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el callejero

Juan Carlos presume de sus 34 clases de alubias

Foto: KIKE TABERNER
14/08/2022 - 

VALÈNCIA. A Juan Carlos Navarro le da rabia que la visita a Casa Ezequiel se haya producido casi en agosto, cuando está a punto de cerrar, porque apenas le quedan existencias, y no en septiembre o en otro momento, cuando su tienda es un derroche de sacos llenos de legumbres de todo tipo. Solo de alubias, por ejemplo, 34 clases, diez de lentejas, siete de garbanzos... "Tengo hasta garbanzos negros de Pakistán. Porque siempre me ha gustado tener mucha variedad", explica este hombre de 62 años que lleva los 44 últimos en este comercio que ya es patrimonio del barrio de Orriols.

El tendero entró a los 18, en un momento complicado en casa. Juan Carlos se había dejado los estudios después de hacer el COU -equivalente a segundo de Bachiller- y un breve paso por Artes y Oficios. Fue en la época, a finales de los 70, en la que falleció su madre y su padre perdió el empleo que tenía en una fábrica de muebles.

El chaval estaba muy desanimado y se puso a trabajar con su padre cuando Ezequiel Navarro, en un momento de recesión, decidió quedarse el traspaso de una tienda de frutos secos que había cerca de su casa en el barrio que muchos aún llamaban de Barona. La propietaria, que lo tenía desde hacía cuatro años, era de Ruzafa y estaba harta de ir cada día hasta allí y de tener que cuidar a un niño que no estaba bien. "Se cansó y decidimos quedárnoslo", recuerda aquel joven convertido hoy en un hombre que ya intuye la jubilación.

El negocio prosperó fundamentalmente gracias a la curiosidad de Juan Carlos, que siempre mostró interés por saber qué variantes había, dónde estaban los proveedores, qué le gustaba a la gente... "La mujer tenía la tienda un poquito abandonada y nos tocó remontar. Al principio esto era sota, caballo y rey. Patatas, cortezas, todo era a granel. Comprabas a granel y envasabas tú las cortezas, los gusanitos, las ruedas... lo que había entonces. Un poco de olivas y frutos secos. Pero había una octava parte de lo que tenemos ahora".

En este siglo es muy fácil buscar quién vende legumbres, pero hace cuarenta años no existía Google ni internet. Juan Carlos iba al almacén de un tal Noguera que había detrás de La Lonja, y, sobre todo, marchaba siempre con los ojos bien abiertos. "Yo recuerdo ir con el coche por la calle Colón de camino a un almacén pequeñito que tengo en Convento Jerusalén, pasarme un furgón de patatas fritas, y marcharme detrás, sacar la libreta y el boli en un semáforo, y anotar la dirección". Otras veces, armándose de paciencia, aquel chico de 18 o 19 años se iba hasta la plaza del Ayuntamiento, entraba en Telefónica y pedía las páginas amarillas de Madrid o Barcelona. Luego se sentaba y empezaba a pasar las hojas hasta que encontraba a algún proveedor nuevo. "Y en los últimos años ya por internet, claro".

Un par de robos

Una mujer entra y le pide almendra molida. "¿Cierras en agosto, Juan Carlos? ¿Sí? Pues me tendré que llevar en cantidad antes de que te vayas". Un viejo reloj con publicidad de Solano colgado de una de las paredes amarillas de este antiguo establecimiento marca las seis y media de la tarde. En la puerta, como si fuera un recluta de guardia, un amigo está plantado, con la mirada al frente y las manos en la espalda. No habla ni sonríe. Y cuando el fotógrafo le informa de que va a salir de fondo en alguna imagen, farfulla: "Da igual".

Su padre se jubiló a los cinco años, en 1983, y desde entonces Juan Carlos está solo. Cada día es muy parecido al anterior. Se levanta, va al kiosco a comprar El País, abre la tienda, pone la Ser en una vieja radio y empieza la jornada. A mediodía para a comer. Desde que murió su padre hace año y medio vive con su hermano y su cuñada, que se encarga de cocinar. Y a la tarde vuelve a abrir hasta las ocho o las ocho y media. Cuando se quedó como propietario pensó en ponerle al negocio casa Juan Carlos o Casa Carlos, pero no le gustó. Casa Navarro ya había una. Así que prefirió el nombre de su padre y se quedó con Casa Ezequiel.

