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tribuno libre / OPINIÓN

Autoridades y funcionarios irresponsables

Foto: EUROPA PRESS
31/01/2022 - 

Si la Naturaleza gusta de ocultarse, la Justicia, a veces, también. Lo que a primera vista nos parece intuitivamente justo y de sentido común en ocasiones deja de serlo cuando analizamos detenidamente sus implicaciones.

Es relativamente frecuente que autoridades (administrativas, judiciales o incluso legislativas) y empleados públicos cometan, en el desempeño de sus funciones, negligencias que causan daños a terceros. Los medios de comunicación dan casi todos los días noticias de este tipo de sucesos.

De tales daños responde directamente el Estado y no las personas que los causaron.  Ésta es, ciertamente, una buena solución para las víctimas, que no necesitan identificar con el objeto de demandarlos a los individuos que provocaron negligentemente los accidentes, y que muchas veces carecen de patrimonio suficiente para hacer frente a las correspondientes indemnizaciones. Pero no parece que sea una buena solución para los contribuyentes, que somos los que, a fin de cuentas, debemos sufragar las indemnizaciones. 

Seguramente por ello, el legislador ha dispuesto que la Administración de que se trate, después de haber indemnizado a las víctimas, «exigirá de oficio» de sus autoridades y demás personal a su servicio la responsabilidad en que hubieran incurrido por haber causado los daños con culpa grave (artículo 36.2 Ley 40/2015).

Sin embargo, a pesar de los claros términos imperativos utilizados por el legislador, en la práctica la referida responsabilidad no se exige casi nunca. Sólo en contadísimas ocasiones se ha hecho efectiva, a modo de vendetta, cuando, tras un cambio del color político de un Ayuntamiento, a algunos regidores se les ocurrió pasar factura a sus predecesores.

Foto: GVA

La recalcitrante resistencia de las Administraciones públicas a dirigirse contra el personal a su servicio para obtener el reembolso de las indemnizaciones satisfechas a terceros ha recibido numerosas críticas del mundo profesional y académico. La irresponsabilidad que resulta de esta práctica ha sido tildada de insana y escandalosa. 

Se advierte que los contribuyentes no tienen por qué soportar las consecuencias negativas de las conductas gravemente irregulares de los agentes públicos y, además, que la irresponsabilidad de éstos desincentiva su comportamiento diligente. Si las autoridades y los empleados públicos saben que no van a tener que pagar por los daños que causen en el desempeño de sus funciones, pondrán menos cuidado del deseable para prevenirlos.

Éste es un buen ejemplo de que las apariencias y la intuición en ocasiones engañan. Analicemos que ocurriría si a los servidores públicos se les exigiera siempre y a rajatabla la referida responsabilidad. Es probable que la amenaza de verse en la obligación de resarcir los daños causados condicionase intensamente el desempeño de su actividad. 

Es probable que mostrasen una fuerte querencia a no tomar aquellas decisiones que entrañasen un mayor riesgo de responsabilidad, a pesar de ser las más convenientes para la sociedad. Seguramente adoptarían cautelas excesivas, demasiado costosas, que acabarían pagando los contribuyentes y las personas necesitadas de una tutela rápida por parte de los poderes públicos.

Y ahí no terminarían los efectos colaterales. Trabajar para el Estado se convertiría seguramente en una profesión de algo riesgo, en la medida en que ni siquiera adoptando cautelas excesivas pueden los agentes públicos eliminar por completo la posibilidad de provocar un accidente o de parecer que lo han provocado. 

Foto: VP

Siempre existe el peligro de que cometan puntualmente una grave negligencia, que puede originar daños de una gran magnitud. Así las cosas, es probable que se redujera drásticamente el número de personas dispuestas a trabajar o participar en la gestión de los asuntos públicos. Sólo las más incompetentes, insensatas, deshonestas, insolventes o desinformadas se prestarían a ello. 

Éste sería el resultado al que se llegaría, a menos que se elevaran proporcionalmente las retribuciones de los interesados en la cuantía suficiente como para que pudieran contratar un seguro que cubriese su responsabilidad civil, o a menos que el Estado les pagara directamente el seguro. De hecho, éste es el resultado al que se ha llegado en el ámbito de la sanidad pública, donde las víctimas, en algunos casos, todavía demandan directamente a los causantes del daño.

Sin embargo, al Estado que pretende incorporar y mantener servidores de un nivel de calidad aceptable le sale más barato asumir directamente el coste de los daños causados negligentemente por aquéllos que subirles el sueldo para que puedan pagarse un seguro. El Estado y, a la postre, los contribuyentes nos ahorramos los costes que engendraría la gestión por parte de las compañías aseguradoras de los contratos de seguro y el correspondiente beneficio empresarial. Estas empresas salen perdiendo, pero menos de lo que ganamos los demás.

Que los agentes públicos queden blindados, por una compañía de seguros o por el Estado, frente a una eventual responsabilidad mina obviamente sus incentivos para llevar cuidado y prevenir daños. Pero este problema puede ser combatido de otras maneras. 

El Estado dispone de otros instrumentos, más eficientes que el de la responsabilidad, para controlar la actividad del personal a su servicio e incentivar la prevención de accidentes. Puede: vigilar especialmente y exigir más precauciones a los agentes más descuidados; asignar las tareas más peligrosas a los más competentes; evitar que los menos cautos ocupan los puestos de mayor riesgo; recompensar a los que cumplan de manera singularmente escrupulosa sus obligaciones; imponer sanciones a los que cometan ciertas negligencias, etc. 

Los ciudadanos, por otro lado, también pueden castigar a las autoridades negligentes a través de las elecciones que periódicamente se celebran. El Estado y los electores están mejor situados que las compañías de seguros para disciplinar a los servidores públicos.

Sólo hay un caso en el que esa responsabilidad debería ser exigida: cuando los daños fueron causados de manera intencionada. No hacer responder a quienes hayan provocado dolosamente accidentes constituiría una insensatez, una invitación a causarlos. Esta irresponsabilidad sería muy costosa para la Administración y no le reportaría beneficio alguno.

 Los únicos agentes a los que puede aprovechar y atraer una irresponsabilidad tal son aquellos que obtienen algún tipo de utilidad derivada de infligir intencionadamente un daño. El Estado hace bien en ahuyentarlos. Y, por descontado, el Estado, en cualquier caso, también debería exigir la restitución del enriquecimiento injustamente obtenido por sus servidores como consecuencia de un «accidente». Pero eso ya es otro cantar, del que tal vez hablemos otro día.

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