VALÈNCIA. Lo cuenta el Marqués de Cruïlles en su guía de València de 1876: el óvalo del Paseo de la Alameda que da al Puente del Real “se destinó algunas veces a formar en él la plaza de Toros para las corridas que solían celebrarse en esta ciudad” allá por el siglo XVIII. En ese óvalo se colocó en 1861 “una linda fuente de hierro fundido de diez metros de altura (sic) por doce de diámetro en su base que es circular”. Según relata María Ángeles Arazo en Los Jardines de Valencia, la fuente, próxima a los Jardines del Real y que tiene por nombre Las cuatro estaciones, fue promovida por el entonces alcalde Francisco Brotons. Hoy día es la puerta de entrada al Paseo y también un símbolo deportivo, futbolero, del Levante Unión Deportiva; en ella se citan los aficionados granotas para festejar sus grandes logros.
Este verano hará 14 años que se bañó en la fuente por última vez el productor valenciano de cine Sergio Castellote. Fue con el ascenso del Levante de Manuel Preciado a Primera, tras ganar al Xerez en su campo. “Ahora ya no dejan, pero las últimas veces que celebramos algo y nos podíamos bañar no lo hice; uno se hace mayor”, sonríe. Convertida desde hace siglo y medio en referencia icónica de la ciudad, un tótem, la fuente del inicio del Paseo y su hermana adoptiva, la que da a la avenida de Aragón (que fue creada en 1852 para la plaza del Mercado, frente a la Lonja, y no llego a la Alameda hasta 1878), han sido objeto hasta de una polémica entre el equipo de gobierno y Ciudadanos a cuenta de su color.
Curiosamente, los trabajos de pintura sobre las fuentes son de las contadas intervenciones que el consistorio ha realizado en el Paseo de la Alameda durante la presente legislatura, más allá del inevitable mantenimiento. Durante estos tres años no se ha planteado ni se ha ejecutado ninguna acción específica para la puesta en valor de la que pasaba por ser una de las vías neurálgicas de la ciudad, uno de sus emplazamientos sociales más relevantes. El Paseo de la Alameda parece congelado en el tiempo.
Esta semana el alcalde de València, Joan Ribó, presentó una nueva iniciativa que tiene como fin reivindicar los árboles de la ciudad, cinco rutas para descubrir estos tesoros patrimoniales tan presentes que a veces se obvian. “Tenemos que dar a conocer nuestra ciudad, plantear actividades culturales a partir de unos árboles que tal vez no conocemos ni valoramos lo suficiente”, decía el alcalde. La quinta ruta corresponde al Paseo de la Alameda, tiene ese título, aunque el Paseo no es el protagonista único: comparte cartel con el Jardín de Monforte, el paseo central de la avenida Blasco Ibáñez y el ficus de la condesa de Ripalda, la gigantesca higuera australiana que es uno de los árboles más conocidos de València. En la ruta se destacan varios árboles de la Alameda, especialmente los más exóticos, como el cafetero de Kentucky que está detrás de la Torre de San Felipe, dando al río, o el naranjo de Luisiana, también en la parte de la Alameda que da al cauce y al puente de las flores.
El folleto, profusamente ilustrado, en el que se recuerda que su nombre viene de los álamos que se plantaron hace cuatro siglos, todos perdidos, es lo más parecido a una actuación específica sobre el Paseo. La primera. Quizá la única de la legislatura. Y sin embargo hace diez años el Paseo de la Alameda y su futuro fueron los protagonistas del debate político. La entonces portavoz socialista Carmen Alborch reclamó un plan integral que rescatase del tráfico este jardín pegado al del antiguo cauce. Con ello se hacía eco de la petición que estaba cursando en esos momentos el Consell Valencià de Cultura. Otro escritor, Vicente Muñoz Puelles, miembro de este organismo, había redactado un informe en el que solicitaba que el paseo fuera declarado Bien de Interés Cultural en forma de lugar o jardín histórico.
