Semana tras semana hay varias noticias que nos dicen que algo se ha roto en la ciudad. El desorbitado incremento de apartamentos turísticos. Más de 3000 en un solo año. El aumento del precio del alquiler en València; una de las ciudades donde más creció de toda España en el 2024. Bajos comerciales que cambian sus persianas por puertas o rejas de las que cuelgan candados de código. Un fenómeno que ya ha duplicado el precio de los locales para cualquiera que quisiera abrir un comercio de barrio. El dato de que la mitad de las viviendas se compran sin hipoteca. El INE confirmando que el 40% de las viviendas de Ciutat Vella no son usadas durante la mayor parte del año como residencia principal. O, el estudio que pone negro sobre blanco que la nueva desigualdad se da entre propietarios e inquilinos. Porque los segundos, además de tener menos ingresos, traspasan a principio de mes una parte importantísima de su nómina a sus caseros.
Que la vivienda haya sido el principal vehículo de ahorro de las familias en España, algo con una raíz de construcción sociológica que no es casual, ha permitido históricamente que detrás de los pequeños propietarios se parapeten para evitar la intervención pública los grandes especuladores. Es más fácil alentar los discursos del miedo si hay un número relevante de personas que pueden sentirse perjudicadas por intervenir sobre un derecho si lo disfrazas de plan de pensiones o herencia a legar.
Y aunque una familia que tiene una vivienda además de su domicilio habitual no tiene nada que ver con un fondo buitre como Blackstone, esta ha sido durante décadas la excusa para rendir la vivienda al mercado. Incluso ahora cuando las medidas de la Ley de Vivienda se centran en los grandes propietarios se boicotea su aplicación en las ciudades y autonomías gobernadas por la derecha con esta excusa.
El resultado de todo esto es evidente. La vivienda es el peor derecho en términos de garantía de todo nuestro modelo de bienestar.
Podemos estar orgullosos de como funciona nuestra sanidad en términos generales, incluso con todo su campo de mejora el avance de la educación en estas cuatro décadas es más que notable, pero del modelo de vivienda español no daríamos conferencias como caso de éxito en ningún país de nuestro entorno. Y al peor modelo de provisión de vivienda le llega la presión turística. La que permite ganar mucho más dinero albergando turistas en cualquier vivienda que alquilándoselo a una pareja o una familia.
Aquí estamos, con una sociedad donde tener un piso en alquiler te proporciona hoy más ingresos mensuales que el sueldo medio de un trabajador. Insostenible en el tiempo. Donde las viviendas que no acaben fuera de la oferta de alquiler residencial, muchas menos que apartamentos tiene hoy mismo airbnb ofertados en València, lo hacen a cantidades que son demasiado elevadas no solo para jóvenes que empiecen su vida laboral con salarios bajos, sino para familias enteras que si no se hipotecaron hace más de tres años se encuentran ahora mismo calculando que año les caduca la prorroga legal de su contrato alquiler para hacer las maletas. De piso, de barrio y probablemente de municipio.
Por eso, este debate va de ciudades. De lo que quieren ser las ciudades. Hasta ahora el debate urbano solía girar en torno hacía a las formas de vivir la ciudad. Era un debate sobre el cómo se vive la ciudad. Pero ahora trata sobre el quién. Sobre quiénes van a poder vivir en ella.
La ciudad se puede vaciar de quienes no llegaron a tiempo a comprar. En su mayoría sin más culpa que la de nacer tarde. Algo que tampoco es una gran noticia para los que se quedan porque sí son propietarios o porque tienen la cantidad de dinero suficiente para sobrevivir al alza de precios. Seamos sinceros, nadie quiere vivir en un decorado. Al menos no durante mucho tiempo.
No se trata de ser hipócrita y negar que a casi todos nos gusta viajar, sino de reflexionar en torno a una pregunta. ¿En qué momento se cruza la frontera entre ser una ciudad con turismo y nos convertimos en una ciudad turística?
En mi opinión en el que dejas que sea el turismo el que moldea la ciudad. Y eso está demasiado cerca. O tal y como clamaban en las manifestaciones de la semana pasada en Canarias, cuando se olvida que una ciudad no vive del turismo, sino que el turismo, en todas partes, es lo que vive de las ciudades. O cuando se abandonan otras actividades económicas porque el dinero fácil copa la inversión y aceptas que todo gire en torno a un modelo de rentas altas y salarios bajos. Porque el sueldo medio de trabajar en turismo no da para pagar el coste de vivir en una ciudad turística.
Y mientras este elefante está en la habitación de València la gran propuesta del Ayuntamiento de València para hacer sostenible el turismo es limitar a 20 el número de personas que puede participar en un recorrido con guía turístico. Cuando lo leí, una medida tan inocua para un problema tan grande, a mi solo me venía a la cabeza pensar: ese freetour no va a pagar tu alquiler. Ni si eres vecino afectará en nada esta medida a reducir los problemas más importantes, ni ese modelo económico puede ofrecer una salida a quienes se enfrentan a poder o no poder ser vecinos.
Creo que ha llegado el momento de tomar otro tipo de decisiones. Ya no se trata solo de revisar y cerrar los apartamentos que hoy son ilegales. Sino de prohibir la apertura de ningún apartamento turístico más en València, también los que hoy se pueden abrir legalmente, por ejemplo, en un bajo donde antes estaba una ferretería o donde ibas a comprar el pan.