No ha cambiado nada desde entonces. Ni el suelo, ni las paredes. Allí dentro estás en otro tiempo. En el siglo pasado. No ha llegado ni el aire acondicionado y un ventilador alivia algo el calor sin parar de girar. En 44 años ha sufrido dos robos. Uno de ellos lo vio. "Después de tanto tiempo, si estás por la calle y escuchas una persiana, yo ya sé cuál es. Una noche salí del cine con unos amigos, me llevaron a casa y fue, en mitad de la noche, cuando oí una persiana. ¡Esa es la mía! Fui hasta allí y vi salir a dos críos. Uno llevaba dos bolsas y el otro, un transistor".

Juan Carlos tiene un cuerpo seco, unas de esas manos grandes que de adolescente no sabes dónde meter y el pelo blanco y ensortijado. Es un hombre educado que no se pasa de cháchara. Atiende, trata de agradar y si toca sonreír, pues sonríe.

Cuando él entró, los comercios gozaban de buena salud en el barrio. Pero esto ha cambiado mucho y se ha hecho hasta necesario ponerse camisetas como la que lleva hoy Juan Carlos, una prenda negra donde pone 'Orriols en lucha'. Porque ha llegado mala gente al barrio. Los vecinos se han hartado y han decidido salir a protestar y a reivindicar aquellas calles en las que Juan Carlos jugaba de niño. Eran tiempos sin apenas coches en los que las madres, en cuanto daban las ocho, se asomaban por el balcón para gritarle a sus hijos que ya era hora de subir a por la cena. 

El cine Concorde

El tendero hace memoria y recuerda que cuando él llegó había cinco pescaderías. Ya no queda ninguna. Seis tiendas de ropa, una de bolsos, tres o cuatro de muebles, ocho zapaterías. Todas han desaparecido. "De los más antiguos quedamos una droguería que hay aquí al lado, el bar de la esquina, alguna farmacia que va pasando de padres a hijos, y yo. Había dos cines: el San Miguel, que en principio fue terraza y acabó siendo un bingo, y luego montaron uno aquí detrás que se llamaba Concorde (lo abrió Bautista Soler en 1981 con dos mil butacas, según prospectosdecine.com, y cerró en 1987). Y el Superette (un supermercado ochentero que luego absorbió Mercadona)".

El rey de las legumbres no tiene hijos, pero lamenta cómo ha degenerado el barrio donde lleva viviendo 55 años. "Últimamente hay mucho jaleo por aquí y algunos se retraen. Tengo muchos clientes que vienen de fuera: Massamagrell, Almàssera, Meliana... o de la otra punta de València, gente que busca un tipo de legumbre que no encuentra en otra parte, y desde que se escuchan las malas noticias son reacios a venir, sobre todo por las tardes".

Aunque su público es fiel. No es fácil encontrar lo que él muestra en esos sacos que hay en el suelo. Cuando alguien llega y pide alubia sin más, el tendero le pregunta para qué la quiere. "Y entonces le ofrezco la de fabada auténtica. Si no se quiere gastar tanto, puede emplear la otra de riñón, que es más pequeña pero sale muy buena también. Es que a mí me gusta variar. Hay clientes que solo hacen una receta de legumbres y yo les digo que, con los mismos ingredientes, puede ir variando de alubias".

Él no cocina mucho. Dice que borda la paella y poco más. La que tiene buena mano es su cuñada, que les conquista a él y a su hermano por el estómago. Él se encarga de llevar el mejor producto. Caparrones de Logroño; alubia negra de Tolosa; alubia verdina de Asturias, "que al envejecer se hace blanca"; la del ganxet, que viene del Bages (Barcelona) y es la típica que se usa para hacer butifarra amb mongetes; una que dicen de la neu, que es diminuta; la del genoll de Crist o la de la Pilarica, que tiene una manchita que dicen que se parece al manto de la Virgen del Pilar... Garbanzo pedrosillano que viene de Salamanca y Extremadura, el de Zamora, el lechoso... Y lentejas amarillas; rojas peladas, que se usan para hacer puré; la rápida, que viene de Estados Unidos y que tuvo su boom hace años, cuando la lenteja tradicional tenía que estar mucho tiempo en remojo. Pero ahora son otros tiempos. La lenteja se hace más rápido y tampoco hay que volcarlas sobre la mesa la noche anterior -una escena muy habitual en el pasado- para ir quitándole las piedrecitas que se colaban entre las legumbres. "Yo intento siempre tener producto nacional, pero también tengo garbanzos negros de Pakistán que dicen que son muy buenos para hacer humus. Pero este año, por ejemplo, ha habido poca cosecha de la lenteja castellana y es posible que haya que recurrir a la de fuera".

