Más allá de visitar los monumentos más importantes, en Venecia hay que perderse por sus calles para descubrir esas callejuelas y rincones que enamoran
VALÈNCIA.-No sé cuántas veces me habrán dicho con sorpresa: «¿Nunca has ido a Venecia?». Pues no, no había ido y no por falta de ganas. Quizá por comentarios como «está llena de gente» o «huele mal» lo había ido posponiendo... hasta ahora. Volé al aeropuerto de Treviso y de ahí cogí un autobús que me dejó en la Piazzale Roma así que, utilizando mis últimas energías del día, puse la directa para llegar al hotel. Con la maleta a rastras iba subiendo y bajando puentes (hay 118 islas conectadas por 455 puentes) sin prestar mucha atención por dónde iba hasta que llegué al puente de la Academia y supe que iba a ser mi rincón favorito. No tanto por su diseño —su estructura es de madera porque se construyó de forma provisional— sino por sus vistas: el Gran Canal, con las farolas de los embarcaderos iluminadas de noche y la basílica de Santa María de la Salud sobresaliendo en el horizonte. Con esa estampa que volvería a ver muchas más veces y a cualquier hora del día me fui al hotel.
En un acto de intentar ir a contracorriente decidí comenzar mi visita por esa cúpula que me había cautivado. Eso sí, como todos los turistas, seguía el GPS para saber por dónde tenía que ir. Y así llegué hasta la basílica, que comenzó a construirse en 1631 (tardaron cincuenta años) para celebrar el fin de la peste. El interior es menos impactante y la decoración es escasa pero en ella puedes ver pinturas de Tiziano y Tintoretto. Eso sí, para ver las Bodas de Caná de este último tienes que pagar los cuatro euros que cuesta la entrada a la Sacristía. Si caminas un poco más llegas hasta la punta de la Dogana, situada en el punto donde se une el canal grande y el canal de la Giudeca. Es un lugar en el que relajarse mirando las vistas. Poco más.
Desde aquí puedes coger un vaporetto o regresar caminando. Opté por lo segundo y sin móvil. Me apetecía caminar sin un rumbo prefijado y perderme por la ciudad de los canales. Así conocí rincones sin turistas, callejuelas con casas coloridas y ropa tendida, plazas con puestos ambulantes de fruta o pescado... ambientes que te transportan al pasado más auténtico de Venecia... Y también fue cómo, siguiendo una calle estrecha, y absorta en mi mundo, casi me caigo al agua. Pese a ello, considero que perderse por Venecia debería estar en esos típicos listados de «diez cosas que hacer en...». Además, siempre encontrarás el camino para ir a la plaza de San Marcos.
Siguiendo mi instinto me topé con un lugar que tenía en mi lista: la iglesia de San Barnaba. Quería verla porque salía en Indiana Jones y la Última Cruzada. Justo al lado me llamó la atención una barca en la que vendían fruta y verdura y un puente con cuatro huellas marcadas. Investigué un poco y se trataba del Ponte dei Pugni (de los puñetazos) que se transformaba en una especie de ring al aire libre para las bandas rivales (los Nicolotti y los Castellani), aunque quien perdía acababa en el agua. Me las apañé para llegar al barrio de Dorsoduro, donde está el grafiti de Bansky (lo pintó antes de la Bienal de Venecia de 2019), que representa a un niño migrante, con un chaleco salvavidas y una bengala de color rosa. Por si lo buscas, está en el canal próximo a la iglesia de San Pantaleón.
Toca mirar Maps porque me dirijo, quizá, a un lugar poco conocido: el Ghetto, ubicado en la isla de Cannaregio y donde fueron obligados a vivir los judíos durante los siglos XVI y XVII —es el barrio judío más antiguo del mundo—. Hasta el fin de su confinamiento, en 1797, se asentaron cerca de cinco mil personas que, fundamentalmente, se dedicaban a la fundición de metales (ghetto significa fundición en el dialecto véneto), la orfebrería y las finanzas. Hoy la puerta de la calle Ghetto Vecchio está abierta pero, al cruzarla, te das cuenta que poco tiene que ver con el bullicio de la Venecia de los palacios.
