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estrena "la abuela"

Paco Plaza: «Lo malo de las supersticiones es que me gustan todas»

El director valenciano vuelve a las pantallas el próximo 5 de enero con La abuela, una terrorífica reflexión sobre el sueño de la eterna juventud que puso en pie a crítica y público en el último Festival de San Sebastián

| 17/12/2021 | 14 min, 25 seg

VALÈNCIA.- En el momento en el que tuvo lugar esta entrevista en el Festival de San Sebastián, Paco Plaza (València, 1973) lucía tres anillos. A fecha de hoy, solo lleva uno. Desde su éxito de terror sobrenatural Verónica (2017), el cineasta acostumbra a ajustarse una sortija por proyecto y a deshacerse de ella cuando termina el rodaje. «Hay que tirarlas al agua que corre. Es un ritual que le copié a la directora Paula Ortiz. Creo que hay algo muy simbólico en intentar hacer Marie Kondo emocional con tus pelis», revela.

Las que han desaparecido correspondían a su capítulo para la serie de Amazon Prime en tributo a Chicho Ibáñez Serrador, Historias para no dormir, y al filme en el que ha formado tándem con el guionista Carlos Vermut para sondear los pavores ligados a la vejez, La abuela, cuyo estreno está previsto el 5 de enero. 

La alianza con su oficio que todavía adorna una de sus manos corresponde a su próximo largo, para el que volverá a empuñar la cámara en marzo. Todavía se desconoce trama y título, pero será, indudablemente, de género. «Estar encasillado no me supone un corsé incómodo. Al contrario, lo llevo como un galón. No hay nada más bonito en la vida que ser director de terror», parea mientras acaricia uno de los anillos con los que conjura el miedo.

—¿De qué depende el diseño de tus sortijas?

—El de La abuela lo elegí porque tiene orfebrería, así que me recordaba a un anillo de señor mayor. El de Chicho porque es un poco grand guignol, de película de terror más clásica, y como la película siguiente es religiosa, he elegido una calavera y una cruz. Cuando pasen unos años, al revisar las fotos, sabré qué estaba promocionando.

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—¿Eres supersticioso?

—(Risas) Ahora no te puedo decir que no. Los rituales son una forma de terapia psicológica. En cuanto a las supersticiones, lo malo es que me gustan todas, así que voy sumando nuevas. Lo de no pasar la sal, caminar debajo de una escalera, cruzarse con un gato negro…  Es divertido, porque convierte la vida en un videojuego. También me atrae todo lo que tiene que ver con que haya algo más de lo que vemos: la ouija, el tarot. Y aunque de adultos disimulemos, la magia es fascinante. Me leo hasta los horóscopos, que no son muy diferentes a cuando oyes un bolero y sientes que habla de ti. Escuchamos lo que queremos escuchar. 

—¿Y miedoso?

—No mucho. Tengo los miedos comunes: a la enfermedad propia y de los seres queridos, a la muerte, pero cuando veo películas de terror, no lo soy demasiado.

—Sin embargo, tengo entendido que no puedes ver El exorcista (William Friedkin, 1973).

—Ni de día ni de noche. Cuando era joven la veía más, pero la última vez que lo intenté no pude soportarla. Me resulta muy desagradable. Es una obra maestra, una de las grandes películas de la historia del cine, pero tiene algo perturbador. Fíjate, qué curioso, cuando salió el montaje del director no me dio ningún miedo. Me pareció casi una comedia, porque añadieron una serie de escenas que le quitan toda la seriedad. Pero el montaje del 73 tiene un diseño de sonido muy inquietante. Me incomoda mucho. Hay algo desolador en la historia de esa pobre niña que es una víctima.

—¿Qué película fue tu bautismo en el género?

