VALÈNCIA. ¿Qué es un PLC? ¿Qué demonios es un PLC? Un PLC -aún no ha llegado el momento de saber qué es- es la herramienta que convierte a Josevi Lamparero en un especialista muy codiciado. En su caso, muy codiciado por las empresas automovilísticas. Antes para Volvo o Jaguar; hoy para Tesla, el cliente que le contrata para programar el PLC, el cerebro electrónico que maneja todos los robots de la planta que la compañía texana tiene en Berlín. Lamparero, un valenciano que nació en Cheste, vive en Chiva y tiene la sede de su pequeña empresa en Aldaia, se pasa la vida en un constante vaivén entre Berlín y València. El lunes se sube a un avión (generalmente dos) de ida y el jueves o el viernes toma otro (otros dos) de vuelta. Y así casi todas las semanas. La misma ruta y más o menos, una manía, el mismo asiento. Era tan repetitivo este trayecto que llegó un día en el que las azafatas comenzaron a recibirle saludándole por su nombre.
Verónica, su mujer, que trabaja en València, está un poco harta de tanto trajín y tantas ausencias, y sus hijos, de nueve y siete años, hay muchos días que añoran a su padre, pero el estatus laboral y el sueldo todavía compensan, así que Josevi sigue a lo suyo. Aunque la cacareada planta de baterías de Sagunto quizá acelere su regreso.
Muchos ingenieros, geeks o simplemente curiosos saben de sobra lo que es el PLC (un controlador lógico programable), pero los abuelos de Josevi, por ejemplo, pastores en una aldea de Soria, pensarían que este hombre de 42 años les estaría hablando en un idioma exótico. Ellos solo sabían que las ovejas tenían que salir a pastar al monte los siete días de la semana, lo que les sentaba bien, lo que les sentaba mal, cómo ordeñarlas, a qué hora y mil cosas más del campo y la vida rural, pero estos cachivaches eran pura brujería para ellos.
Josevi Lamparero es programador industrial. Lo suyo es programar el PLC, que sería algo así como el capataz de los robots de una planta de construcción de automóviles, pero los conocidos y algunos familiares, cuando le lanzan esa pregunta tan recurrente de a qué se dedica, acaban insistiéndole en que él es el que programa los robots. "Y no, les digo que no, que yo lo que programo es la al que dirige los robots, pero ellos vuelven a decir ‘¿el que programa los robots?’, así que al final acabo rindiéndome y les digo que sí", explica risueño el programador.
Lo suyo por los ordenadores fue un flechazo, un amor a primera vista desde que el hermano de su padre, el tío Silfredo de Madrid, le regaló un Amstrad cuando el chaval tenía solo seis años. "Nos dedicábamos a meter un cartucho key, coger un libro, abrirlo y copiar lo que ponía en el libro; después de cuatro horas picando texto aparecía una nave espacial que hacía una sonda y era mi forma de entretenerme. Por eso digo que llevo programando desde los seis años…".
Josevi aún es de la generación analógica, pero se adelantó a su tiempo. Después del Amstrad vino un 486DX2 con el que acabó enganchando a sus padres y a sus tres hermanos. "No paraba de actualizarme y siempre que podía compraba un ordenador o buscaba o cogía piezas de uno y otro. Iba haciéndolos y al final mis tres hermanos tenían, gracias a mí, uno de esos ordenadores ‘Frankenstein’".
Luego, ya de adolescente, estudió un curso de FP para ser mecánico de avión en la Universidad Laboral de Cheste. "Ahí le pillé el gusto a la electrónica", matiza. Después vino la ingeniería industrial, electrónica, electrónica superior y algunos másteres… Los títulos están colgados al lado de la mesa de su despacho en la sede de Isacta Control, su empresa con sede en Aldaia. Debajo de los marcos hay pegados varios dibujos de sus hijos: Celia y Lucas. Y encima del escritorio está el ‘Cubo de la calma’, un recipiente de cartón lleno de recortes de papel que, supuestamente, ayudan a relajarte cuando metes la mano ahí dentro. Llama la atención un plano que hay pegado al cristal que tiene el jefe a su espalda. Es de la planta de Volvo en Gante y no tiene más utilidad que la confidencialidad, para evitar que las tres pantallas de ordenador que utiliza se reflejen, con información delicada, en el cristal.
En una esquina, al lado de un libro sobre Cheste, hay un tablero de ajedrez con unas atípicas figuras de madera. Es un capricho de un viaje a Tailandia. Se lo hicieron a mano después de que dijera que quería uno al ver jugar a dos hombres y el día que se lo llevaron le soplaron doscientos euros. Siempre tuvo afición por los 64 escaques y llegó incluso a estar federado. "Estaba en el equipo de Cheste, pero era de los más flojos. Tenía una ELO de 1.850 puntos y un jugador bueno ya está por encima de los dos mil (Magnus Carlsen, el actual número uno, tiene 2.865 de ELO)".
Nunca le tuvo alergia al trabajo. Desde que era un niño de ocho años y hacía de monaguillo en la iglesia del pueblo, ni más tarde, con sus primeros empleos para sacarse un dinerillo. Cogió naranja, vendimió, embolsó la uva… "Con el primer sueldo me compré una pantalla de ordenador", rememora uno de los poco Lamparero que hay en España, algo que en lo que ha perdido un tiempo Josevi. "Somos muy pocos. En València, quince, mi familia. Y en toda España no seremos más de doscientos o trescientos. El apellido viene de Alaminos, un pueblo muy pequeño de Guadalajara, pero mis raíces son sorianas: mi padre es de Arcos de Jalón y mi madre, de Abejar”. Su padre, profesor de Historia jubilado, vivió de la política en tiempos del PP, pero a Josevi no le apetece demasiado hablar de eso.
