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covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 41º)

5/06/2020 - 

No somos el único problema que tiene Maiquel, pero sí uno de ellos. Cada mes nos tiene metidas en el salón de su casa con el inyectable en la mano y hasta cuatro policías locales que le hablan con paternalismo pero enseñan la funda rígida de la pistola, la porra, el uniforme oscuro y apretado. Sonrisas eficientes y hágale caso a la doctora, es por su bien.

Como voy desbordada con los domicilios pido socorro y H., mi compañera, se ofrece a echar una mano, le paso el asunto de Maiquel. Me parece el más liviano, no deseo cargarla. Sólo hay que ir cada treinta días y hacer una llamada al 112. Le resumo las fechas, los diagnósticos, le entrego el dosier y la caja de Maintena 400. H. vuelve sin el asunto, me trae una persona: Maiquel ha bajado corriendo por la escalera mientras ellas subían por el ascensor. ¿Qué sentido tiene esto, Rosana?, me pregunta sin alarma. Me encojo de hombros, cazada.

Sucede que he perdido el uso de los rituales. Descubro que no somos nada sin ellos, cuerpos macizos, sin entraña, hologramas que emiten una charla programada. En la pandemia intenté ir al nudo de la intervención, a la maniobra pelada, al hueso. No tiene sentido, me dice H., que el chico nos asocie con la policía cada vez que suena la puerta. Consensuamos una nueva velocidad. Estoy tan agradecida que la quiero invitar a un café pero la llaman, la urgencia se ha llenado y la pierdo por el final del pasillo. Miro su bata menguante, su paso cansado, y aprendo una vez más que este trabajo es demasiado intenso para hacerlo sola. Con la pandemia en su franja de pánico inyecté a Maiquel tanta medicación que al día siguiente tuvimos que volver con el antídoto y las cejas dibujando una disculpa. Yo buscaba atajos, superposiciones, moscas a cañonazos. Quería evitar una nueva visita en muchas semanas, protegerme y proteger, pero sólo conseguí exponer de nuevo a la enfermera al día siguiente (y azuzar todavía más los demonios del chico).

Afortunadamente, Maiquel es mucho mejor que yo y mis aturullamientos. Nos recibe con su sonrisa joven, su cuerpo nudoso y cimbreante, su cortesía sudamericana. Soy la de la inyección, pero ahora quiero escuchar lo que tenga que decir. Me mira mejor que lo hice yo, con el corazón, como el zorro enseñó al Principito. Ha visto algo en mí que le hará ir esta tarde por fin a la farmacia. "No sois en absoluto parecidas a mi rosa ─les dijo el Principito a las rosas─; no sois nada aún. Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie: sois como era mi zorro. No era más que un zorro semejante a cien mil otros…".

Fernanda y Aureliano segundo, en la edición ilustrada de 'Cien años de soledad' de Luisa Rivera.

Volvemos estos días al rito, a domesticarnos. Rompemos la distancia de los corazones, pero aún impera la de los cuerpos. Trastabillamos con las visitas telefónicas como los médicos invisibles de Fernanda, la recalcitrante y severa mujer de Aureliano Segundo en Cien Años de Soledad. Ha sido mi libro de la pandemia y me resisto a acabarlo como se resiste el virus a salir de nuestras rutinas. Fernanda es "una fijodalga de sangre con derecho a firmar con once apellidos peninsulares" y hábitos de enclaustramiento. La forma de su locura es la más solitaria de todas, su correspondencia íntima sólo se la permite con un elenco de doctores imaginarios que programan una "intervención telepática". La operación culmina en fracaso, en una carta "desconcertada" donde aseguran haberla explorado durante seis horas sin dar con nada que corresponda a los síntomas descritos. He llevado la escena varios días en la cabeza. Hay quien está encantado con la telemedicina. Yo me pregunto dónde queda todo lo que se cuela por el sumidero de las redes y los cables, por los laberintos de la imaginación que habitamos y que habitan los pacientes. A quién estamos tratando y quién creen ellos que los trata.

En el New York Times, una coacher asesora a las víctimas de la "fatiga conversacional". Publica un decálogo de cómo lograr que una conversación vuelva a ser divertida. Comidas, atuendos, mascotas y trivialidades varias. Se tiene uno que armar de un guión para hablar en el vacío, cuando las rutinas se aplanan y preguntar cómo estás bordea el alto riesgo. Y un webinar se ofrece estos días en mi chat de Primaria sobre consulta telefónica: expertos en "comunicación interpersonal y counselling" (reza el reclamo) repasarán para nosotros la forma de afinar las antenas. Me pregunto qué pretenden vendernos. Verle los ojos al médico que te atiende asienta los miedos, deshace nudos de angustia.

Llevo varias semanas citando a dos, tres, esta semana seis pacientes de los que doy salvoconducto en el mostrador para que suban. Se sientan y acercan la silla de forma refleja, los educo en los dos metros. Estos días todos me ven cansada, también los que no me lo dicen pero lo piensan. Ellos no tienen ojeras, pero también están cambiados. Algunos se han puesto orondos, inmensos. Una chica a la que acepté para cirugía bariátrica en noviembre no hubiera cabido en el antiguo sillón de brazos. Ocupa la silla de pinza que repaso con lejía cada vez y me dice que se siente como una delincuente. Sonrío, no voy a iniciar un tercer grado. Su cuerpo se acerca ya a los 200 kg y lo ha embutido en una camiseta color yema de huevo. Un borbotón amarillo que hace más diminuto mi despacho.

Foto: KIKE TABERNER

El mar. Otro ritual que ha vuelto para salvarnos. Junio entra espléndido en nuestra costa y nos dejamos regalar un domingo de modorra y chiringuito, moscas en círculos y paella de secreto ibérico con foie. Ya no se permiten cartas, barullo de barra ni demora en las sobremesas. Los chicos se dejan el plato lleno porque han desayunado tarde, es el antiguo rito del derroche y los mimos. Al terminar, Rocío lleva a la iaia del brazo hacia la orilla y se la ve tan menguada junto al corpachón de estreno que luce la niña que se hace inevitable preguntarse por el recambio de carne y de tiempo. Le saca ya una cabeza. Un cuerpo se bruñe junto a otro que se hace traslúcido, incoloro. El amor de la abuela se vacía en el límite de la nieta y se hace materia. El relevo que obran los sudores y las fatigas se me anuncia, me veo anticipada en esa figura lenta que se agarra de un brazo turgente, solícito. Las dos caminan despacio hacia el dominio de la brisa. Allí, Rafa ya ha dado con trozo de madera que flota en la orilla y enloquece a la perra. Noa corre tan rápido entre los guijarros y la espuma que me sacude la congoja de encima. Todos tenemos sed de verano, de sopor y de sal, y el Mediterráneo nos ha estado esperando en la calamidad, no nos ha abandonado.

Cuando volvemos en el coche, el hocico de la perra huele a algas y el peso de su cabeza se vence en mi regazo, me transporta a otros regazos y otros pesos, la cabecita de mis hijos cuando se entregaban a su sueño de lactante y caían como fruta madura. Estamos aquí, me digo, sacando cabeza, empujando el tiempo y convirtiéndolo en espuma, batiendo los días como la perra en la rompiente, cegada por su reclamo.

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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