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EL CALLEJERO

La vida en un cucurucho

Foto: KIKE TABERNER
27/09/2020 - 

VALÈNCIA. No debe haber mucha gente en València que haya puesto más helados que Flavio Brustolón. Empezó a los doce años y ya tiene 54. Flavio, como su hermano Mario, con quien gobierna el negocio, trabaja siete meses y descansa cinco. Literal. Abren la heladería en marzo, unos días antes de Fallas, y cierran a finales de septiembre. Durante ese periodo trabajan todos los días. Sin tregua. De lunes a domingo. Y cada dos días toca doble turno: por la mañana y por la noche. Agotador. Hasta que llega el otoño y trae las vacaciones. Hoy bajarán la persiana y se marcharán a descansar hasta la primavera.

La heladería se llama Brustolón, pero todo el mundo les conoce como Los Italianos. Llevan en Reino de Valencia 85 años y no descartan que desaparezcan cuando lleguen al centenario: no hay herederos.

El negocio lo abrieron sus abuelos en 1935. Dora Taco y Angelo Brustolón dejaron la región del Veneto, en los Dolomitas, de gran tradición heladera, y se vinieron a València. El hermano de Dora abrió primero Helados Vicente Taco enfrente de la estación del Norte. "Debió funcionar bien y al año siguiente mis abuelos abrieron esta heladería", explica Flavio, que de muy pequeño pasaba parte del invierno en el pueblo de la familia, rodeado de montañas nevadas, el refugio al que volvían los heladeros de la región tras la diáspora de primavera por otros países y regiones de Italia.  

La mañana está tranquila. Apenas pasan dos o tres clientes en una hora para llevarse reservas con las que 'subsistir' las próximas semanas. Entran y se van con bolsas llenas de este dulce frío. Cinco, seis, siete litros... Brustolón va a cerrar y ellos quieren prolongar este placer unas semanas más. Otra mujer baja todos los días a llevarse tres vasitos porque su marido, que está enfermo, ya solo come helados de vainilla. Flavio le hace un descuento y se despide con la familiaridad que se desprende de una clientela bien enraizada. Hay muchos vecinos que venían de niños con sus padres o sus abuelos y que siguen frecuentando Los Italianos. Porque ya pueden ponerle el nombre que quieran que ellos, como media València, seguirán diciendo Los Italianos. Flavio explica el porqué de Brustolón: "Antes ponía solo Helados Italianos, pero es un negocio que funciona, que tiene cierto nombre en València, y ha habido gente que ha abierto y le ha puesto Helados Italianos, y para evitar confusiones se puso el apellido detrás".

Flavio y Mario, dos de los cinco hermanos Brustolón, ya nacieron en València. "Yo tengo la doble nacionalidad pero siempre digo que soy valenciano", se arranca Flavio, quien asocia sus primeros recuerdos a un "crío que estaba siempre pululando por ahí dentro, dándole por saco a mi padre". En aquella época vivían cerca de la Finca Roja y Flavio tiene grabado el paseo que muchas mañanas hacían desde allí, cuando eran solo tres hermanos, hasta Reino de Valencia (entonces avenida José Antonio).  

Los cuidados del helado

La heladería conserva un aspecto añejo, de negocio con solera. "Los espejos son todavía los que había cuando se inauguró el negocio. Las maderas (que forran las paredes) las añadió mi padre", explica con un punto de orgullo. Recorre el local con la mirada y de repente hace un gesto de desaprobación señalando la vitrina con los helados. "Eso es malísimo para el helado, pero la tienes que poner porque la gente quiere verlos. Los chicos (los camareros) me dicen que soy muy bruto, pero es que el helado no tienes que verlo, tienes que chuparlo y saborearlo. El color no te dice nada. Eso refrigera por aire y lo que hace es oxidar el helado por encima. Luego vas a la heladerías modernas o con cierta fama y ves la montaña del helado súper bonita, pero lo primero que me enseñó mi abuelo es que cuanto más recto cojas el helado, mejor se conserva porque tiene menos contacto con el aire. Las montañas son malísimas para el helado".

No pasa mucho tiempo antes de derribar algunos tópicos. Ni era el alumno más popular de la clase por tener una heladería ni ha acabado aborreciendo los helados. "Me siguen gustando. Y tengo muchos favoritos: la stracciatella, la moka, el pistacho, la merengada... Aunque yo de niño había cosas que no entendía. Un día no querías comer o cenar y entonces el castigo de tu madre era: 'Sal fuera y dile a tu padre que te ponga un helado'. Y salía y mi padre me enchufaba un vaso de los más grandes. Yo flipaba: pensaba que mis padres estaban locos. Luego te haces mayor, ves cómo se hace el helado y entiendes la inteligencia de los padres. ¿No quieres cenar? Bien, pero tómate un helado. Y grande. Porque lleva leche, huevo, azúcar, si es avellana lleva avellana... Así me estaban alimentando por la puerta de atrás, que digo yo".