Aquí las casas son altas —de hasta siete pisos—, con marcas de mezuzá en las puertas y un ambiente que es más recogido. Solo una plaza, Campo di Ghetto Nuovo, parece escapar de ese silencio, gracias a los comercios y restaurantes de las familias que aún residen aquí. Muy cerca está el Museo Hebraico, donde te aconsejo contratar un tour guiado (doce euros) para conocer en profundidad los rincones y la historia del barrio.
El día ya caía y era hora de tapear algo así que me dirigí hasta la zona del Mercà y a Campo Santa Margherita para hacer algo típicamente veneciano: tomar un Aperol Spritz con un cicchetti (tapa) —el de baccalà mantecato está riquísimo—. Otra buena opción es ir al histórico Harry’s Bar para tomar un carpaccio (se inventó aquí) o un cóctel Bellini en unas sillas donde se han sentado personalidades como Ernest Hemingway, Winston Churchill, Orson Welles o Maria Callas. En fin, cansada del día me fui al hotel y me sorprendió ver a muchas personas corriendo por las calles y esquivando a turistas como yo.
Los imprescindibles de Venecia
Hoy sí, hoy toca acercarse hasta esa plaza que tantas veces he oído nombrar y admirar: La plaza de San Marcos. Y no exagero si digo que es una de las más hermosas del mundo, y eso que cuando fui estaban montando un escenario que no la dejaba ver en todo su esplendor. Si quieres visitar los edificios por dentro lo mejor es que programes la visita porque así te ahorrarás hacer esa cola interminable que, ya aviso, se crea de buena mañana. Yo visité primero la basílica de San Marcos que, si ya sorprende por fuera, por dentro aún más. La entrada es gratuita pero hay que pagar para algunas dependencias (el Tesoro bizantino y la Pala de Oro) y para subir a la azotea y ver el museo (la entrada son cinco euros y merece mucho la pena).
Por cierto, si te gustan las vistas panorámicas, al margen del mirador de la basílica, puedes subir a la campanile que, con sus 98,5 metros de altura, tiene unas vistas increíbles —no te asustes porque hay un ascensor—. Una curiosidad: la torre original se derrumbó por el peso en 1902 y la actual es una reconstrucción. Otro mirador que merece la pena es el campanile de San Giorgio Maggiore. La visita al Palacio Ducal (la entrada son 30,25 euros y engloba también el museo Correr, el museo Arqueológico y la biblioteca Marciana) es también muy recomendable. Si el patio es impresionante, cuando ves la Scala d’Oro que conduce a la segunda planta te quedas sin palabras.
En ese nivel están los grandes salones del palacio, que albergan obras de artistas como Veronés, Tiziano y Tintoretto, cuyo lienzo El Paraíso destaca sobre el resto. Más allá de las salas o la armería, en la sala del Magistrato alle Leggi, parte un corredor que comunica con la cárcel, ubicada al otro lado del canal. Exacto, ese corredor es un puente y... ¡es el Puente de los suspiros! Llamado así porque cuando los presos cruzaban aquí suspiraban al ver por última vez el Adriático —y yo que pensaba que era algo romántico...—. Desde fuera es mucho más bonito pero llama la atención que el puente tiene dos corredores separados por una pared: uno conduce a la cárcel y otro regresa a la Sale dell’Avogaria y al Parlatorio.
Mi ruta terminó en otro imprescindible: el puente del Rialto, el más antiguo sobre el Gran Canal y uno de los puentes más bellos de Venecia —pero no mi favorito—. Lo mejor es ir por la tarde para admirar la puesta de sol. Eso sí, ve con tiempo porque la gente lo sabe y hay disputas por estar en primera fila... Si te gustan los mercados, por la mañana, dirígete al mercado de Rialto para ver el colorido despliegue de puestos de verduras, frutas y pescados.
Confieso que mis días en Venecia transcurrieron rápido y que, más allá de esos lugares que te dejan la boca abierta, me quedo con esos rincones que mantienen la esencia de la ciudad y sus habitantes. Como la isla de Murano, que ya relataré próximamente. Y bueno, he de decir que cuando fui, en febrero, no había mucha gente y para nada olía mal.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 63 de la revista Plaza