Los granaderos desfilan con el rostro cubierto dentro de la Iglesia del Rosario y fuera el calor derrite las paredes. Dentro suenan tambores y fuera unos chavales cantan ‘Te vas, me dejas’ de Los Chichos. O quizá sea otra, pero yo quiera escuchar esa.
Giramos por la calle de la Alegría y en una esquina aparece el cartel de Anyora. La casa que está casi a su lado es una de esas plantas bajas con suelos de mármol y muebles muy brillantes; hay una bicicleta estática rota en la acera y un muchacho con unas zapatillas de Gucci que no son de Gucci. A él le importa bien poco de dónde sean realmente.
El Cabanyal, el Canyamelar ya a esa altura, los Poblados Marítimos, son un poco las dos cosas, templo y guitarra flamenca. Jazmín y cigarrillos. Pero más lo segundo. Ocurre que en los barrios pasan cosas normales para los que allí viven pero con doble lectura para los que vienen de fuera. Pasa como en la moda: el chico de extrarradio se viste con chándal porque no sabe hacerlo de otra forma pero el consumidor elevado se lo apropia con la tranquilidad que da la distancia. Y qué bien se está en el barrio cuando se ve desde lejos, eh. Qué guay el Cabanyal para visitarlo. Hubo un tiempo en que a los modernos les gustaba Camela aunque la ironía no pasara por allí jamás.
Román Navarro, con el delantal puesto, reconoce que sí, que la zona genera dudas y algún miedo. Las calles son como aquello de “el dinero deprisa, el placer deprisa”, que decían en una peli kinki. Y es que es así. Pero hay que vivir con valentía y raíces. Y en un primer vistazo Anyora, un bar, una bodega, un restaurante y algo más que la suma de las tres cosas, es un poco ese Marítimo de hidráulicos falsos (la decoración cuidada pero irremediablemente nueva, el ganchillo bajo el cristal y las conservas con letreros bonitos) y un poco el Cabanyal auténtico del encurtido. En el vistazo segundo, te das cuenta de que es una maravillosa nueva casa de comidas y punto. Quizá la mejor de la temporada en Valencia.
Así que hablemos de Batiste, el bodeguero dueño del local en los años 30 y que, dice Román, vivía allí. Hay un altillo que se ha respetado y donde dormía Batiste. Menudo pájaro debió ser el tal Batiste. Hay unas mesas con hule de flores en su honor y el suelo desgastado. Y hablemos del Petit Vermú que se hace en Alfafara y se puede tomar de aperitivo. A mí me recordó a esa sangría a la que en mi casa echaban melocotón, aunque yo no entiendo mucho de nada de eso. Yo de niño me comía ese melocotón y ahora me bebo el vermú de dos en dos.
Hablemos también del bonito con berenjena, de la lleterola (en serio, una pasada de plato y un producto con una historia preciosa que merece la pena buscar; spoiler: si crece demasiado, estalla el corazón), de la ensaladilla, del pulpo, del atún con titaina. Hay mucho de El Cabanyal en esa carta. Y unos vinos estupendos y un tipo estupendo que te explica los vinos. También hay mucha gente en la barra aunque Román pensaba que no iba a haber tanta. Me dijo un fotógrafo una vez que para hacer fotografías no necesitaba una cámara mejor pero sí una vida mejor. Quizá necesitamos barras que merezcan ser vividas para que la cosa funcione.
El Marítimo está en ese punto tan incierto en el que parece que para sobrevivir al tiempo lo que hay que hacer es teñirse el pelo. Pero nunca es buena cosa disfrazarse de barrios que ya existen. Yo recuerdo las noches de playbacks falleros en Arquitecto Alfaro, bien de purpurina y dudas; las bravas en el Montblanc que ya no están como estaban; los churros junto al Mercado en una caseta hecha con planchas; los juguetes en el 091 y las zapatillas en Deportes Elvirín. Necesitamos sitios nuevos, sí, pero que no nos recuerden a cosas de otros.
Terminamos. Pedimos natillas y nos vamos felices porque Anyora no es uno de esos sitios. Es el nuevo Cabanyal pero no ese de la tortilla gigante rellena de cosas y la cerveza barata. Fuera el calor raro de la Semana Santa sigue apretando y la brisa pasa de nosotros.