—Mi contacto con el terror de niño fueron las películas que anunciaba Chicho, Mis terrores favoritos, y posteriormente, Noche de lobos, en Antena 3. La mía ha sido una aproximación muy pop, en el sentido de popular, de peli de miedo que echan por la noche. Mi madre me dice que desde pequeñito siempre me han atraído las historias de monstruos, de brujas, de magia... Supongo que a todos los críos les atrae la fantasía, pero en mi caso, siempre me ha llamado la atención todo lo tenebroso, lo terrorífico, lo creepy.

—¿Te sentiste alguna vez un bicho raro en València por tus gustos?

—Para nada. Cuando vives en València, tienes un grupo de tres o cuatro amigos, que son los especiales, pero luego vas a Sitges y todo el mundo es así: gorditos con camisetas negras, pelo largo y gafas de pasta. Es como el meme de Spiderman señalando a Spiderman. Todos los raritos de Europa se juntan allí y es muy agradable. Pero un día, si quieres, hablamos de las Fallas. 

—Hablemos ahora.

—En una entrevista que me hicieron hace poco en Las Provincias, me preguntaron qué rodaría de estar en València. Contesté que las Fallas. Nosotros, los valencianos, lo vemos como una cosa normal, pero la gente de fuera se echa las manos a la cabeza: ¿Por qué se queman? ¡Los fuegos se hacen en la calle! ¡Se corta toda la ciudad! Para el resto es llamativo, pero es un culto al exceso que forma parte de quiénes somos, de nuestro humor, del serà per diners, de una manera de vivir muy mediterránea y con la que me siento muy identificado.

—Como la fallera que va a la peluquería en chándal. 

—Exacto. O cuando vas al súper y la cajera que es fallera va a trabajar con los moños puestos. Mi sobrina Belén duerme boca abajo con la peineta clavada para no tener que volver a peinarse al día siguiente. Su madre me enviaba el otro día una foto. El look fallera de cabeza para arriba y civil de cuello para abajo es imbatible.

—Tu primer catálogo del Festival de Sitges te lo firmó Carlos Pumares, ¿alguna vez se ha invertido la relación?

—Nunca le he firmado nada. Me encanta verle. Es un habitual, va siempre. Se ha convertido en un gran personaje. Pumares ha sido un pope de la información cinematográfica. Mi generación escuchaba por las noches su programa Polvo de estrellas,  que se emitía de madrugada en Antena 3 Radio, porque era nuestro reducto de amor al cine, así que para mí es una persona importante. Siempre le saludo con reverencia.

—¿Podríamos decir que Sitges es tu Meca?

—Voy todos los años desde hace treinta. Me gusta ir más sin que con peli, porque así me veo cuatro o cinco cada día. Para mí no es solo un festival de cine, sino un punto de encuentro anual con un grupo de amigos con intereses comunes desde antes de hacer cine. Jaume (Balagueró), Bayona y (Nacho) Vigalondo nos conocimos en Sitges viendo películas de terror y hablando sobre ellas.

—Conocí a Balagueró en un festival que se celebraba en Moncófar, el extinto FOC, donde se le dedicó un ciclo en 2006.  Todas las noches nos contaba historias de terror. ¿Compartes con él esa destreza oral?

—No tanto como Jaume. Te diré que Jaume es un gran narrador y no solo de terror. Además de ser uno de mis grandes amigos, es una persona divertidísima. Te diría que incluso cuenta mejor las de humor. Nos estamos perdiendo a un maestro de la comedia, porque es una de las personas más graciosas que he conocido.

—Lo de inventarte respuestas en las entrevistas compartidas con Balagueró durante la promoción de REC (2007) me lo tienes que contar.

—Como pasábamos mucho tiempo juntos y nos aburríamos de oírnos el uno al otro en las entrevistas, como deferencia al compañero intentamos generar algo de diversión, porque si no, la promoción se hacía monótona. Mi relación con Jaume se basa mucho en las risas compartidas y el compañerismo, así que nos gustaba hacernos pequeñas travesuras. Me acuerdo de ir solo a una televisión en Nueva York y decir que yo era él. Estuve hablando de las películas como si yo fuera Jaume. Como ya sabía lo que él siempre respondía, me lo inventaba. Hacíamos pequeños inventos biográficos para reírnos. Dije, por ejemplo, que Jaume había sido bailarín de TVE y coreógrafo de Aplauso. 

