El joven turco / OPINIÓN

Chivato

28/02/2022 - 

Es difícil no utilizar esta ventana para denunciar lo que ocurre en Ucrania. Pero no tengo los conocimientos suficientes más que para seguir, con preocupación, leyendo a otros más formados para aportar que yo. No pasa nada por reconocer que no somos expertos en todo como explicaba brillantemente en esta mismo medio Lucía Márquez. Pero eso no está reñido con la indiferencia, más bien al contrario. Por eso, aunque esta columna no sea un análisis al respecto, no puedo dejar de denunciar que paguen los delirios de un autócrata quienes siempre sufren las guerras. Pronunciarme sin equidistancia contra quien las provoca que, en este caso, es evidente y claro. Y me duele como europeo la, hasta ahora, tibieza ante el horror que parece estamos corrigiendo.

Hago esta introducción pidiendo perdón por no centrarme únicamente en lo que sin duda es más importante. Y, también, porque frente al Word en blanco asusta como la realidad quema temas del año. Aquello sobre lo que se impone opinar es distinto cada tres o cuatro días. Por eso, intento centrarme en las corrientes de fondo que generan lo que ocurre y no en el hecho. Creo que es el imperativo de la inmediatez lo que nos hace ocuparnos de todo cuando ya es dolorosamente tarde.

Sin ir más lejos hoy parece antiguo lo que está ocurriendo en el Partido Popular. Pero a mi modo de entender la política no podemos dar por pasado lo que significa. Me abstengo de analizar que la auténtica causa de esa crisis es su relación no resuelta con la extrema derecha. Porque a diferencia de su familia política en Europa ha acogido con los brazos abiertos, blanqueándola hasta construir un puente perfectamente por el que cruzan sus votantes. Y lo hago porque quiero centrarme en el mensaje que quedará tras la caída de Pablo Casado.

Vaya por delante que, como es evidente, hay un abismo entre su forma de entender o pensar y la mía. También soy muy crítico con su valía para la responsabilidad que, a estas horas, aún ocupa. Algo que parecen haber descubierto repentinamente todos los que le llamaban presidente, sólo un rato antes. Y que estoy convencido de que su denuncia sobre las prácticas de Isabel Díaz Ayuso no respondía a la defensa de unos sólidos principios éticos, sino a la posibilidad de hacer chantaje a una rival interna.

¿De haber aceptado Ayuso no presentarse a un congreso interno y asumido lo que quisiera Casado habría salido a la luz esta información? Es evidente que, al menos por la dirección de Génova, no.

Pero, más allá de las motivaciones, el máximo dirigente de un partido ha señalado que conocía el cobro de comisiones por parte del hermano de una presidenta autonómica de su propia formación. Además, que esas comisiones se obtuvieron en algo tan sensible como la compra de material sanitario en plena pandemia. Cuestionó públicamente si era ético que esto ocurriera. Y estas comisiones no sólo no han sido desmentidas, sino que han sido confirmadas por la propia Comunidad de Madrid.

Sin embargo, a quien se ha linchado desde sus propias filas no es a la presidenta madrileña, sino a Pablo Casado. Al ‘chivato’. Porque no dista mucho lo que ha ocurrido del clásico acoso a esta figura. Lo que, esquivando ejemplos más crudos y que probablemente se aproximen mejor a la realidad, ocurre entre los niños de una clase de colegio.

Ha primado la exigencia de una malentendida lealtad por encima de la exigencia ética. El establecimiento de la pena del rechazo de los propios, el aislamiento y el hostigamiento. Pero, sobre todo, la publicidad de sus consecuencias a la vista de todos y todas. El castigo al chivato, porque para sostener en el tiempo este tipo de prácticas es importante que todo el mundo sepa el coste que tiene denunciarlas. Ya no se trata sólo del castigo, sino de que el castigo esté a la vista de cualquiera. Qué como el cuerpo de Polinices en Antígona -representada este fin de semana en Rambleta- estuviera expuesto como advertencia.

Y el mensaje que se transmite es peligroso en, al menos dos sentidos. El primero, que nadie debería atreverse a denunciar lo incorrecto cuando afecta a los propios. El entendimiento de lo público desde el hooliganismo. Quien se atreva a traicionar esta lealtad tribal lo hace bajo pena de quedar destrozado por su propia manada.

El segundo, la ciudadanía pensará irremediablemente en todo lo que no sabe, si, cuando sale a la luz alguna, esta es la consecuencia. Cuántos habrán callado para evitar acabar como Casado es una pregunta lógica. Y esto da lugar a todo tipo de presunciones, pero, sobre todo, abona la desconfianza en un sistema de representación política que ya está bastante lesionado. No se trata de creer cándidamente que siempre todo es público, pero al menos necesitamos la certeza de que no se oculta lo más relevante o se instrumentaliza en función del poder partidista.

Y no. Pablo Casado no es un paladín de la ética. No es un mártir de la lucha contra la corrupción. De hecho, todo indica que es un chantajista que fracasó. Pero se ha convertido en el aviso que manda el Partido Popular a quien tenga la tentación de ser, en el futuro, un chivato. Pero, precisamente, la fortaleza democrática depende de la capacidad para ‘traicionar’ los intereses grupales en beneficio del interés general. De hecho, en el medio plazo, la capacidad para hablar cuando la ética lo impone es lo que nos separa y previene de los autócratas.

Los autócratas de hoy son las democracias fallidas de ayer. Y como estamos comprobando no hay nada más peligroso para el mundo que su poder despótico. El coste de asumir la lógica de castigo al chivato es abrir la puerta a los matones.

Noticias relacionadas