Felicitar la Navidad ha dejado de ser una maniobra inocente estos días. “Que tengáis unas Navidades normales”, le digo a los pacientes. Sonríen porque la palabra normalidad se ha multiplicado estos meses y les hace salir pensando. La normalidad es ya un milhojas de sentidos. Ellos me querían decir feliz navidad pero no les dejo, me he adelantado.
¿Quién quiere ser feliz? Lo que queremos es dejar de estar fatigados. Atendemos al décimo que nos hará millonarios, pero no es la lotería lo que nos hace falta este año. “¡A ver si este año, que pedimos salud, va y nos toca la lotería!”, bromea la señora Rosa, que cuida de mi casa y de los míos. En su cabeza, salud y lotería funcionan como términos dicotómicos, excluyentes. Pero eso es porque aún no ha leído a Noah Yuval Harari.
En su tan leído Sapiens, el historiador nos recuerda que ser feliz no depende de los niveles de salud ni de dinero. Hace un breve pero incisivo viaje por la historia de la felicidad. ¿Qué es la felicidad? Tiene mucho que ver con las expectativas, y el autor israelí nos recuerda que las bajas expectativas de un campesino medieval podían resultar en un individuo más feliz que un rico banquero del siglo XXI. La historia de la felicidad humana es un campo inexplorado y lleno aún de incertidumbre porque no existen registros para filiarla tan bien como la estela de conquistas y derrotas imperiales. Como la historia del dinero o del tiempo y los relojes, Harari deslinda esa dimensión de nuestra vida y nos muestra su propio hilo conductor hasta hoy. Tradicionalmente fue un campo para los filósofos y los profetas. En el mundo aconfesional de hoy es un coto para los psicólogos, pero todos redundan en lo mismo y es prodigioso, porque se dijo ya en el origen del pensamiento, dos mil años atrás. Atender a los estoicos o a los adalides del New Age lleva a la misma conclusión: ser feliz no depende de logros materiales ni personales como la libertad o el éxito. Depende de la expectativas y del sentido. Nietzsche señalaba que si uno tiene una razón por la que vivir lo soportará casi todo. Amanda Seyfried, la actriz de ¡Mamma mia!, huyó de los vapores nocivos de Hollywood en plena cresta de la ola para criar cabras, caballos y un burro junto a su familia. Este mes, en su granja a varias horas de Manhattan ha recibido la noticia de su candidatura al Oscar. “Mantén tus expectativas bajas ─le había dicho Tarantino en un encuentro casual─ y te sorprenderás gratamente”
Yo la felicidad la he arrojado a la hoguera en el Instagram de Nuria Labari, que escribe estos días una reflexión brillante sobre cómo las expectativas nos debilitan y nos controlan. Asegura que la pandemia las ha triturado este año y que no es una mala noticia. “Aceptamos que con arreglo a ciertas condiciones materiales hay cosas que pueden suceder y de hecho sucederán”, reflexiona, y señala las redes sociales como artífices de este embeleso. No puedo estar más de acuerdo. Son el puro deseo que nos consume mientras vivimos cruzados de brazos. Labari propone darle esquinazo a la expectativa y cambiarla por la posibilidad. La posibilidad es más madura porque está ligada a la imaginación, señala. “Si algo se puede imaginar, es porque puede suceder”. Exige dinero o tiempo para pensar. Exige humanos, no consumidores.
En mi último día de consulta antes de año nuevo, Lorena me da una lección de lo que significa un final feliz. Descomunal e inofensiva a partes iguales, esta treintañera de brazos como amarras y sombra azulada sobre el labio me dijo hace dos años que le perdonara el Centro de Día y estoy contenta de haberlo hecho. “No quiero ver enfermos, me dan miedo”. Viéndola a ella cuesta creerlo. La planta de Lorena es como la de Lennie, el personaje de Steinbeck en De ratones y hombres, un bebé gigante que estrujaba roedores cuando intentaba acariciarlos. Ella tampoco mataría ni una mosca. Me estruja a mí, pero no me mata, con unos abrazos rompehuesos que con la pandemia hemos suspendido temporalmente.
Había dejado de tener amigos a los catorce. Por entonces ya vagaba sola por el patio del colegio, había pasado de los cien kilos y se sabía condenada a la cuneta. Luego llegarían las voces. Su madre la salvó de tirarse por el balcón y la poli la bajó otro día del muro de la iglesia para meterla en una ambulancia. La adolescencia es muy dolorosa si se está fuera del molde. Ahora que ronda los cuarenta y su madre no vive ya, Lorena la ha suplido y se siente una doneta feliz a pesar de las voces. No vive su expectativa, sólo la vida que era posible, la que imaginamos juntas; nos ha llevado tiempo y paciencia verla convertida en su protagonista. A pesar de que sea la vecina la que entre a encender la lavadora que ella luego tiende, de que sus cuatro hermanos huyeran de casa y de que los niños se rían al verla pasar, ella está donde se imaginaba. El Modecate que se pincha con puntualidad le causa recelo porque el prospecto viene en polaco o esloveno, pero la enfermera gasta con ella su buena paciencia y nos basta. Ha cenado en casa de su hermana. Cordero al horno y para Navidad putxero, pero no ha pasado con los pastissets porque ya le ha dicho su médica que baje de peso. Juntarse puede porque los sobrinos pasan a diario por casa y son burbuja. Le gusta lo de la burbuja, la oigo y sé que era lo que necesitaba desde los catorce.
Hace quince años, cuando todavía requería visitas en casa, me encantaba la forma que tenía de alejarnos de su campo visual; echaba un sorbo de agua para tragar las pastillas y dejaba que el culo del vaso nos deformara a sus ojos según el capricho del vidrio. Alejaba al enemigo de sí y nos enseñaba algo valioso: todo depende del cristal con el que se mira.