VALÈNCIA. Mozaira es un puente de Chelva, en la comarca de los Serranos. Es también un aceite de oliva virgen que fabrica la almazara Hermanos Martínez Zaballos, de esta localidad. Y es el nombre que recibe un hotel de cuatro estrellas ubicado en plena huerta norte de València, en el término municipal de Alboraia, en lo que era la Alquería Torres, una edificación centenaria. La Mozaira hotel restaurante es uno de los establecimientos más exclusivos surgidos en los últimos años en L’Horta. Basta con ver su nómina de clientes. Bajo su techo han dormido personalidades internacionales, desde el magnate de la F-1 Bernie Ecclestone al productor Melvin Adams, pasando por la actriz Lea Thompson, el televisivo Risto Mejide o la diseñadora Ágatha Ruiz de la Prada. Además del alojamiento hotelero, La Mozaira cuenta con un restaurante muy bien considerado.
Desde su apertura hace ahora siete años, con un perfil discreto pero eficaz La Mozaira se ha consolidado como una alternativa hotelera simpar. En ella se ponen en valor dos de los elementos centrales de la política de las coaliciones progresistas que gobiernan en València y la Generalitat: serían, a saber, el respeto al medio ambiente y la recuperación de la huerta. Detrás del proyecto se encuentra un empresario de éxito, José Polo, impulsor de la famosa fábrica Fartons Polo, quien, curiosamente, se lanzó a esta aventura de una manera desinteresada y romántica cuando estaba ya pensando en su jubilación. No podría ser de otra manera; las trabas que encontró desde el principio no las habría aguantado una persona que buscara la rentabilidad fácil. Porque mantener La Mozaira, hacer que funcione, lograr que siga abierta como hotel, es tan complejo como vivir de la huerta en estos momentos.
“El gran problema que tiene la Administración es que parte de la idea de que la tierra es rentable”, comenta Polo; “esa idea hay que erradicarla porque no es así y hay que asumirlo”. Es jueves, mediodía. Mientras camina por un campo de alcachofas, entre caballones, Polo comenta que acaba de venir de almorzar en Alboraia. “Es sagrado”, sonríe. Desde su trato con gente de la calle, puede enumerar lo que ingresa un campesino por una cosecha. Hace cuentas. Da igual el cultivo. Rara vez pasa de un ingreso de 1.000 euros al mes. Si un hortelano quiere ganar dinero debe trabajar dobles turnos, doce, catorce horas diarias, un estilo de vida insostenible que destroza a las personas. Muy cerca de allí, un vecino de la zona pasea sus dos canes, de razas mezcladas. Polo mira a su alrededor. Oriundo de Titaguas, donde nació en 1950, serrano pues de ascendencia, se considera huertano de corazón. Llegó a Algemesí con cuatro años, así que la sierra ha sido para él más una invocación a un pasado lejanos, a las raíces, que un espacio diario de referencia. Aunque nunca ha perdido el contacto con su pueblo natal, donde tiene casa, parafraseando la famosa frase del héroe valenciano Amado Granell, podría decir que la montaña es su madre y la huerta su mujer.
Los principios en Algemesí, como se corresponde con su biografía de self made man, no fueron fáciles. “Éramos pobres como las ratas”, recuerda. Seis años después se instalaron en Alboraia. Desde entonces, en su memoria, de manera inconsciente, el paisaje de la huerta norte de València ha sido una suerte de reminiscencia de felicidad, progreso, riqueza, porque allí fue donde sus padres comenzaron a regentar un horno, semilla de su buena estrella. Con Dionisio, su hermano mayor, fue experimentando y crearon un dulce único: los fartons. Instalados en la cultura popular, los fartons son un ejemplo de la imaginación del empresariado local. Ahora son comunes y podrían parecer históricos, pero en realidad nacieron en los años 60, mientras en las radios sonaban canciones del Dúo Dinámico y en los cines se estrenaban películas de Marisol.