Después de aquellos empleos de juventud, llegaron los primeros trabajos serios. Al principio en investigación en el Instituto de Biomecánica de Valencia. Más tarde en Siliken, una empresa de paneles fotovoltaicos donde programaba los simuladores solares. "En la crisis de 2007 la fotovoltaica se fue al garete. Yo estaba intentando sacarme el doctorado y estudiando el DEA (Diploma de Estudios Adaptados), la parte teórica del doctorado. Y luego hacías la tesis". Se marchó a la competencia, a Tersa, y, a los seis meses, un martes, durante el almuerzo, le contó a unos compañeros que ya le habían despedido una vez, que si volvía a pasarle algún día, se marchaba al extranjero, que ya estaba harto. Al día siguiente le llamó el jefe de recursos humanos y le dijo que estaba en la calle.
"Y si eso fue un miércoles, el jueves encontré una oferta de trabajo; el título era exactamente lo que estaba haciendo yo en mi tesis. Mandé un correo electrónico y me llamaron a la media hora. Era Loreto Mateu, que trabajaba en el Fraunhofer, el instituto de investigación de Alemania. Esa chica me explicó que iba por delante de ellos porque yo ya llevaba seis meses trabajando en mi tesis. Y en una semana, con 32 años, me fui para allá".
Primero Núremberg, luego a Madrid, a una empresa que se dedicaba a hacer pistas de crash (se analiza cómo reacciona el chasis del coche y el cuerpo de sus ocupantes cuando se produce una colisión). De esa época conserva en una estantería una pieza azul de una pista de crash que hizo en Shen Zhen, en China, y que se trajo como trofeo”. Fueron sus inicios en la automoción, un sector del que ya no se movió.
La estantería tiene ese ‘trofeo’, un pequeño robot que hizo con su hijo, a quien también le apasiona la tecnología -a su hija le van más los animales-, y varios PLC, los dichosos PLC, antiguos. Los fetiches de un programador industrial con un rostro que recuerda vagamente al Profesor de ‘La casa de papel’. Quizá sean las gafas. O el peinado con la raya al lado. O el gesto de hombre cerebral.
Luego se centró en su actual oficio. Primero en Jaguar, en el Reino Unido; después en Volvo, en su planta de Gante (Bélgica), y ahora en Tesla, en Berlín, donde lleva desde marzo de 2021. Aunque ya no trabaja solo. En su empresa forma a gente joven para constituir un equipo. Ahora mismo hay cuatro de ellos viviendo en un par de pisos en Berlín. En todas estas ciudades se resistió a quedarse a vivir para no complicar más aún su matrimonio con Verónica. No es fácil sostener una familia cuando uno pasa cuatro o cinco días de la semana fuera de casa. Pero lo aguantan. Y ya llevan casados quince años.
En cuanto puede se sube al avión, saluda a las azafatas y se vuelve. Ese ritmo de vida lo sostiene el sueldo que le abona Tesla. Aunque ya no es lo que era. Hubo tiempos mejores. "Lo que hago está bien pagado, aunque ha bajado, pero está bien pagado. Hay más gente que hace esto. Hace unos años éramos pocos y el que era bueno ganaba muchísimo dinero, una cantidad de cinco cifras al mes. Muchísimo dinero. Ahora está muy bien pagado pero es muy sacrificado. No es un trabajo de picar piedra, pero paso mucho tiempo fuera de casa, estoy todo el día en planta, vivo allí de lunes a viernes, no ves a la familia…"
La mayoría, en su gremio, pasa un lustro fuera, hace caja y se vuelve. Él es de los que más tiempo está aguantando. Pero ya intuye la despedida. "Ahora sigo programando, pero ya empiezo a coger gente para que lo haga. Es un oficio sin carrera, pero también sin paro. Si sabes programar y haces las cosas bien, vas a tener trabajo. Así que cojo gente, la formo y cuando veo que valen, porque hay que tener la cabeza un poquito preparada para esto, los voy subiendo. Voy a seguir poco tiempo más así".
Josevi cree que con 42 años ya va bien. Quizá ha llegado el momento de darle la alternativa a sus discípulos. Él, mientras, puede trabajar desde Aldaia. "En F. Segura tengo un aparatito que me permite conectarme en remoto y arreglar algún problema, pero para muchas cosas necesito estar allí", se justifica. Aunque queda la duda de si cumplirá su palabra. Lamparero parece un ‘workaholic’ de manual. Los fines de semana se entretiene… programando. Y en verano lo que no programa son unas vacaciones. Cuando encuentra una semana que puede despejarse, avisa corriendo a su mujer y se organizan. Entonces rehúye los aviones. Le gusta irse al pueblo de su madre, a Abejar, y disfrutar de unos días de paz. Josevi se escuda en que, para él, programar es lo mismo que jugar. Y llega el domingo, coge el ordenador y en un rato se hace un programador para regar el césped. Pero, claro, ¿cómo va a cambiar un hombre que ya estaba enganchado a las máquinas a los seis años?