Tres años después esta institución redactaba un nuevo informe en el que volvía a pedir lo mismo: un plan integral para rescatar el Paseo de su condición de vía urbana de tráfico. Tras consultar con los arquitectos David Estal, José María Tomás y Alejandro Escribano, el Consell de Cultura propuso reformar el arbolado y la zona ajardinada, plantando más líneas de árboles; colocar otro tipo de pavimento, en vez del asfalto; aumentar el número de fuentes e impulsar un cambio de la iluminación; crear espacios reservados para mascotas; potenciar en algunas zonas más locales estables de hostelería cuidada y de servicios culturales; y, por último, mejorar la conexión con el río y favorecer el uso de los nuevos modos de locomoción (bicicletas, patines, etc.). Como alternativa al parking en superficie, propusieron la creación de un parking subterráneo. No se hizo nada.
El debate fue devorado por otras urgencias y ahora, más de diez años después de que se planteara, parece olvidado. Como la propia Alameda. Una situación cuanto menos insólita en su casi cuatro siglos de existencia. La zona, conocida hasta entonces como el prado, fue transformada por el Duque de Arcos en su trienio como virrey, entre 1643 y 1645, plantando dos hileras de álamos. Desde entonces el Paseo ha sido uno de los epicentros sociales de la ciudad, su columna vertebral por excelencia. “A principios del siglo XX Luis Minguet Albors hablaba de la Alameda como El Prado de València”, rememora el escritor y coleccionista Rafael Solaz. Era donde había que estar. Como señala Joan Gavara en su artículo escrito en 1994 por los 350 años del Paseo, se trataba de “uno de los conjuntos más significativos en la imagen urbana de la ciudad”.
Hay sobrados testimonios gráficos de ese carácter vertebrador, de ágora en el que se encontraban las clases sociales, como el célebre grabado de Alexandre de Laborde de principios del XIX hasta la no menos célebre pintura de Ignacio Pinazo Tarde de Carnaval en la Alameda de 1889 que se puede contemplar en el Museo Nacional de Cerámica González Martí y que el artista creó para el desaparecido café El León de Oro. “La Alameda es un sitio emblemático, ya no sólo por la Feria de Julio, sino porque era el paseo de la ciudad, el único que quedaba”, comenta Solaz. “Desde finales del siglo XVII era el lugar de encuentro. El pueblo llano iba andando y la clase noble en carruajes. Se aprovechaba para el contacto visual, las miradas”, explica. Solaz, autor de numerosos libros sobre la historia de la ciudad y sus personajes, comparte la convicción de que el Paseo ha sido el sitio donde más matrimonios de la alta sociedad valenciana se ha concertado; un decorado digno de Jane Austen.
“Si se eliminara el tráfico del eje central, el aparcamiento…”, apunta Solaz. Una idea que también plantea Enrique Montoliu, presidente de la fundación Fundem. “En València la estamos convirtiendo en un parking”, se lamenta Montoliu. Es jueves a mediodía. La cita es junto a la Pérgola, un lugar de referencia para el tradicional almuerzo valenciano. “Fíjate que no hay casi ningún peatón”, señala Montoliu. Toda la animación que encuentra rodea a la Pérgola. “Venimos aquí por la cafetería pero es un jardín que no está vivido. ¿Por qué? Porque está la avenida por el medio y la gente no tiene un concepto de jardín, no lo ve así. O va por una acera, o va por la otra, pero no se mete por lo que sería el jardín. Y además tiene la competencia del cauce del Turia”, añade Montoliu, una gran montaña que le eclipsa.
El antiguo cauce ha vencido al Paseo. En parte, cree Montoliu, porque el lecho del Turia es un espacio más acorde a los nuevos intereses, donde los jardines han perdido su esencia y son empleados para practicar deporte y actividades al aire libre. “En el siglo XIX y principios del XX los jardines estaban más valorados que ahora”, asevera Montoliu. “A mí mismo, y no hace tanto tiempo, me traían de pequeño todos los días a Viveros. Ahora tenemos más jardines porque lo marcan las leyes urbanísticas, pero no se considera la Naturaleza como cultura. Hay poca gente con sensibilidad real hacia la Naturaleza. Nadie te dirá que la odia, pero a la hora de ir a una ciudad muy pocos irán a los jardines botánicos”, apostilla.
Desde la Pérgola se distinguen las dos Torres de 1714 que flanquean su entrada: la dedicada a San Felipe (la más próxima al río) y la dedicada a San Jaime. Fue un foráneo, el mariscal Suchet durante la invasión napoleónica, el que realizó una de las más grandes revoluciones de la fisionomía del Paseo al plantar “laureles, plátanos, cipreses, naranjos y limoneros”, enumera Arazo, y dotarle de ese aspecto de paseo europeo que seduciría en 1858 a Maximiliano de Austria durante su visita a la ciudad, unos años antes de que fuera nombrado fugaz emperador de México (1864-1867) y de su posterior ejecución (1867).