—¿Cómo contraatacó él?

—Contando que yo iba a hacer el biopic de Joselito, el pequeño ruiseñor. Nunca lo desmentí, porque el apego a la realidad no es algo que valore demasiado. Con decirte que mi fecha de nacimiento en Wikipedia está mal y no la rectifico porque me gusta que mucha gente me llame ese día. Soy un falso acuario.

—También rodasteis juntos el documental OT: la película (2002). ¿Has seguido la trayectoria de los primeros triunfitos?

—Tengo un recuerdo superbonito, porque Jaume y yo nos vimos inmersos en una gira musical en mitad de un fenómeno fan como nuestra generación no había conocido. Fue una experiencia muy divertida. Lo vivimos desde fuera a pesar de estar inmersos. Casualmente, ninguno de los dos habíamos seguido el programa y los concursantes tampoco eran conscientes de lo que el reality había generado, porque habían estado encerrados en una casa. 

—¿Te parece una experiencia cercana al terror?

—Supongo que nadie está preparado para un reconocimiento tan repentino, porque una carrera musical es algo que se va consolidando con los años. Los grupos empiezan en bares y van ganando reconocimiento poco a poco, pero ellos se saltaron varias pantallas del videojuego. Da cierto vértigo, pero no terror. 

—¿Sigues sin dormir antes de un rodaje?

—Siempre. La víspera siempre la paso en blanco. Las últimas pelis ya ni siquiera finjo que voy a dormir; me tumbo, me pongo música, intento estar relajado, asumiendo que no me va a ser posible conciliar el sueño. Supongo que es buena señal.

—Y durante un rodaje, ¿uno se duerme o pierde la conciencia?

—Por las noches se duerme muy bien porque llegas cansado a casa. Tampoco es una profesión superexigente, pero la tensión mental acaba derivando en física. 

—¿Cuántos gritos ha de provocar una de tus películas para sentir que has dado en la diana?

—Hay películas de terror más contenido, como La abuela, donde lo que más valoro es el silencio, porque sientes que la gente está atenta. Hay otras más festivas donde se celebran los sustos y los respingos. El otro día alguien me dijo que se tuvo que salir de Verónica porque le provocó mucha angustia. Así que lo que de normal es mala señal, resultó que en este caso era buena. 

—¿Has pensado cómo ha resignificado la pandemia tus películas Quien a hierro mata (2019), un thriller ambientado en una residencia de ancianos y protagonizada por Luis Tosar, y La abuela?

—Empezamos a rodar y tuvimos que parar en la pandemia. Cuando retomamos, nos dimos cuenta de que la película era diferente. Teníamos ideas para el márketing de la película con pequeños chistes como ¿cuánto hace que no vas a ver a tu abuela?, que ahora no puedes hacer, porque todos hemos vivido experiencias cercanas de gente y/o sabemos o hemos visto imágenes atroces en las residencias. Es tremendo. De alguna forma todas las películas se comunican con el mundo en el que se conciben y se hacen, pero en este caso el mundo ha cambiado a mitad de película y la película también. No significa lo mismo ahora que antes. Tiene una lectura más reivindicativa. 

—¿Qué recuerdos tienes de tus abuelas?

—De mi abuela materna, ninguno, porque estaba enferma cuando era pequeño y mi memoria es borrosa. De la paterna, Carmen, sí, porque vivíamos con ella. Mis padres trabajaban, así que es la típica historia en la que tus abuelos son casi tus padres. Como se puede ver en la película mi abuela es una figura muy importante. Además, cuando yo tenía 17 o 18 años, ella también estuvo malita y los primos nos estuvimos turnando para quedarnos con ella. No es como en la peli, evidentemente, pero es algo que resuena en mí. Ese rollo de vivir con tu abuela siendo muy jovencito es muy interesante.