Polo ya no dedica mucho tiempo a la empresa, aunque no ha perdido el contacto con ella. Los destinos de la misma están en manos de sus hijos y sobrinos y él ha dejado paso a la nueva generación. Como manda la tradición, la segunda generación está manteniendo la empresa y lanzándola. Fartons Polo sigue siendo un must en el sector de la alimentación valenciano y está expandiendo negocio con la producción de horchata y panettones. “La horchata es el futuro”, comenta el empresario. “Hay mucho terreno por explorar. Nosotros hemos creado un tipo de horchata por ejemplo para Japón, donde no les gusta que sea tan dulce”. Imaginación e inventiva, ya se ha dicho.
Su nueva coyuntura le ha permitido a José Polo, al que todo el mundo llama Pepe, centrarse con su esposa en lo que más le gusta: la huerta. Su amor a este paisaje le ha llevado a vivir allí mismo, en el hotel en el que comparte vida con sus huéspedes, una situación que lejos de incomodarle le encanta. “Cada día conoces a gente diferente”, asegura mientras recorre los pasillos del hotel, enseñando las distintas dependencias. Cada una de las habitaciones es singular y para reflejar esa individualidad se les ha dado un nombre de mujer, el de las de su familia; madres, tías, hermanas… todas permanecen en la memoria del local. Su concepto de clan se ha extendido a todos los rincones del hotel y así, por ejemplo, una mesa apartada y muy coqueta, con vistas al patio, recibe el nombre de sus nietos.
En el interior de esta alquería en estos años de nueva existencia han tenido lugar episodios de relevancia en la vida local. En un apartado del restaurante, por ejemplo, se celebró la última reunión de la directiva del Valencia C. F. antes de la venta del club a Peter Lim. Pero también se han vivido episodios únicos, menos relevantes pero hermosos, como el día que Lea Thompson y “sus dos preciosas hijas” cantaron en el karaoke, demostrando una vez más el talento superlativo de algunas estrellas estadounidenses. “Qué voces. Qué bien cantaban. Es que Hollwood es Hollywood”, evoca el empresario. Una actuación digna de Broadway sólo para unos pocos privilegiados.
La Mozaira para Polo es un ejemplo por muchos motivos. Aúna restaurante y hotel, respeta la huerta y al tiempo se convierte en un emplazamiento perfecto para quien desee cierta tranquilidad sin perder la proximidad con la ciudad. Asimismo, pone en valor una alquería histórica, en la que ahora se pueden ver desde imitaciones de cerámica del XIX hasta piezas arqueológicas de origen romano. “Las alquerías son nuestro patrimonio, nuestro tesoro”, explica apasionado. “Cada vez hay menos producción agrícola, porque no es rentable. La única huerta salvable que nos queda es la de L’Horta Nord. Esto es un monumento vivo. No se han hechos actuaciones para fomentar las casas rurales. Tenemos materia prima y no sabemos emplearla”, se queja.
“Quienes están haciendo las leyes, los estudios, es gente que vive en un mundo irreal”, prosigue. “Desde su superioridad, en las universidades emiten opiniones muy a la ligera. Hay que hacer rentable la huerta y es complicadísimo lograrlo si no permiten su crecimiento, si no se apoya su uso. Esto se va a pique y no se está haciendo nada que permita otros usos como el terciario”, comenta. Entre los problemas que ha detectado, cita como ejemplo anecdótico la obsesión por no permitir las piscinas, que impide reconvertir muchas de las alquerías hoy en desuso en alojamientos rurales para el verano. Haber hay algunas piscinas, claro, pero están consignadas oficialmente como albercas. El nombre, de origen árabe, hace mención a una construcción normalmente excavada en tierra que se usa para almacenar agua. ¿Por qué no se les llama piscinas, que es a fin de cuentas lo que son? “Porque les suena muy burgués a los técnicos”, ríe Polo. El nombre de la rosa. El significante. El significado. Umberto Eco podía escribir todo un ensayo a partir de esta situación.
