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el estado de alarma en el palmar

La batalla al virus entre cañas y barro

13/04/2020 - 

VALÈNCIA. Discurrir ahora por la CV-500 es constatar cómo cambia lo importante cuando hay algo urgente. Su ampliación era motivo de batalla hace medio año. Hoy aquello es apenas un vago recuerdo sepultado por el nuevo frente contra el coronavirus. La punta de lanza ya no es descongestionar la carretera; ya no hace falta. Ahora se trata de intentar llenarla. Cuanto antes. De coches de autoescuela, bicicletas domingueras y tractores de cualquier tamaño, también de turismos. Eso nos dirá que las barcas retornan a l'Albufera, de donde nunca debieron desaparecer; que las familias abarrotan los embarcaderos; las parejas que aspiran a serlo, los turistas endógenos, también los exógenos. Que los hornos recuperan el vigor en sus fogones y que los restaurantes de El Palmar se dan de nuevo a la picaeta, a la paella y al all i pebre sin miedo al contagio.

Pero hasta que eso ocurra, dormita el pueblo en el que Blasco Ibáñez dibujó Cañas y barro. Lo intenta. O parece intentarlo, porque algunas de las usanzas abonadas durante años y años se resisten a abandonar el día a día. La batalla de El Palmar contra el virus es también la batalla de El Palmar contra sí mismo, contra la propia naturaleza de vivir a la orilla de una albufera viva. "Aquí la gente pues no tiene otra cosa que hacer: hacia arriba, hacia abajo, caminar", que dice un hombre de tallo grueso. El virus puede haber instalado la incertidumbre o el miedo, pero las mañanas en El Palmar siguen asistiendo a un desfile que, aunque de cadencia más perezosa que antes, no deja de ser familiar.

No es otra cosa que el flujo de un cuerpo en reposo que procesiona hacia el corazón, las tiendas de ultramarinos, los hornos, la carnicería o la farmacia, y vuelve a dispersarse por todo el organismo hasta cada portal. El camino se presta a la conversación distendida pese a la distancia, a la socialización en tiempos de necesario confinamiento frente a restaurantes mudos de impotencia. "Ale, ya me vuelvo a casa. Sí, mira. Qué le vamos a hacer". Las bolsas no van llenas. Pero más allá de todo ello, la ley se cumple a rajatabla, especialmente por las tardes.

"La gente al principio sí que venía con un poco de miedo, pero al final se acostumbra", explican en una tienda de ultramarinos de la localidad. Todo parece transcurrir de la misma manera, excepto por las acumulaciones: de uno en uno y sin formar grupos. Eso sí, la psicosis puede buscarse otro hábitat, porque en este local tiene poco que hacer. Aquí la aplicación de la norma huye de lo estricto y abraza la normalidad: "Si estás mirando demasiado las distancias, a la gente la acabas asustando". Distancia, sí. Pero ante todo, naturalidad. No hay contagiados en el pueblo, y eso aviva la tranquilidad.

En este negocio siempre vivieron de vender a la gente del pueblo, de los vecinos de más avanzada edad. "La gente joven habitualmente se ha ido a comprar a los supermercados de fuera". Con el coronavirus han notado algún cambio en el funcionar habitual: ahora, los hijos de muchos ancianos son los que bajan a hacerles la compra. Tampoco solían vender a la treintena de restaurantes del municipio, por lo que el cierre de la hostelería no les ha afectado casi. Lo que sí han notado ha sido la desaparición del turismo, clientela ocasional de fruta o arroz.

Lo indudable es que en El Palmar, como ocurre en muchas otras geografías, la contundencia se reparte de forma desigual. Hay quien atiende más la prevención y hay quien la atiende menos. Pasado el comercio, dos números calle abajo, se encuentra la farmacia, convertida ahora, más que nunca, en bien de primera necesidad. Ya no por lo curativo de sus medicinas, sino también por lo preventivo de sus conversaciones. "Tenemos que hacer de médicos, enfermeros, psicólogos, psiquiatras,...", dice uno de los farmacéuticos.  Además de remedios y potingues, los tres empleados y su gerente dispensan consejos y enseñanzas para situaciones de pandemia. También distribuyen pantallas protectoras.