Un lechero de Xirivella

Porque la calidad y la pureza de los ingredientes es algo sagrado para los Brustolón. "Y eso que la materia prima no es como hace 80 años, obviamente. Yo recuerdo que todos los días venían de una lechería de Xirivella con un par de cántaros de leche y allí dentro cortabas la nata con un cuchillo para poder acceder a la leche. Pero todo se modernizó y llegaron las normativas y la obligación de usar leche pasteurizada, cuando yo, en el proceso de elaboración del helado, pasteurizaba el producto. Esto va en detrimento de la calidad del helado. No es lo mismo usar leche de verdad que leche pasteurizada".

Flavio no parece que sea de los que se recrean mucho mirando al pasado. Pero sí recuerda el consejo que le dieron su padre y su abuelo: "Sigue haciéndolo bien". Y no piensan ceder. "Si tengo que subir los precios, los subiré, pero nunca bajaré la calidad del helado. Dice la gente que somos los mejores, yo creo que no, que simplemente hacemos el helado como se tiene que hacer. No se nos ocurre sustituir el huevo por huevina para ahorrar dinero, ni le ponemos colorantes y esencias. Y seguimos con nuestras viejas máquinas. La modernas hinchan más el helado. Le inyectan más aire, le dan más volumen y tienes más cantidad con los mismos ingredientes, pero nosotros seguimos a la vieja usanza porque nos gusta cómo lo hacen".

La Harley, su afición

Flavio llega derrengado al final de la temporada. Dolores por todas partes, un dedo que se le engancha por la artritis, mal humor... Es el momento de apagar las cámaras y encender la Harley Davidson, la moto que le fascina. "Soy motero. Tengo una Harley Dyna y cuando llegan las vacaciones, pillo la moto y me largo". Ahora tiene novia y se controla algo más, pero cuando vivía solo, en el piso de Reino de Valencia que hay enfrente de la heladería, arrancaba y enfilaba la carretera casi sin rumbo. Sabía cuándo se iba pero no cuando regresaba. "No trabajaba, no me esperaba nadie, no tenía prisa... Iba por la carretera y cuando se hacía de noche, cogía un hotel, descansaba y al día siguiente seguía". Él y su Harley Dyna. Hasta que un día se cansaba y volvía a casa.

No parece que sea una pose. Las manos le delatan. Lleva una pulsera grande y plateada con el logotipo de Harley, el mismo que aparece en un anillo. En otro, el escudo de su club. "Y me falta el reloj de Harley. Ahora llevo otro de pelea para que no se me estropee...". Cuando llegan las ansiadas vacaciones y coge la moto, no hace muchos planes. "Yo no decido dónde voy. Salgo y si está en verde el semáforo sigo recto, y si está en rojo, giro y voy por otro lado. Y cuando llego a una salida de València enfilo por ahí y ya está... A mí no me quites la moto. Tengo coche también y un día le conecto la batería, lo llevo a pasar la ITV, le desconecto la batería y hasta el año que viene. Tiene más de 20 años y lleva 40.000 kilómetros, que, a la moto, se los hago en dos o tres años".

Dicen que la tercera generación arruina siempre las empresas familiares. Flavio y Mario son una excepción. "Aunque, en realidad, sí que nos la vamos a cargar. Ni él ni yo tenemos hijos y eso significa que no hay herederos. Si alguno de mis sobrinos se anima y quiere aprender el negocio para quedárselo, estaremos encantados, pero no tiene pinta, y yo no voy a estar trabajando hasta los 80 para que no se pierda. Este es un trabajo muy sacrificado y yo ya tengo ganas de jubilarme. No como mi padre, que se jubiló a los 65 y cada día se inventaba una excusa para venir a València y, de paso, echar un vistazo al negocio. Es normal: esto ha sido su vida. Ahora, con esto del coronavirus, está enclaustrado en el chalet".

Flavio es un hombre práctico. Por eso un año decidió que solo iba a contratar a chicos como camareros. "Antes era un rollo. Uno se enamora de una camarera. La otra pasa de él pero se lía con otro. Entonces el primero no atendía a la chica, y lo acababa pagando el servicio que dábamos". Pero eso ya es historia. Hoy baja la persiana e inicia unas vacaciones de cinco meses. Él, su Harley y su chica. ¿Para qué más?

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