—Ese salto de una generación juega a favor de la relación.

—Sí, porque los abuelos están muy de vuelta. En el vínculo con alguien de dos generaciones anteriores hay algo de complicidad que no tienes con tus padres, porque nunca dejarán de ser tus vigilantes, los que ponen las normas, la autoridad. Los padres tienen una responsabilidad y unos miedos respecto a los hijos, que los abuelos relativizan, porque saben que no es tan grave. Es la sabiduría de la senectud. 

—¿Te apetecía reivindicar ese valor social que les subestimamos?

—Sí, porque estamos desechando a los ancianos como si ya no fueran útiles en unos términos falaces. Bien al contrario, son el recipiente de nuestra sabiduría heredada. Deberíamos tenerles mucho más respeto y entender que ellos saben de qué va esto. Por eso la relación de abuelos y nietos es más sana, porque tratan con gente con muchísima más experiencia. Ellos ya han visto crecer a unos niños que son los suyos y ahora ven a sus nietos con más distancia. Yo, cuando sabía que iba a beber, me quedaba a dormir en casa de mi abuela, porque si llegaba con cuatro cervezas, ella decía «ai, xiquet», pero no había bronca, que se entretenga. Eso sí, me repetía siempre que no fumara en la cama.

—¿Qué alivio te ha supuesto librarte del Paco Plaza guionista?

—Ha sido un alivio total no tener que escribir yo el guion. Con los años, cada vez me gusta más la faceta de director y menos la de guionista, porque me siento mucho más libre trabajando y compartiendo ideas con alguien, enriqueciéndonos. En el caso de La abuela me he asomado a un ejercicio de austeridad. Hemos ido despojando la película de lo superfluo y quedándonos muy en las esencias: dos personajes y un espacio. Cuando escribes y diriges, el guionista llega hasta un punto y ahí empieza el director, pero vienes tan lastrado por todos los procesos que has atravesado durante la escritura, que al dirigir te autolimitas. Mientras que cuando el guion no es tuyo, has habitado menos la historia, tienes menos apego al material, y eso te proporciona una objetividad y una frescura muy interesantes. No escribir me ayuda a dirigir.

—¿Recuperarás algún día tu proyecto de convertir en película Maldito viernes, el falso tráiler que rodaste en 2009 para el festival Teaserland?

—Ese proyecto me genera una amargura difícil de poner en palabras, porque estuve años dándole vueltas, pero nunca me sentí seguro de la historia. Me apetece mucho rodar una película de vampiros, es un sueño, pero me pilló en un momento raro en la vida. No conseguí un guion del que estuviera 100% convencido y tuve que abandonarlo. Me dolió bastante. Ahora ya es muy difícil, van pasando los años y ya no soy la persona que era. Lo compararía con cuando recuperas una relación con alguien a quien has dejado de ver muchos años: puede ocurrir, pero no tiene pinta. 

—Has declarado que después de la solemnidad de La abuela, rodar tu capítulo de Historias para no dormir ha sido como jugar con un scalextric. ¿Por qué?

—Porque ha sido muy bonito hacerle un homenaje a Chicho convirtiéndolo en personaje de ficción. Era nuestro Hitchcock español, una persona reconocible públicamente, con esa bufanda blanca, el puro y las gafas. 

—Me has comentado antes que tu primer contacto con el terror fue en Mis terrores favoritos, ¿pero también veías 1, 2, 3... responda otra vez?

—Claro. Marcó a toda España, porque era el gran evento de los viernes por la noche. Era un programa que estaba muy bien pensado para reunir a toda la familia. De todas formas, a mí Chicho me marcó como Cicerone, con películas de la Hammer y Universal. A partir de presentaciones sarcásticas, nos llevaba de la mano a parajes oscuros. 

* Este artículo se publicó originalmente en el número 86 (diciembre 2021) de la revista Plaza

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