En el establecimiento se han blindado contra el virus colocando un panel transparente sobre el mostrador, a modo de barrera física entre el cliente y el vendedor. Sólo hay una obertura en la zona inferior, que pese a todo recordatorio, sirve a algunos incautos para colar sus narices. "Estamos desprotegidos", se queja otra de las farmacéuticas con deje de desamparo: no llegan las mascarillas, no llegan los geles hidroalcohólicos. "Vienen a pedirnos pero es que no tenemos". Tampoco tienen para ellos: "Tienes que usar la misma mascarilla tres días". Habla la impotencia frente a lo que en la tele llaman 'estrés' del mercado, que es, sin aliño alguno, inclemente desabastecimiento.

También aquí ven ante sus ojos, sin poder hacer nada, cómo los precios de algunos productos suben y suben sin conocer compasión. "La caja de guantes habitualmente nos costaba unos ocho euros, ahora los tenemos que vender a casi 20", detalla la gerente. Su compañero sintetiza la razón: "Es oferta y demanda", el mercado. Admite lo "feo" que es aprovecharse de esta situación. "La pregunta que nosotros nos hacemos es quién se va a hacer rico con todo esto". Quienes intentan educar a sus vecinos en la higiene y la prevención andan sumidos a diario entre sus propios interrogantes.

La preocupación es compartida, pero es diferente en el horno. Aquí están sufriendo el porrazo económico casi sin escudo. Antes presentaba algunas mesas y sillas al cliente que ingresaba; ahora ya no están, ni la mayoría de clientes, ni las mesas y sillas. Sólo vende para llevar. Un vecino de enfrente baja a por el desayuno, le esperan en casa a mesa puesta. Es un negocio familiar. Fuera despacha el padre; dentro, amasa y cuece el hijo. "Estaréis a tope por la Semana Santa, ¿no?". "¡A tope no!", ríe y se lamenta al mismo tiempo. En Pascua otros años la trastienda era un no parar de dulces y mona. A centenares. Se vendían como roscas. Esta Semana Santa sólo ha precisado de sesenta monas. Al hablar de ello, se apodera la gravedad de su voz: "Ahora, nada que ver".


Ya no son necesarias todas aquellas barras de pan que proveía a una decena de bares y restaurantes. Todas las monas que había previsto por estos tiempos ya nunca van a existir. Al fin y al cabo, las crisis van de todo aquello que era y no será, de todo aquello que podía ser y nunca fue. "Nosotros no vivimos del pueblo", explican a Valencia Plazasino en buena medida de la hostelería y el turismo, esos grandes ausentes. Y si antes entraban italianos por la puerta, ahora sólo se atreve la incertidumbre: "Si yo no facturo, ¿por qué tengo que pagar como si estuviera facturando?", se pregunta incomprendido. Hasta que lleguen las ayudas -"no están llegando a tiempo"-, aquí van a pedir crédito al banco: "No hay otra forma de solucionarlo".

En la plaza nuclear, la que preside la iglesia, un empleado de la limpieza rocía de química una de las papeleras. Se centra en la boca. Ha pasado un mes de confinamiento y ya no parece sorprender a casi nadie. "Hemos intensificado la limpieza y el baldeo", explica el alcalde, Ernesto Peris. El equipo de desinfección -o "los de las mochilas", como dicen en el pueblo-, peinan las calles día sí, día no, para fumigar papeleras y contenedores. Especialmente los rincones más dados al contacto: cavidades y cogedores. Se deshace en elogios Peris con el Ayuntamiento de València, de donde es pedanía El Palmar, por el cuidado que está ofreciendo la concejalía de Limpieza.

Peris pasó por este diario hace apenas dos meses y expuso que una de las mayores necesidades del pueblo era mejorar la frecuencia de paso de la EMT. "Queremos que la frecuencia de la EMT mejore de dos horas a una; ¡qué menos!", exigía en febrero. Ahora la frecuencia, otra de las cosas que revestía importancia para las gentes de aquí, ha sucumbido ante lo urgente: por lo general, los vecinos ya no salen del pueblo. Al menos no tanto como antes. Y sin ser sintomático, es curioso que pese a la reducción a la mitad del servicio de autobuses en toda València, los horarios en El Palmar continúan igual. "No tiene la afluencia que tenía hasta ahora, pero los servicios se han mantenido", apunta el portavoz.

