Bellver. Se distinguen enseguida. Han arrancado hasta los marcos de las ventanas. Celestina Fernández, vecina del barrio de toda la vida, ocho décadas de sueños y sinsabores en esas calles, mientras da su paseo matutino constata con amargura el estado real del barrio. “Estamos abandonados”, sentencia.
La iglesia de San Roque, de 1902, la que da nombre al equipo de rugby, está rodeada por unos pequeños jardines de cemento y zonas peatonalizadas. “El nuevo cura se ha cargado a los boy scouts”, informa Bellver. Más de medio siglo se ha ido por los aires y uno de los pocos agentes dinamizadores positivos de la juventud ha sido aniquilado con el beneplácito del cardenal Cañizares. Benicalap no es tierra para boy scouts.
Ni siquiera la Ciudad Fallera conserva su espíritu. Muchas de las naves donde otrora se hallaban los artistas falleros están ahora ocupadas por iglesias extranjeras, evangelistas que reúnen a sus fieles en días festivos. Son una nota de color positiva que da algo de luz, pero son también la prueba de que el viejo Benicalap, la vieja València, están desapareciendo. No es bueno ni malo; es un hecho. Desde ahí se puede ver la Ronda Norte, que estrangula al barrio, como lo hace por otro lado el inacabado Nou Mestalla y por el sur la avenida Peset Aleixandre. Y ésa es una sensación común a todo el barrio: que todo lo que le rodea le estrangula. Pero aún así, Benicalap resiste. Y sigue esperando.