La época dorada del paseo comenzó poco después de la muerte del infortunado Maximiliano I. A partir de 1871 el Paseo se transformó en el espacio de referencia para la Feria de Julio. Los Juegos Florales, los conciertos, la Batalla de las Flores y la posterior Exposición Regional hicieron el resto. En un espacio en el cruce con el puente de Calatrava se estrenó el Himno Regional del maestro Serrano y Thous. Aunque la imagen final, la que tenemos hoy, se debe en gran medida a, cómo no, Javier Goerlich. “Toda la modernidad de València pasa por él”, comenta Solaz. Fue Goerlich quien le dio forma al paseo ajardinado de algo más de un kilómetro de largo entre los puentes del Real y de Aragón. Eso ocurrió en 1932.
La Alameda es ahora poco menos que una puerta trasera, una opción que muchas veces se olvida, ha dejado de ser de uso generalizado para convertirse en un espacio frecuentado esencialmente por vecinos y allegados. En la misma Pérgola buena parte de los clientes son conocidos de sus dueños, los tres hermanos Juan, David y Carlos Pérez Richart, y su primo hermano Javier Richart Solà. Así, es fácil ver a Juan, 35 años trabajando allí, toda una vida, bromear con unos clientes. O a Javier y Carlos hablar con un habitual, exalumno de un colegio cercano, sobre cómo realizar mejor un viaje en moto por Escocia. Una gran fotografía dedicada de Hector Barberá que preside una de las paredes del interior del local da fe del cariño por las dos ruedas que se respira en ese templo del almuerzo.
Los bocadillos y tapas van y vienen, con la contada presencia de algunos turistas que curiosos miran todo el ir y venir de la zona más animada del Paseo, prácticamente la única a esa hora. Cuando llegue la de comer y, sobre todo, la de cenar, algunas otras terrazas se animarán, pero no más que cualquier otro lugar de la ciudad. El “cierto protagonismo” que tuvo como espacio de “encuentro social y festivo”, en palabras de Solaz, se ha ido perdiendo. Lejos están los años en los que allí se organizaban de manera continuada grandes conciertos, especialmente con motivos de las Fallas. Grupos como Texas, Gun, La Guardia, Victor Manuel y Ana Belén, y hasta un fenómeno de masas como los New Kids on The Block, en una de sus contadas presencias en nuestro país, reunieron a decenas de miles de personas. Por acoger, la Alameda acogió hasta una misa de Juan Pablo II en 1982 en la que se ordenó a 141 sacerdotes.
Pero conforme el Paseo ha ido prolongándose, creciendo, absorbiendo referencias e iconos (las chimeneas industriales de la antigua Unión Alcoholera Española), aportando nuevos espacios (Ciudad de las Artes y las Ciencias), la Alameda original ha sido desplazada de las preferencias de los ciudadanos. Un ejemplo: el sucesor de Juan Pablo II, Benedicto XVI, cuando visitó València 24 años después realizó su gran misa junto a la Ciudad de las Artes y las Ciencias. En la original, convertida oficialmente en extrarradio, degradada de su condición de lugar emblemático, se dispusieron grandes pantallas de televisión ante las que no se sentó nadie y centenares, miles de urinarios móviles, que prácticamente no se usaron.
La inminente reapertura del Alameda Palace prevista para mayo, ya reconvertido en Palau Alameda, la persistencia numantina de los locales de restauración y sus terrazas, y la propia inercia de una ciudadanía que no la deja de visitar, han logrado que no languidezca. Pero una opción más amplia, recuperarla como espacio de referencia, parece muy lejana. Dos décadas después persiste lo que Gavara ya describió en 1994 como “abandono público”, un abandono que no entiende de colores. Pendiente aún de iniciarse las obras en la Plaza de la Reina que siguen sin tener fecha, sin haber ni siquiera comenzado algunas de las otras grandes apuestas urbanísticas de la ciudad, con el Cabanyal aún por recuperar, el Paseo de la Alameda, el, en palabras de Gavara, “más hermoso de los paseos valencianos”, tendrá que esperar.