El edificio del Ayuntamiento proyecta sus banderas a media asta en señal de duelo, sus puertas están cerradas y se trabaja desde casa. "Lamentablemente estamos teniendo una tranquilidad que no es la que queremos". No faltan en las calles, eso sí, las patrullas policiales: la Policía Local y la Guardia Civil. Durante el paseo por el pueblo, lo atraviesan un par de veces. Por ahora, no se han registrado muchos incidentes. Sólo se conoce de uno que tuvo como protagonista a la trabajadora de un establecimiento de la propia localidad. "Volvía de trabajar con mi bicicleta -explica la afectada- y me pararon dos agentes, les enseñé el papel de la empresa y aún así me multaron, pese a que iba con mi uniforme de trabajo. Dijeron que yo les había faltado al respecto, pero no fue así, creo que hay vídeos de algún vecino". "Vamos con tensión, estamos nerviosos", denuncia. Con todo, parece un caso aislado.


El alcalde tiene varios ejemplos de proyectos que estaban a punto de ser y no han podido ser todavía. Por ejemplo, el adecentamiento de la Trillaora del Tocaio. En febrero el Ayuntamiento de València se hizo con el inmueble y el jardín circundante, que linda con el embarcadero municipal. "Antes del cierre de todo, estábamos pendientes de dar de alta el edificio como municipal. Se estaba estudiando qué zonas pueden habilitarse ya y cuáles deben aislarse para una futura rehabilitación", asegura Peris. Aunque algunos trámites telemáticos continúan en el consistorio del cap i casal, todo parece haberse ralentizado.

A puntito estaba también la llegada de la fibra óptica a El Palmar. "El pueblo está ya todo cableado, ya se han hecho las pruebas para hacer llegar la fibra, sólo queda hacer la conexión desde la parte de la carretera", se estaba estudiando antes del tsunami vírico. Y la cuestión no deja de emanar paradoja: hoy, más que ayer, la banda ancha es casi un bien de obligatoria tenencia para no pocos que practican la videollamada como herramienta de trabajo, los que comparten internet con sus familiares.

La tradición religiosa en El Palmar hunde sus raíces en la devoción al Cristo de la Salud, que ya adorna las rejas de muchos ventanales y las balaustradas de varios balcones. Los actos de semana santa se han cancelado y dicen en el pueblo que la iglesia permanece cerrada por el confinamiento. Pero el cura, sin embargo, abre alguna mañana por si el vecino más devoto precisa acudir. El resto del tiempo, el Whatsapp permite al sacerdote comunicarse con sus vecinos y avisarles, por ejemplo, de algunas misas televisadas. También se alimenta el alma durante el estado de alarma. 

El banco, el único banco en las calles de El Palmar, también ha cerrado sus puertas y dificulta algunos ingresos y extractos. Por contra, el centro de salud sí que está abierto, pero la médica despacha casi exclusivamente por teléfono. "Pides cita y ella te llama, es muy puntual", asegura un vecino que pasa por delante del centro. 

"Uy, cuánta actividad", reacciona una vecina al asomarse a la calle desde el umbral de su casa. Es Carmen Serrano, profesora y representante de Dones de El Palmar. "La gente tiene ganas de salir a la calle y el aplauso de las ocho es un respiro", explica. El Palmar permite, además, proyectar las palmadas desde la puerta de tu hogar, sin confinarse también tras el muro de tu balcón. "Mi prima sale a la puerta, Encarna también, mi tía,...". Si Carmen aplaude desde la acera, su nieto se desahoga recorriendo los pocos metros de su fachada. "Camina un trocito, de aquí a ahí".

Las tardes de estos días languidecen como lo hace el sol, dejándose caer. "El pueblo tiene la imagen de una tarde de invierno en El Palmar: puedes cruzar todo el pueblo y no ves a nadie". Se echa de menos el barullo de los fines de semana, dice Carmen, pero también admite que "egoístamente, es muy tranquilo que nadie pite, que todos los coches sean del pueblo,...". Pero claro, recapacita, eso no es bueno para la economía de los restaurantes y de los barqueros y barqueros.

Para Carmen, este parón ha obligado a los vecinos a reencontrarse con el pequeño comercio. "Ahora no puedes ir a comprar a Carrefour o a Consum", que se encuentran en municipios cercanos, lo que ha hecho revitalizar "esa parte del pueblo que estaba muriendo. Sin embargo, augura que esta conexión durará lo que dure el estado de alarma. Después, casi todo volverá a la normalidad, por las prisas, el tiempo, la comodidad.