Hay otros problemas más prácticos. Están por un lado las limitaciones de tierra, que obligan a comprar terreno si se quiere ampliar mínimamente un espacio. Pero es que además, por ejemplo, no se permiten los parking de tierra, lo que supone un impedimento para la puesta en marcha de más restaurantes en la zona. Y también está la ausencia de senderos en condiciones que unan los distintos campos. “No hay caminos para recorrer la huerta”, constata señalando uno de los pocos que se encuentran allí. No hablemos ya de señalización. En teoría se quiere fomentar el cicloturismo; en la práctica no se incentiva. A ello hay que unir la lenta burocracia que rodea a cualquier intervención. “A veces tardan hasta cinco años en contestarte, si te contestan”, indica. “De tanta protección han conseguido que se esté hundiendo la huerta, y lo que hace falta son leyes que de verdad la protejan”, asevera.
Polo enseña las zonas comunes del hotel, con bibliotecas compuestas en mayor parte por su colección personal de libros y algunas aportaciones de clientes. Se pueden ver ejemplares en neerlandés de libros de Mark Bowden o autores del mainstream junto a autores españoles de siempre o algunos prácticamente olvidados, como el polémico Álvaro Baeza. Hay tres zonas de descanso. Una en la segunda planta, con un gran ventanal que da a la huerta y Port Saplaya; otra en la planta baja, junto al comedor, que da al patio; y una tercera en el sótano, junto a la bodega, donde se ha instalado una sala de proyección privada y donde se exhiben desde documentales sobre la zona hasta partidos de fútbol.
Abajo en la cocina esta mañana se encuentran José Tárrega y Alberto Boils. Junto a sus dos compañeros Esther y Javier, son los artífices de los platos del restaurante, en los que se combinan producto de la tierra y algunas de las nuevas técnicas culinarias. Boils es de tradición hostelera. Su familia es la que regenta La Curra, un restaurante de Torrent que lleva más de 250 años en activo y que, dicen quienes han ido, es un perfecto ejemplo de cocina familiar económica. Ahora en La Mozaira practica otro tipo de cocina, más elaborada, más cuidada, pero donde sigue latente ese mismo espíritu de familiaridad
La proximidad es norma en La Mozaira. Polo mismo comenta como en ocasiones, con algunas bodas que han tenido, él les ha grabado el vídeo si los novios no lo habían contratado. Su implicación y la de su mujer en el devenir de La Mozaira llega hasta el punto de que ella, arquitecta, ha sido la diseñadora de cada una de las habitaciones. En este contexto Polo ha hecho de recuperar la huerta su cruzada personal y tiene previsto reunirse con políticos de todo signo para impulsar el nuevo paradigma, una nueva visión de la tierra alejada de folclorismos infantiles; quiere una perspectiva más realista. “Me dijeron que no eran partidarios de que hubiera torres en las alquerías. Le enseñé para qué sirve la nuestra. Ahí es donde tenemos las antenas, los equipos de refrigeración… Están ocultos a la vista, no se ven desde fuera, no hacen ruido, y damos servicio. Deberían impulsar soluciones para València como las Casonas Asturianas. El futuro para la huerta podría pasar porque se impulse su uso dentro del mundo terciario”, sugiere de nuevo.
Para él La Mozaira es su orgullo. Ni siquiera la insistencia (y millones) de Ecclestone, a quien Forbes le calcula una fortuna de 3.100 millones de dólares, fueron suficientes para que se desprendiera de ella. Ni con todo el oro del mundo, y nunca mejor dicho, podría nadie pagar lo que vale para él ese paraíso privado, ese humilde y austero espacio de paz. La proximidad de la V-21, visible en la distancia, no afecta a la tranquilidad que envuelve la alquería. Su sonido apenas se percibe. Rodeada de setos de más de dos metros de altura, como un oasis, La Mozaira mira al horizonte, a “la última huerta que nos queda”. “Estoy enamorado de esta tierra y quiero hacer algo por ella, no quiero que se pierda este patrimonio”, dice Polo. Y ese amor, esa querencia fruto de más de cincuenta años viviendo allí, es la que le lleva a reclamar una nueva política, un giro copernicano en la actitud de la Administración, que parta de esa idea clave antes expresada: “la tierra no es rentable”. Urge buscar soluciones.