 Recuperar el garrofón

 Juan Carlos siempre antepone lo nuestro. Ahora mismo, por ejemplo, va detrás de garrofón del terreno. "No se consigue fácilmente porque se ha abandonado mucho. Es muy delicado. Hay un agricultor de por aquí que me trae de vez en cuando. Dice que se cultiva poco y lo tierno que tiene se lo quitan de la mano, así que no le compensa secarlo. Pero he oído que hay una casa en Foios que se está dedicando a reintroducir el garrofón valenciano, que es ese que lleva unas manchas moradas. El blanco grande que se suele ver es de Perú y no tiene nada que ver con el de aquí".

Su oferta es casi inabarcable. Higo pajarero con harina, los cuellos de dama, los turcos, dátiles de rama que le traen de Túnez o Israel, que son sus favoritos, confitados, sin hueso, pasas de Corinto, blanca sin hueso, una más oscura y la de Málaga, "que es con hueso y la mejor que hay porque tiene un sabor especial".

Los gustos de la clientela han ido cambiando. La juventud ya no cocina las legumbres. Las nuevas generaciones prefieren ir a un supermercado y comprarlas precocinadas. El dueño de casa Ezequiel vivió también la irrupción del pistacho, que poco tiene que ver ya con el que ha conquistado el mercado, uno más grueso y redondo que viene de Irán. Pero él aún vende del primero que llegó, uno más sabroso que procede de Turquía. Saca una pala y nos lo da a probar mientras recuerda cómo lo conoció. "Cuando yo empecé no existía. A mí me lo enseñó una chica que es panadera y que hizo un viaje a Finlandia y lo probó. Al volver, me dijo: 'Carlos, he conocido un fruto seco nuevo que se llama pistacho. A ver si lo puedes conseguir'. A los dos años empezaron a importarlo. Primero el turco, que fue el que apareció, de la noche a la mañana, en multitud de bares y garitos. Iban en una máquina, metías una moneda y te salía un puñado de pistachos. Tengo un amigo que plantó pistachos hace ocho años en Alcublas y los tuvo que arrancar porque no le funcionaban". 

A la entrada, nada más superar al amigo 'segurata', hay dos grandes ristras de guindilla. Porque Juan Carlos ha decorado toda la tienda con productos. Y además de esas guindillas hay, repartidos por toda la planta baja, cacahuetes en una mata de la planta, almendras y avellanas sin abrir, y una castaña dentro de la cáscara del árbol. "Esta me la trajo un amigo hace siete años. Es camionero y hace viajes a Portugal. Un día pasó por una alameda, tropezó con los árboles, y vino la castaña enganchada en la lona hasta València".

 Le gusta la montaña

 A Juan Carlos no le quedan más de dos años detrás del mostrador. Entre la muerte de su padre, que falleció en abril de 2021, y las restricciones de la pandemia, no está con mucho entusiasmo. Como no tiene hijos y sus sobrinos han tomado otro camino, confía en traspasárselo a alguien que esté interesado en un negocio que lleva casi medio siglo funcionando. "Me gustaría que no se perdiera la labor que he estado haciendo aquí durante décadas. Me sabría muy mal que se perdiera porque ya quedan muy pocos negocios como este. Cuando empecé, en el barrio había otros tres que se dedicaban a lo mismo, pero ya solo quedo yo".

No está dispuesto a perpetuarse trabajando. Sueña con el día que pueda dejar de trabajar, coger el coche y perderse por el monte. "Yo empecé a escalar por culpa de mi hermano Ezequiel, que es siete años mayor que yo. Me llevaba con diez años a un sitio que hay detrás del Monte Picayo, a les Penyes de Guaita, que es una zona de escalada. Y ahora muchos veranos me voy solo a Pirineos. Me gusta ir de camping, aunque ahora, a esta edad, ya me alquilo un bungalow. Por la mañana agarro la mochila y desde el camping Aneto, en Benasque, tengo tres rutas. Donde veo un riachuelo, me siento y hago fotos. Me lo paso bien. Y aquí igual. Hay domingos que me levanto, me pega la volada y me voy al pico Espadán a las seis de la mañana. No hago cosas de riesgo porque voy solo. Recorro caminos habituales y subo a picos sencillos".

Suena Rosalía en la misma radio donde no hace mucho daban el boletín de las siete. Juan Carlos, que se mueve por la tienda con unas menorquinas, se ha ido hacia la báscula para atender a una mujer que le pide coco en polvo. El amigo no se ha movido de la puerta. Ahora tiene los brazos cruzados. Dentro de poco bajará la persiana y se irán a otra parte. Quedará un día menos para las vacaciones y otro menos para su jubilación. Casa Ezequiel resiste en un barrio donde los macarras intentan imponer su ley, sin importarles mucho la historia, la tradición o el respeto por los vecinos que se respira dentro de este negocio con 44 años de solera.

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