Sobre lo que no hay duda es que el confinamiento ha cambiado los hábitos de consumo. Y eso, en el mercado de la pesca se está dejando notar. "Ha disminuido la venta bastante, pero nosotros continuamos saliendo a pescar porque es primera necesidad", asevera el presidente de la comunidad de pescadores de El Palmar, Pepe Caballer, a las puertas de la lonja. La mayoría de su producto es pescado fresco, que parece tener menos cabida en tiempos de confinamiento: se prefiere lo congelado. "La gente ya no sale a comprar diariamente como antes, sale un día a comprar y carga la nevera".

Y ante la crisis, adaptación. Los pescadores han puesto en marcha un servicio de reparto a domicilio de pescado porque "hay mucha gente mayor que no quiere salir de casa, que tiene miedo". De ahí que se avise por bando o incluso por Whatsapp para que, quien lo desee, haga los pedidos a la comunidad de pescadores. "Se apuntan y nosotros lo repartimos casa por casa". Son casi las once de la mañana y Caballer ya se prepara para salir..

El cierre de la hostelería también ha mermado mucho la demanda de producto del mar: "Repartimos anguilas a todos los restaurantes de aquí para hacer muchos platos y el all i pebre, pero ahora está todo cerrado". Y la inestabilidad del comercio internacional no es otra cosa que la puntilla a lo excepcional de la situación. Uno de sus principales compradores es Italia, "y ya ves cómo está la situación por allí". La lisa que se solía transportar hasta allí se queda mayoritariamente en casa.

En la retaguardia se halla uno de los canales que flanquean el pueblo. En la orilla, sobre un banco, el estado de alarma deja una imagen para la retina: un empleado municipal da de comer a una camada de gatos que la falta de actividad ha dejado sin comida. Como consecuencia, muchos animales de la calle se dan a la caridad de hombres como este. Bajo un sol duro de media mañana, la escena se desarrolla en la más plena soledad. Se oye el agua correr a sus espaldas.

Al otro extremo del pueblo, en el oeste, vive Raúl Magraner, propietario de varios restaurantes de la zona. La hostelería, por si no lo había dicho ya alguien, es de los sectores más afectados. "Se han cargado el año; la época más fuerte del año son Fallas, Pascua y ahora venían las comuniones también", lamenta. Raúl enía los fines de semanas copados de eventos de este tipo, que ahora, por lo general, se han cancelado. Algunos, esperanzados, han optado por aplazar la comunión a septiembre. Pero es que nadie sabe dónde va a quedar la cosa, dice el hostelero.

"Hemos hecho un ERTE, pero es una mala marcha. Luego has de tener a la gente, por lo menos, seis meses". A juicio de Raúl, las empresas que hayan llegado saneadas a la crisis, podrán salir, pero las que hayan llegado "un poco tocadas", irán al clot [al hoyo] pese a las ayudas de la administración. El problema ya no es cuándo se prevé la reapertura -"nuestro sector va a ser el último en abrir"- sino en cómo abrirá: "¿Nos dejarán ocupar una mesa sí y otra no? Pero tú no vas a tener un trabajador sí, otro trabajador no. Tú vas a tener a todos".

Lo que no quiere Raúl, explica, es tener que echar a gente a la calle. "Es que ya no se trata de una empresa. Esto es una familia. Llevamos ya 40 años. Hay gente que ha estado en mi casa trabajando toda la vida", se lamenta: "¿Qué les vas a decir, que para salvar la empresa les vas a echar a la calle? Eso no se puede hacer". ¿Al final qué queda, el valor del dinero sobre las personas?, se pregunta: "Esto no es Zara". Ha pedido ayudas pero por el momento, ha acudido al banco a solicitar un préstamo.

Son todos ellos testimonios de una mañana en tierra de Tio Paloma, de Tonet y de Neleta. De un pueblo que sobrevive. Sus restaurantes, sus comercios, sus pescadores, sus gentes. Asoma en una de las terrazas una vecina mayor, curiosa. Pasa un camión. Es uno de "los de las mochilas". Se va ya. Una mujer saca dos sillitas a la puerta. Sale del pueblo un tractor. También el campo es primera necesidad. Los campos se siguen trabajando. Dormita El Palmar. O lo intenta. La CV-500 sigue igual, fantasma.

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